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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (26 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Isobel se levantó y volvió a ponerse los zapatos.

—Mira, de lo que sí puedes estar segura es de que tener todo el tiempo encima a Lorna no es lo mejor para nuestro matrimonio, eso puedes jurarlo. Venga, vamos, regresemos. Los niños no tardarán en volver.

La excursión al parque fue un gran éxito. Edward estaba en el séptimo cielo; Amy había olvidado por completo que no era nada guay entusiasmarse con una cosa tan infantil. Al parecer Dulcie se había quedado dormida y había hecho una refrescante siesta en el cochecito y todos se habían atiborrado de helados y refrescos. Mick y Joss dijeron que todos, ellos incluidos, lo habían pasado en grande.

—Sois un par de ángeles —dijo Isobel.

—Pues ya lo sabes, siempre que quieras. No hay problema —dijeron los ángeles, que se excusaron para ir a asearse.

—¡Qué par de niñeras más increíble! Son un cielo —dijo Flavia—. Un día de estos te los robaré.

—¡Ni te atrevas!

Cuando Isobel y Flavia les hubieron dado la merienda a los niños, Isobel sugirió que a Dulcie quizá le gustara ir a dar de comer a las gallinas y ver si había algún huevo para recoger.

Amy protestó.

—¿Yo también tengo que ir? —preguntó—. Estoy harta de las gallinas.

—Por favor, cariño. Ya sé que es una pesadez, pero ve con ellos para abrirle la puerta a Ed y asegurarte de que no se escapen las gallinas. Yo pongo los platos en el lavavajillas en un momento y luego venimos con vosotros. Te prometo que no tardaré nada.

—¿No son un encanto juntos? —dijo Flavia, mirando a los tres niños mientras se alejaban por el camino, con Dulcie en medio, cogida de la mano de Amy y Edward.

—Es maravilloso lo que ha progresado Edward desde la última vez que lo vi, Izz. Amy es fantástica con él, ¿verdad? Debe de ser bastante difícil para ella, al irse haciendo mayor.

—Lo sé —dijo Isobel—. A veces me pregunto si no espero demasiado de ella.

En aquel momento, Amy entró corriendo en la cocina, con la cara muy pálida. La falta de aliento casi le impedía hablar.

—¡Mamá, corre, ven! —dijo jadeando—. ¡Ha pasado algo horrible. Todas las gallinas están muertas!

19

Isobel se encontró con una horrible carnicería cuando ella y Flavia llegaron al corral, cuya puerta colgaba de sus goznes, alarmantemente abierta. Había plumas y sangre por todas partes.

Dulcie estaba sola en el camino, canturreando tranquilamente para sí misma y acariciando el cuerpo sin vida de uno de las Bantam de Pekín.

—Bonitas plumas, mamá —dijo alegremente, sonriéndole a su madre—. Dulcie lleva a casa.

—¿Ed? ¿Ed? ¿Dónde estás, cariño? —Isobel se dirigió corriendo hacia el gallinero, en mitad del corral. Justo al lado, el cuerpo destrozado de Pecker, el más querido de los dos gallitos arrogantes y belicosos, yacía a sus pies. Las personas que pasaban el verano en Glendrochatt y tenían la mala suerte de que les asignaran un dormitorio en el lado oeste de la casa, eran despertadas al alba por el implacable toque de diana de Pecker y les suplicaban insistentemente a Isobel y a Giles que le retorcieran el cuello a ese gallo. Ahora, de haber sido posible, Isobel lo habría besado para devolverle la vida.

Abrió de golpe la puerta del gallinero, pero no había señales de Edward por ningún lado.

—Amy, ¿dónde está Edward?

—No lo sé —dijo Amy llorando—. Lo dejé aquí, con Dulcie. Pensé que era mejor que fuera a buscarte enseguida. ¡Oh, mamá, las gallinas de Ed! —Amy apenas podía hablar. Lloraba a lágrima viva—. Tendría que haberme quedado con él. No sabía qué hacer.

