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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (15 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Giles soltó una carcajada.

—¡Vaya par! Hablando de la lucha por la jerarquía en la infancia. Bien, ahora estáis empatadas. Muy sagaz, Izz, al ser capaz de ver todo eso de una simple ojeada, no eres solo una cara bonita, ¿verdad cariño?, aunque eso demuestra lo estupendos que son los gráficos de Lorna, ya que has visto todo eso con solo mirarlos.

Seguramente fue una suerte que en aquel momento oyeran llegar el coche de Mick, que traía a Daniel.

Los tres se dirigieron al vestíbulo y salieron a la escalinata exterior.

—¡Daniel! Me alegro mucho de verte. Bienvenido a Glendrochatt. Vaya aventuras te han pasado. Siento lo del coche —dijo Giles, mientras bajaba corriendo la escalera, con la mano extendida—. Bien mirado, no es necesario que te presente a Isobel, tu rescatadora, pero déjame que te presente a mi cuñada, Lorna Cartwright.

A Giles le encantaba recibir a los nuevos invitados que llegaban a Glendrochatt y era fantástico haciendo que todo el mundo se sintiera cómodo, organizando la cuestión del equipaje y haciendo que cada uno pensara que era exactamente la persona que él deseaba ver. Daniel le envidió su instantánea naturalidad en cualquier compañía, su encanto y su calidez, al parecer sincera; su absoluto aplomo social. Pensaba que eran unas virtudes que él no tenía. Toda idea de su propia valía giraba en torno a su pintura y, aunque este aspecto solía ser lo bastante fuerte para permitirle disimular su natural timidez, siempre le acechaba una sensación, apenas oculta, de incompetencia social, por la cual se despreciaba. Se escondía detrás del gorro y los cascabeles del bufón para protegerse y nadie que no lo conociera bien —y no eran muchos— tenía ni idea del esfuerzo que le costaba sumergirse en un ambiente totalmente nuevo cada vez que empezaba un trabajo.

Saludó a Isobel, con un gesto bastante ceremonioso, inseguro, después de la fácil camaradería en el coche, que se debía a sus dudas sobre cómo empezar de nuevo sin parecer demasiado familiar. Isobel que estaba preparada para ofrecerle un recibimiento entusiasta, se sintió un poco desairada.

Por otro lado, Lorna, aunque consternada por lo que, remilgadamente, consideraba el aspecto desaliñado de Daniel, estaba decidida a cambiar su mal principio con aquel nuevo e importante actor del teatro de Giles. Le sonrió con una calidez especial y decidió lanzar una ofensiva de seducción.

Daniel, que esperaba encontrarse frente a una vieja bruja, vestida de tweed, miró a Lorna con ojos de pintor y pensó, sencillamente, que era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca.

11

Fue Amy, que apareció a toda velocidad en su bicicleta desde detrás de la casa, quien salvó a Daniel de la ligera incomodidad de su llegada.

—¡Daniel! —chilló, derrapando hasta detenerse, lanzando a los lados una rociada de grava. Dejó caer la bicicleta y, abandonándola en el camino, con los pedales dando vueltas, se abalanzó a saludarlo como si fuera su tío favorito que acababa de volver inesperadamente.

Lorna la miró con desaprobación. Le resultaba inevitable comparar este recibimiento con la reservada acogida que había recibido ella al llegar, por no hablar de la reacción, menos que entusiasta, de Edward. Suponía que había que ser indulgente con el niño, pero pensaba que el efusivo entusiasmo de su sobrina por aquel desconocido andrajoso no solo era completamente inaceptable, sino que le recordaba, incómodamente, la manera en que Isobel se comportaba a la misma edad.

Una familiar punzada de dolor, enterrada hacía tiempo, asomó su fea cabeza entre sus numerosos recuerdos desagradables. Lorna tenía trece años y oscilaba torpemente entre la niñez y la adolescencia, perturbadoramente consciente de los cambios que se producían en su cuerpo y sintiéndose mal en cualquier papel que intentara representar. El padrino de su madre, juez del Tribunal Supremo, que había enviudado hacía poco, una figura distante y alarmante para los niños, se había unido a ellos para las vacaciones anuales de pesca en el Mull. Durante los tres primeros días, la lluvia cayó sin piedad, todos los arroyos bajaban crecidos y un vendaval, que hacía que fuera prácticamente imposible lanzar el hilo, azotaba el lago agitándolo con tanta violencia que Donald-John, el viejo pescador, se negó a sacar la barca y prefirió acudir a la cita apremiante que tenía con una botella de whisky en su granja. Incluso el padre de Isobel y Lorna, que tenía fama de ser impermeable al mal tiempo, uno de esos hombres admirables pero desalentadores, que insisten en continuar con cualquier actividad al aire libre de la que se supone estén disfrutando mucho después de que todos los demás hayan empezado a rezar para poder dejarla, había admitido la derrota y permitido que la familia regresara a la casa después de un picnic que los dejó helados hasta los huesos y en el que engulleron emparedados remojados, acurrucados debajo de una roca. Después de recorrer penosamente el camino a casa y una vez se hubieron cambiado la ropa empapada y encendido el fuego en la sala, su madre le propuso al juez que les leyera algo en voz alta, como al parecer hacía cuando ella era niña.

