Giles e Isobel estaban observando desde la cocina para ver quiénes eran los primeros en aparecer.
—Aquí llega Fiona con la vieja «mírame y no me toques». Será mejor que vayas y hagas tu papelito con ella, cariño —le dijo Isobel a Giles, mientras abría la puerta y bajaba corriendo la escalera para saludar a las Fortescue.
Violet inclinó una protegida mejilla en su dirección, pero manteniendo sus buenos ocho centímetros de distancia. Lady Fortescue nunca abrazaba a nadie. Fiona cruzó una mirada significativa con Isobel cuando Giles, con un adecuadamente digno Wotan pegado a sus talones, apareció a continuación, a un paso más circunspecto y le tendió las dos manos a lady Fortescue, soslayando así, hábilmente, la cuestión de besar o no besar.
—¡Violet! Es absolutamente maravilloso que haya venido —dijo, haciéndole un guiño cómplice a Fiona—. Esperaba con muchísimo interés que pudiera venir, porque hay muchas cosas que quisiera consultarle. Si usted está aquí, sé que tendremos una buena reunión. Hola Fiona, me alegra verte también a ti. —Fiona se esforzó por no echarse a reír y le murmuró «¡Pelota!» al oído cuando lo saludó con un beso.
Un ruido parecido al de una mezcladora de hormigón fuera de control anunció la llegada de lord Dunbarnock en uno de los coches de su flota de vehículos clásicos. Esta vez era un Lagonda V12 de 1937, pintado de un tono particularmente virulento de amarillo. Llevaba un viejo casco de cuero de aviación que había pertenecido a su padre y, como muestra de deferencia a la reunión, el pelo recogido en una coleta.
—Hola, Neil —dijo Giles—. Me alegro de verte. Creo que, en tu lugar, bajaría la capota; es posible que caiga un chaparrón. Si quieres, Mick puede hacerlo por ti.
Mick, que supervisaba el aparcamiento, se moría de ganas de poner las manos en el Lagonda. Compartía con lord Dunbarnock la pasión por los coches, pero no padecía la incómoda necesidad que este sentía de lavarse las manos cada cinco minutos. Era una mala suerte para Neil Dunbarnock que, cuando más feliz era y más seguro estaba de sí mismo, se sintiera empujado por una fuerza invisible a purgar el cárter, afinar el acelerador o reparar el tubo de escape, teniendo el cuenta que su otra gran obsesión era la higiene, un legado de una niñera con un exceso de celo que había tenido de pequeño. La horrible amenaza de los GÉRMENES lo perseguía, aunque libraba una guerra sin cuartel contra ellos. Siempre llevaba una bolsa de toallitas antisépticas en su
sporran
y se negaba a tomar vino al comulgar entre octubre y mayo, por si acaso un peligroso contacto entre los señoriales labios y el cáliz hacía que pillara un resfriado. Recientemente había transformado su vida espiritual llevando a la iglesia un pequeño paquete de pajitas recortadas.
—Esto… sí, te lo agradezco muchísimo Giles; sería un gran alivio para mí —dijo ahora, con una voz como si lo acabaran de salvar de una abrumadora carga de indecisión y, haciendo, de paso, muy feliz a Mick; el hecho de que Neil Dunbarnock le permitiera a alguien tocar uno de sus coches era señal de una enorme confianza. De todos modos, mientras hacía unos gestos desesperados con las manos, como si se enjabonara, y miraba alrededor nerviosamente, por si alguien podía oír una petición tan íntima, le dijo a Giles en un murmullo:
—Me pregunto si sería posible que me… esto… ya sabes… lavara, antes de empezar la reunión.
Solo había conducido ocho kilómetros, pero nunca se sabe qué siniestras bacterias podían haber aterrizado en el volante durante el trayecto. Había probado a ponerse guantes quirúrgicos para conducir, pero los abandonó cuando leyó que pueden causar una peligrosa reacción alérgica.
—Desde luego —dijo Giles—. Ya conoces la distribución de la casa. Por favor, entra.
Lord Dunbarnock se lanzó agradecido en busca del puerto seguro del lavabo de la planta baja, donde Joss, sabiendo que iba a venir, se había cerciorado de que hubiera suficientes toallas limpias y una botella aséptica de líquido antibacteriano para que estuviera tranquilo todo el día.
Isobel procuró presentar a su hermana a todos los que iban llegando; aunque unos cuantos, como Fiona Fortescue, la recordaban de su juventud en Edimburgo. Lorna tenía un aspecto muy atractivo, con una camisa de seda azul marino y una falda corta de lino rojo que realzaba sus piernas a la perfección. Se mostraba encantadora, amistosa y cordial, y parecía sentirse totalmente como en casa en Glendrochatt, como una segunda anfitriona. Isobel veía la muy favorable impresión que estaba causando y le hubiera gustado reunir la generosidad necesaria para alegrarse de verdad por ello. Por lo general le encantaban las reuniones, pero la presencia de Lorna la descentraba hasta un punto completamente imprevisto y extraordinario, haciéndola sentir nerviosa e inquieta. Isobel nunca había sentido celos antes y no era una sensación agradable. Pensó con pesar: «Cómo han cambiado las tornas. Tal vez sea justicia poética; supongo que esto es lo que yo le hacía sentir a Lorna cuando éramos niñas».