—No, no, has hecho lo mejor. Por supuesto que tenías que ir a buscarme —Isobel se esforzó por hablar con voz tranquila—. Pero piensa, Amy, ¿dónde crees que puede haber ido?

—¿Al castillo?

—Buena idea. Ve corriendo enseguida y si lo encuentras, por todos los santos, da un grito, pero quédate con él. Yo miraré primero entre los arbustos y luego llamaré a Mick y Joss. Iré a reunirme contigo.

Amy salió volando.

Flavia, en cuclillas junto a Dulcie, trataba infructuosamente de quitar el cuerpo de entre las manitas de su hija, que lo aferraba con la fuerza de un cepo.

—Dulcie, ¿sabes dónde ha ido Edward… el niño grande?

—Niño fue —dijo Dulcie, apretando con fuerza el gallito muerto contra el pecho, con los ojos centelleando con espíritu de pelea.

—¿Hacia dónde fue? Enséñaselo a mamá, como una chica lista… señálame hacia dónde fue —dijo Flavia, tratando de engatusarla.

Pero Dulcie no iba a dejarse engañar tan fácilmente para soltar su presa.

—Niño solo corrió —dijo, con firmeza.

—Se habrá escondido en algún sitio —gimió Isobel— pero estará muy mal.

Buscaron entre los arbustos, llamándolo con voz tranquilizadora todo el tiempo, pero sin éxito. Un cacareo procedente de uno de los rododendros demostraba que, por lo menos, no todas las aves habían sido masacradas; unas cuantas, en su mayoría sin algunas plumas de la cola, estaban subidas, excitadas, a las ramas de varios árboles.

—No entiendo cómo han conseguido escaparse —dijo Isobel, mientras buscaban a Edward en los edificios exteriores donde se guardaban los rollos sobrantes de tela metálica y el grano para las gallinas—. Nadie deja nunca la puerta abierta, por si viene un zorro o un perro vagabundo. Por eso nunca permitimos que Edward entre en el corral solo… ¡Oh, chis! ¡Escucha! ¡Esa es Amy!

—¡Mamaaá! ¡Mamaaá! ¡Lo he encontrado!

Al oír la voz de Amy chillando desde la zona de juegos de los niños, frente a la casa, Isobel y Flavia se miraron aliviadas.

—Ve, corre —dijo Flavia, e Isobel salió disparada como una bala, dejando atrás a Flavia y Dulcie. Cuando Isobel habló de perros vagabundos, Flavia tuvo una horrible sospecha. El gallinero estaba ligeramente elevado sobre el suelo. La mujer se puso a gatas y miró debajo; el olor a col putrefacta era apabullante, pero también había algo más, algo que le hizo temer lo peor. Alargó el brazo y tocó un morro frío. Con el alma por los suelos, buscó el collar y, después de agarrarlo bien y tirar fuerte, consiguió arrastrar afuera a un cachorro, sucísimo, que se resistía con todas sus fuerzas. Alrededor de la boca unas plumas delatoras, pegadas a la sangre coagulada, parecían una barba entrecana y le daban un desconcertante parecido con lord Dunbarnock. Estaba claro que Brillo no había formado parte de la expedición de pesca. Tenía un aspecto extrañamente hinchado, como una pitón que se acaba de tragar un cerdo y se acomoda para ocuparse de una digestión de gran envergadura.

—A Brillo también le gustan las plumas —dijo Dulcie, con los ojos como platos.

Flavia se sentó en el gallinero mirando a su perro y a su hija con desagrado. A continuación, se enzarzó en un combate de lucha libre, tratando de no soltar al cachorro que se retorcía y de arrancarle a Dulcie de las manos los restos de una de sus víctimas, al mismo tiempo. Cuando consiguió llevarlos a rastras hasta la casa, ladrando y chillando, respectivamente, se sentía como si hubiera corrido el maratón de Londres.

Edward estaba encogido en un rincón del castillo de madera, acurrucado formando un apretado ovillo, con las manos encima de la cabeza.