—Frank, ¿no podrías despertar la imaginación de los niños, como hacías conmigo? —le pidió, persuasiva.

Sorprendentemente, el caparazón de su padrino se resquebrajó de repente y reveló a alguien capaz de un gran sentido del humor y una gran emoción. Los niños escucharon, extasiados, mientras él les leía a Hilaire Belloc y W. S. Gilbert, Hardy y D. H. Lawrence… y luego a Tennyson, transportándolos a un mundo de caballerosidad y romanticismo y llenando la vieja y destartalada sala con la música de las palabras. Lorna se había quedado estupefacta al ver rodar una lágrima por la mejilla del anciano en un momento dado. Isobel, hecha un ovillo junto a él en el viejo y desfondado sofá, completamente absorta, se había apretujado en el regazo del juez, inconscientemente, apoyando la mejilla contra su áspera chaqueta de tweed. Después le había lanzado los brazos al cuello.

—Nunca olvidaré esto… nunca —dijo. Y Lorna consumiéndose por dentro como un volcán silencioso, deseó apasionadamente haber sido ella quien lo dijera. Había estado a punto de hacer un pequeño discurso de agradecimiento que habría revelado que comprendía y apreciaba todas las sutilezas de la narración, pero, como de costumbre, su hermana pequeña había tomado un atajo y había llegado primero.

Isobel se convirtió en la sombra del anciano durante el resto de la quincena, saltando a su lado y charlando de todo lo habido y por haber bajo un sol que acababa de aparecer.

—Qué conmovedor ha sido ver cómo el bueno de Frank volvía a la vida de nuevo. —Oyó Lorna que su padre le decía a su madre, mientras los dos intercambiaban sonrisas satisfechas.

Lorna, esforzándose desesperadamente por conseguir el mismo efecto, empezó a colgarse del brazo del juez, apoyándose contra él, acariciándole la manga e incluso tratando de sentársele en las rodillas, aunque era demasiado alta, era casi de la misma estatura que él. Esta vez sufrió la vergüenza de oír cómo su padre le decía a su madre:

—Cariño, tienes que tratar de que Lorna deje de manosear a Frank de esa manera. Se está poniendo muy pesada.

Y su madre suspiró y dijo:

—Lo sé, lo sé… pero ya sabes cómo es Lorna; es tan difícil.

Ahora, casi veinticinco años después, mientras el viejo y conocido dolor de los celos la taladraba como una barrena, se preguntó, como tantas veces en su vida, qué era lo que algunas personas tienen y otras no. Sin embargo, tampoco esta vez consiguió dar con la respuesta.

Se sacudió mentalmente, con rabia. «Basta ya —amonestó la nueva Lorna Cartwright—, ahora las cosas son diferentes.» En su cabeza oía la voz del terapeuta que tanto la había ayudado en sus esfuerzos por cambiar su propia imagen; le había enseñado a concentrarse en sus virtudes, a creer en sí misma. «Sé que soy fascinante —enumeró, como una letanía bien aprendida—. Soy más bella que nunca antes en toda mi vida. Soy una mujer deseable. He dejado a mi esposo por mi propia y libre voluntad. Tengo mucho talento y mucho potencial. Soy excepcionalmente competente; si me empeño en algo, puedo hacerlo. Me he reinventado.» Pensó que su hermana pequeña había descuidado su aspecto hasta un punto absurdo; una cosa era que todo el mundo aceptara que tuvieras un aire despreocupado y carente de artificio a los dieciocho años, y otra muy diferente hacer lo mismo a los treinta y tres. Quizá aquel joven pintor hubiera iniciado una amistad instantánea y superficial con Isobel, pero su mirada de admiración ante su propia y sofisticada elegancia no le había pasado desapercibida. Es posible que no fuera su tipo, además de ser demasiado joven, pero creía que si alguien se encargaba de él, podría pulirse hasta tener un aspecto sorprendentemente bueno, con aquella cara huesuda tan interesante y aquellos ojos oscuros y enigmáticos. Decidió que Daniel podía serle útil en más de un sentido. Pensaba que Giles la necesitaba, aunque todavía no era consciente de hasta qué punto. Se dijo que llegaría a ser indispensable para él, pero quizá ayudara que hubiera un rival compitiendo por sus atenciones.

Daniel no pudo menos que sentirse halagado por el recibimiento de Amy. Le sonrió a Isobel por encima de la cabeza de la niña, ladeando la suya con un aire interrogador y poniendo la cara divertida y modesta que ya le había visto antes.

—Ahí queda el decoro —dijo Giles, riéndose de Amy y dándole un cariñoso tirón a la cola de caballo—. Veo que ya has conseguido todo un éxito, Daniel, pero tengo que advertirte que mi hija es muy susceptible a los encantos masculinos, así que vigila. —No dijo nada de su esposa ni de su cuñada—. Venga, entremos —siguió diciendo—. Seguro que te apetece beber algo fuerte después de tantas aventuras; además, tenerte aquí es una ocasión estupenda. Esperemos que tú y el Old Steading de Glendrochatt forméis una asociación inspirada… mi inspiración, claro. Tengo la intención de pasar a la historia como uno de tus primeros patrocinadores. Mick llevará tus cosas a la habitación.