Cuando todos los Amigos hubieron llegado y estuvieron sentados alrededor de la mesa del comedor, Giles pronunció un pequeño discurso de bienvenida y llamó la atención de todos hacia los ejemplares del orden del día que había dispuesto para cada uno. Luego, señalando a Lorna, sentada a su lado, añadió:
—Para aquellos de ustedes que todavía no la conozcan, es un gran placer para mí presentarles a todos a un nuevo miembro de nuestro equipo, alguien que ya es una parte muy importante de nuestra familia, mi cuñada, Lorna Cartwright. Es maravilloso para Isobel y para mí que Lorna, que acaba de volver a casa, en Escocia, después de vivir unos años en Sudáfrica, haya aceptado ayudarnos a poner en marcha nuestro nuevo proyecto. Lorna es, también ella, una buena pianista y, además de ser una fantástica compañía para todos nosotros, es asimismo extraordinariamente eficiente. Va a aportar un poco de sensatez y organización, muy necesarias, al caos general de nuestra familia —acabó Giles, sonriendo a Lorna en medio de las risas afectuosas de los Amigos.
—Y un cuerno —le dijo Isobel en un murmullo a Fiona Fortescue.
Lorna se puso en pie unos momentos, sonriendo y rechazando vaga y educadamente los elogios y mostrando un aspecto encantador y modesto.
—Nos esperan cosas maravillosas —siguió diciendo Giles—. Me gustaría discutir nuestro primer programa con todos ustedes, incluyendo, por supuesto, la organización de nuestra noche de gala y el concierto inaugural en septiembre. Luego tengo que anunciarles algo que me produce un enorme placer. Ni siquiera en tiempos de mi madre hubo decorados en el teatro Oíd Steading; confiábamos en unos cuantos accesorios, unos actores fabulosos y la imaginación del público, pero algunos de ustedes quizá sepan que Isobel y yo hemos encargado a un joven y estupendo artista, Daniel Hoffman, que pinte un telón de fondo para el escenario. Esta es nuestra aportación personal para celebrar la apertura de Glendrochatt como Centro de las Artes. Pensamos que solo nos podíamos permitir un telón, pero con su habitual y extraordinaria generosidad, Neil Dunbarnock se ha ofrecido para encargar un segundo telón alternativo, así que ahora le podemos pedir a Daniel Hoffman que haga dos: uno de interiores y otro de exteriores… —Giles hizo una pausa para los aplausos que siguieron, mientras Neil Dunbarnock se estudiaba la barba, tímido y satisfecho a la vez.
Lady Fortescue no aplaudió. No le gustaba lord Dunbarnock y encontraba que la excentricidad era de mal gusto.
—Bien —dijo Giles—, déjenme ofrecerles una visión general de nuestro programa. Primero el concierto de gala, para el cual ya se han agotado las entradas. Hemos tenido mucha suerte y hemos conseguido a la flautista Flavia Cameron y a la arpista Megan Davies para ese concierto, lo cual es particularmente apropiado, debido a los lazos de Flavia con este lugar, ya que, como muchos de usted saben, es la sobrina de Colin Cameron. Colin y Elizabeth han enviado sus disculpas por no poder acompañarnos hoy, ya que están de viaje, pero por supuesto traerán a otro grupo invitado para respaldar a Flavia en el concierto.
Colin y Elizabeth Cameron, que eran muy queridos y respetados, vivían en una enorme mansión victoriana a pocos kilómetros de Glendrochatt, y mucha gente del lugar había oído tocar a Flavia Cameron en conciertos benéficos organizados por sus tíos, antes de ser famosa. Había saltado a la fama al ganar el Premio al Músico Joven del Año y luego al desmayarse mientras tocaba en un concierto importante en el Festival Hall, dirigido por el exuberante director francés Antoine du Fosset, con quien, por aquel entonces, sostenía una aventura amorosa, muy explotada por la publicidad. El director la abandonó, con más publicidad aun si cabe, como amante y como intérprete, tan pronto como empezó a tener mala salud, por lo que la prensa hizo su agosto especulando sobre los dos. Flavia dejó temporalmente su prometedora carrera para casarse con el director de una escuela preparatoria para chicos, que tenía veinticinco años más que ella. Al poco tiempo, volvió a aparecer en los titulares al fugarse con el padre de uno de los alumnos de la escuela de su marido. Ahora había reanudado su carrera y se había casado con su amante, aunque la boda no había tenido lugar hasta un año después de dar a luz a una niña, proporcionando así más motivos para que trabajaran las lenguas maliciosas. Giles e Isobel sentían mucho afecto tanto por Flavia como por su esposo, Alistair Forbes —de hecho, Isobel era la madrina de Dulcie, su hija de dos años—, pero Giles sabía lo que hacía cuando consiguió que Flavia tocara en su concierto de gala, porque era una de esas personas —tanto si te gustaba como si la detestabas— que no pueden evitar atraer la atención. El silencio de lady Fortescue en relación con Flavia era casi tangible, pero como era al mismo tiempo una antigua amiga de los Cameron y una tremenda esnob, Giles confiaba en que lo que consideraba un fallo de criterio por su parte no la llevara a retirarle su apoyo. Estaba seguro de que el Dios de lady Fortescue, que parecía tener un rígido control de las sutilezas sociales, la guiaría para que superara sus escrúpulos morales y asistiera al concierto. El perdón cristiano puede tener su utilidad.