—Ay, mamá, ni siquiera me quiere hablar —dijo Amy, muy agitada.

Isobel rodeó a Edward con su cuerpo y sus brazos y lo meció suavemente adelante y atrás. El niño, que casi nunca lloraba, sollozaba violentamente. Isobel pensó, amargamente, que quizá tendría que alegrarse; una de sus muchas preocupaciones cuando era pequeño era que pareciera incapaz de llorar como un bebé normal. Con frecuencia, gimoteaba largo rato, como si fuera un gatito enfermo —catorce horas sin parar fue una de sus peores marcas— pero nunca berreaba ni chillaba. Llegó un momento en que Isobel se preguntó si acaso no podía sentir dolor. Recordaba a Edward con dos años —exactamente la edad que tenía ahora Dulcie, pensó, haciendo una triste comparación—, cayéndose de la silla, chocando contra el suelo con un golpe seco, y sin reaccionar en modo alguno. Todavía le costaba mucho mostrar sus emociones, lo cual hacía que su risa feliz fuera especial, un gesto espontáneo de afecto, una joya, y sus lágrimas un terrible tormento. Sabiendo lo difícil que le resultaba el contacto físico, al principio del día se había sentido entusiasmada al verlo coger, voluntariamente, la mano de Dulcie; otro recordatorio de cómo las cosas más sencillas, esas cosas que en un niño normal parecerían insignificantes, eran unos hitos extraordinarios.

—Está bien, cariño, está bien —murmuró una y otra vez. Sabía que no tenía ningún sentido interrogarlo mientras estuviera en aquel estado. Amy se mantenía cerca, llena de ansiedad.

Poco a poco, los sollozos se fueron calmando.

—¿Ha sido culpa mía? ¿Ha sido culpa mía? —susurraba desesperado, aferrándose al brazo de Isobel.

—Claro que no, tesoro —le dijo tranquilizándolo. Sabía que seguiría repitiendo la misma pregunta, obsesivamente, durante días y días.

—¿Qué dirá la señora araña? ¿Se enfadará?

—Claro que no —repitió Isobel—. No tiene nada que ver con ella.

Al cabo de un rato, consiguieron ponerlo de pie y llevarlo de vuelta a la casa. Isobel no sabía si ponerle o no una inyección preventiva de diazepam, pero prefirió estar atenta a sus reacciones y decidirlo más tarde.

El grupo de golf había vuelto para encontrarse con Flavia, muy acalorada y preocupada, tratando de encerrar a Brillo en la parte de atrás del coche, mientras Dulcie seguía, con gran entusiasmo, con su rabieta, usando las piernas como émbolos, con los zapatitos rojos creando un ritmo contra la grava digno del aprendiz de una danza tribal africana.

—Oh, gracias a Dios que estáis todos de vuelta. Ha habido un desastre terrible y todo es culpa mía. Giles, nunca más vas a querer que venga aquí —gemía Flavia. Les contó lo que había sucedido—. Estaba convencida de que Brillo se había ido con vosotros. Lo siento tanto, tanto.

—Normalmente, las gallinas están encerradas; estoy seguro de que no habrías podido hacer nada —dijo Giles, cuyos buenos modales raramente lo abandonaban, y corrió al interior de la casa.

Alistair rodeó a su esposa con el brazo.

—Anímate, cariño, no pongas esa cara tan sombría. Dijeron que no había ningún peligro en dejar al perro suelto. Mira, le compraremos a Edward montones de gallos y gallinas nuevos como una pequeña compensación. Lo siento, pero no se me ocurrió ni por un momento llevarnos a Brillo. Habría sido un tremendo incordio en un campo de golf. —Se abstuvo de decir que era ella quien había insistido en llevarlo a Glendrochatt—. Ben, date una vuelta a ver si encuentras algunos periódicos viejos para proteger la parte de atrás del coche. Ese cachorro tiene el aspecto de ir a estallar de la manera más asquerosa.

Ben sonrió y se fue a ver qué podía encontrar.

Alistair dedicó su atención a su hija.