—Pobre Mick —dijo Daniel—. Estará más que harto de todos mis bártulos, pero me gustaría ayudarlo a descargar las cosas de pintar. Tal vez sería mejor llevarlas al sitio donde quieres que trabaje. ¿Quieres que lo haga antes que nada?

—No, no, por supuesto que no. Toma algo primero. Todos tomaremos una copa. Vamos, Mick, seguramente tú también necesitas una.

Giles abrió camino hacia la cocina y mientras él sacaba del frigorífico la cerveza elegida por Daniel y se lo presentaba a Joss, Lorna le dijo a Isobel:

—Supongo que Daniel ocupará el apartamento situado al lado del mío, ¿no?

—No —respondió Isobel—. Quiero dejarlo libre, porque vamos a necesitarlo para diversas personas. Si lo pusiéramos allí, quizá tuviera que trasladarse más adelante; me imagino que va a ir y venir a menudo. Lo he puesto en la habitación vacía del último piso. Así podrá dejar sus cosas allí si se marcha, y el apartamento estará libre.

—¿De verdad crees que es una buena idea? Lo había puesto en el segundo piso, así estaría más cerca del teatro y, como tú misma me dijiste, también tendría más independencia —dijo Lorna, en el tono de voz razonable, pero contenido, que se usaría con un adolescente irritante que necesita que lo traten con firmeza y con tacto al mismo tiempo—. Además, ahora tendría que cambiarlo todo en el plano.

—Joss y yo lo hablamos hace semanas, mucho antes de que tú llegaras. El sitio donde duerma Daniel a ti no te afecta para nada —dijo Isobel—. La habitación está preparada y lo único que tendrás que hacer es cambiar de sitio una de tus chinchetas rojas, la que representa a Daniel, de una casilla a otra, algo mucho más fácil que hacer otra cama. —Se dio cuenta de que sonaba insólitamente cortante—. Lorna, querida Lorna, por favor, no pongas esa cara —rogó—. No nos enfademos por algo tan intranscendente. No lo puedo soportar.

Isobel pensó que todo el verano sería una pesadilla de irritación si cada pequeña decisión iba a convertirse en una excusa para el enfrentamiento. En otro tiempo se habría echado a reír y habría dejado que Lorna se saliera con la suya, pero ahora el viejo dicho sobre darle a alguien la mano y que se tome el brazo parecía peligrosamente pertinente. Isobel se dijo que era tan innecesario, tan agotador y luego, en un relámpago de intuición pensó: «Lorna espera ganarme por agotamiento, porque este es el tipo de problema que, en otro tiempo, no me hubiera preocupado lo más mínimo. Espera que pronto me aburra con todos estos detalles, que me encoja de hombros y que la deje que se encargue de todo… ¿incluyendo, quizá, a Giles?».

Mientras tomaban algo, llegó Edward, recién bañado, pero con un chándal encima del pijama, acompañado de Joss. Como Giles pudo presentárselos a los dos a la vez, a Daniel, el niño no se sintió señalado por el amenazador foco de una atención directa y todo pasó sin que se produjera otro incidente como el de la cortina. Daniel les dedicó a los dos un saludo con la cabeza y dijo:

—Hola.

Lorna miró rápidamente a su hermana para ver si iba a obligar a Edward a darle la mano a Daniel, pero Isobel fingió no darse cuenta.

—Bien —dijo Giles, cuando acabaron las bebidas—. Vayamos ahora al Steading. Así le enseñamos el teatro a Daniel y ayudamos a que se decante en nuestro estómago todo lo que hemos tomado. ¿Quieres bajar tus cosas personales primero, las que quieras dejar aquí?

Daniel sacó de un tirón una castigada bolsa, una mochila y luego, con más cuidado, un acordeón.

—¿Qué es eso? —preguntó Amy.

—Mi acordeón —respondió Daniel, dándole una palmadita afectuosa, como si fuera un perro viejo y leal—. Hay quien dice que es un instrumento de payaso. Me han dicho que eres un as del violín. A lo mejor podríamos tocar juntos. Irnos a Perth a tocar en la calle y ganarnos unos peniques.

—Oh, sí —exclamó Amy, entusiasmada con el proyecto.

—Por encima de mi cadáver —dijo Giles, riendo—. Pero sí que podríamos montar una sesión de jazz algún día. —No le hacía ninguna gracia la idea de que Amy tocara con nadie más, a menos que él también participara.

—Vete con ellos, Joss —dijo Isobel—, yo acabaré de preparar la cena. Ha sobrado tanto del almuerzo, que en realidad no es necesario hacer nada. Serás de más ayuda cargando cosas arriba y abajo y, después de todo lo que has cocinado y limpiado hoy, te mereces olvidarte un poco de la cocina. Sé que Mick y tú queréis ir a lo de las danzas escocesas esta noche. Tened cuidado no le rompáis el brazo a nadie al bailar
El duque de Perth
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