—Quizá no tantos hayan oído a Megan Davies —siguió diciendo Giles—, la joven arpista con la que Flavia forma equipo desde hace un tiempo, con mucho éxito. Las oí tocar juntas en el Wigmore Hall el otoño pasado y les prometo que les espera a ustedes un gran placer. Sabía que serían perfectas para Glendrochatt. El concierto de gala será el preludio de una semana de música. Flavia ha aceptado quedarse y dar clases magistrales para flautistas que esperan ser reconocidos y encargarse de los seminarios para músicos jóvenes. Valerie Benson, que es profesora de violín según el método Suzuki, y que, por cierto, da clases a nuestra hija Amy, también nos presta desinteresadamente sus servicios, igual que Donald McClean, el célebre organista de la Universidad de San Mungo. Será apasionante. Como todos saben, la gala es el viernes por la noche. El sábado y el domingo vamos a tener dos días informales de música, organizados también por Jóvenes Músicos de las Escuelas Escocesas, que no deben perderse. Tomarán parte varias orquestas de jóvenes, corales y grupos de niños, y estamos entusiasmados con la respuesta que hemos recibido. Por favor, vengan y traigan a sus amigos, además de sus cestas de picnic. Por supuesto, confiamos en que haga buen tiempo, pero con las nuevas salas, el teatro Old Steading y diversas habitaciones de la casa igualmente disponibles, esperamos poder arreglárnoslas si el tiempo no acompaña. Me parece que mi familia y yo no tendremos ningún sitio disponible para comer o dormir durante esa semana —añadió riendo—, pero todo es por una buena causa.
Isobel veía que, como siempre, el entusiasmo de Giles arrastraba a su público con él.
—Encontrarán todos los detalles en las notas que les hemos dado, pero por supuesto, agradeceré sus propuestas para mejorar cualquier cosa, si es que alguien quiere presentar alguna —continuó Giles, que no tenía ninguna intención de permitir que los Amigos se enzarzaran en una batalla campal ni hicieran ningún cambio—. Como saben, nuestro objetivo es ofrecer oportunidades a los jóvenes con talento y el año que viene esperamos poner en escena una ópera… la primera en Glendrochatt. Confiamos en que será una buena ocasión para que los cantantes jóvenes se enfrenten a papeles operísticos que quieran incluir en su repertorio pero que quizá todavía no han tenido la oportunidad de interpretar. No estaremos preparados para hacerlo este año, pero vamos a tener una representación de
La Traviata
en concierto que seguramente será una delicia. También tendremos un fin de semana de teatro infantil, que es, en realidad, una copia de lo que mis padres hicieron muchos años atrás. Creo que yo tenía seis años por aquel entonces y, naturalmente, tuve una actuación estelar. Los niños del pueblo inventarán, en parte, una obra y luego la representarán para nosotros bajo una dirección profesional. Será divertido. Lamentablemente, tendremos que ser muy estrictos respecto a la edad, y el número será limitado. Ya hay una lista de espera y me han llegado rumores de que algunas señoras se están preparando para sabotear a los hijos de las otras usando artimañas. Les daré más detalles luego. Bien, eso es todo por mi parte. Tenemos que darnos prisa, así que, por favor, ¿pueden mirar todos el segundo punto del orden del día? —Vio que el corpulento señor McMichael, que era el propietario de la imprenta local y muy útil con los programas y los folletos, además de ser un valioso apoyo económico, estaba a punto de soltar un discurso. El señor McMichael, que tenía ínfulas musicales y tocaba la gaita con la banda del pueblo, era mucho mejor controlando el aire que controlando las palabras y, una vez se había lanzado a dar su opinión, podía ser penosamente prolijo. Por suerte, en general era fácil ver cómo su tórax se iba llenando de palabrería, así que, a veces, era posible adelantarse e impedírselo.
La reunión continuó sin problemas. Además de escribir las actas, de vez en cuando Lorna garabateaba notitas que luego pasaba a Giles. Desde su asiento al otro extremo de la mesa, Isobel veía cómo este asentía agradecido y dio por sentado que, como de costumbre, Lorna estaría haciéndole sugerencias pertinentes y competentes.
Exactamente a la una menos cuarto, después de lograr que todas las personas que quería se presentaran voluntarias para realizar diversas tareas, consiguió que aprobaran un pequeño subcomité, elegido por él, para tomar las últimas decisiones, sin que fuera necesario convocar otra reunión de todos los Amigos. Se ocupó a continuación del último punto de la agenda, dio fin a la reunión y anunció el almuerzo.