—Dulcie, deja de hacer ese ruido ahora mismo o te irás a la cama directamente y sin cuento —dijo, con tono severo. Sorprendentemente, Dulcie se calló tan de repente como si hubieran desconectado una alarma antirrobo. Le ofreció una radiante sonrisa a su padre y le tendió los brazos para que la levantara.

—Es el colmo —dijo Flavia, indignada—. ¿Por qué no hace lo mismo conmigo?

—Porque sabe que yo voy en serio y tú no. Tú te ríes o pierdes los estribos… Dos reacciones igualmente gratificantes. —Miró a su esposa con aire divertido y afectuoso—. Venga, anímate, cariño, será mejor que entremos a dar nuestro apoyo y veamos cómo está Edward.

Giles encontró a su familia en la cocina, sentados en el sofá. Edward estaba incrustado entre su madre y su hermana, con el dedo metido en la boca, mientras ellas trataban de decirle algo que diera algún sentido a la pérdida de sus queridas gallinas. Amy le había dicho, sin pensarlo dos veces, que las gallinas ya no estaban dentro de los cuerpos destrozados que había visto con tanto horror, sino que se habían ido al cielo.

—Pero ¿puedo ir a verlas? —preguntó Edward.

—No, lo siento, no puedes, porque está demasiado lejos y, además, no conocemos el camino —dijo Isobel, con firmeza. Había aprendido que las explicaciones tenían que ser cortas e inequívocas. En el mejor de los casos, la comprensión que Edward tenía de las ideas abstractas era muy tenue; le preocupaba que la gente hubiera dejado de existir cuando no podía verlos. Por ejemplo, ¿dónde estaban Isobel, Giles y Amy cuando él estaba en la escuela, o Joss y Mick cuando no estaban en Glendrochatt? Al parecer, Edward no tenía ni idea. El poema de Ronald Knox preguntándose si un árbol, en tanto que árbol, sencillamente deja de ser si no hay nadie en el jardín, podría haber sido escrito para Edward. La verdad es que no servía de nada embarcarse en discusiones sobre los grandes misterios de la vida con él. Si se veía obligado a mirar el reloj —un artilugio que detestaba— podía decir la hora con precisión, pero no tenía ni idea de cómo aplicar ese conocimiento a su vida. Todavía no tenía ni idea de lo que significaba el tiempo. Los volvía locos a todos. Isobel confiaba en que, al final, llegara a saberlo, igual que había sucedido con tantas otras cosas con las que ellos ya se habían dado por vencidos.

—¿Está bien? —preguntó Giles.

Isobel asintió.

—Creo que sí, por el momento.

—¡Ese maldito perro! ¿En qué demonios estabas pensando para dejar que Flavia lo dejara suelto todo el día? —preguntó Giles. El alivio que sentía al ver que Edward estaba bien lo volvía agresivo con la persona equivocada.

—¡Eso no es justo! Fuiste tú tanto como yo. —Isobel se sentía indignada—. Pero sigue, señor Maravilloso, échale la culpa a otro. Lo que yo quiero saber es qué diablos pasó para que estuvieran sueltas las gallinas. —Se fulminaban mutuamente con la mirada, la emoción acumulada al rojo vivo.

Lorna entró en la cocina al mismo tiempo que la familia Forbes. Había visto volver a los golfistas y la presencia de Giles, como de costumbre, había actuado sobre ella como un imán. Cuando se enteró de lo que había sucedido, se sintió furiosa y decepcionada de que sus planes se hubieran malogrado, en lugar de preocuparse por el propio incidente. Miró acusadora a Edward, que se encogió, retrocediendo y se agarró la cabeza.

—Oh, Edward, me has defraudado de verdad —dijo con acritud—. Ayer te las arreglabas muy bien con la puerta. Ahora has estropeado del todo nuestra sorpresa para papá y mamá. ¿Cómo has podido ser tan estúpido? —En cuanto las palabras salieron de su boca, comprendió que habría hecho mucho mejor en callarse, pero ya era demasiado tarde.

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