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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (11 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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La familia pasó largo tiempo sin noticias suyas. Trokic lo vio una sola vez en casa de unos primos de Milán con los que se alojaba. Con motivo de su visita les llevaba una bolsa repleta de manjares que sabe Dios de dónde habría sacado, aunque a Trokic le constaba que; los soldados hacían muchos negocios entre ellos. Su amigo, entre tanto, había ido ascendiendo hasta llegar a oficial, tenía un bonito número de subordinados y parecía bastante obsesionado con la mala situación del ejército.

Ni siquiera entonces observó en él nada fuera de lo corriente.

Crecer en Dinamarca entre tipos muy poco respetuosos con la ley no le había preparado. La guerra había terminado un año atrás y Trokic, que había perdido en ella a un padre y un hermano, necesitaba compartir su dolor con alguien que los hubiera conocido. En su primera visita tras el conflicto, le preguntó a su primo qué había sido de Milán y no obtuvo más que evasivas. Sin entender nada, acudió a su prima, cuya críptica respuesta fue que los hombres lobo eran personas que la mayor parte del tiempo se comportaban con normalidad. Finalmente recurrió a un viejo amigo de la familia que regentaba un bar muy frecuentado, un barracón de madera situado a las afueras de la ciudad en el que habían pasado juntos muchos ratos.

Le llamaban el hombre lobo de Medvednica y había pruebas de sobra. Su trabajo como oficial le había colocado en una posición de fuerza que sacó a la luz otra parte de su ser. Decían que existían testimonios y vídeos de miembros del ejército próximos a él que confirmaban que cargaba en la conciencia con al menos tres ejecuciones llevadas a cabo con sus propias manos. Fue una de las pocas ocasiones en su vida en que Trokic se sintió emocionalmente lisiado. No por Milán, sino porque acababa de perder la fe en los demás.

Llamaron a la puerta. Suponiendo que se trataba del vecino, que venía a quejarse de que aún no había podado el seto, se levantó despacio y fue a abrir. En el umbral, sin embargo, apareció Lisa; llevaba una ligera blusa floreada de gasa y se protegía el cuerpo con los brazos del frío de la noche.

—¿Hola? —la saludó.

Ella hizo una mueca insegura y le tendió unos papeles que sostenía en la mano.

—¿Molesto? Es un poco tarde.


No problem.
Pasa.

Entró en el corto pasillo y se quitó los zapatos.

—Qué simpático.

Trokic siguió su mirada hasta la gata, que jugueteaba con un trozo de salchicha por el suelo. Le dio en la nariz que aquello ponía fin a su cena. Los robos de comida eran moneda corriente por allí.

—Es Pjuske.

—Se me ocurrió pasar a traerte estos papeles de camino hacia casa. He estado un poco liada… antes no he podido.

—Ah, y ¿quieres un café o prefieres cerveza?

—Nada, gracias, ya me he tomado una cerveza con Jasper y voy para casa. También quería que supieras… —cogió aire sin dejar de frotarse la muñeca— que al principio me sentía un poco ninguneada, con lo del ordenador y sin compañero.

El comisario se pasó la mano por el pelo mientras sopesaba lo que iba a decir.

—Mi trabajo consiste en ocuparme de sacarle el máximo partido posible a nuestros recursos, sobre todo ahora que estamos bajo tanta presión. No podem…

—Lo sé. Iba a añadir que me alegro de que se me haya dado la oportunidad de trabajar en algo con más chicha que los ordenadores. Los interrogatorios, por ejemplo…

Se produjo una pausa mientras Trokic pensaba.

—Podrías tener a Jacob de compañero. Hasta ahora siempre ha trabajado solo… los del NEC no podían prescindir de más gente… y yo soy el responsable de que rinda al cien por cien. Tú también podrías aprender mucho de él.

—No suena mal, gracias.

Parecía satisfecha, porque cambió de tercio y empezó a mirarlo todo hasta detenerse frente a la foto de una ciudad que ocupaba casi todo el lateral de uno de los armarios de la cocina.

—¿Eres de ahí? —se interesó.

—Yo soy de aquí —se pasó la mano por el pelo—, pero ésa es la ciudad donde vivía mi padre.

Lisa ladeó la cabeza y la observó más de cerca.

—Parece un sitio agradable. Con unas adelfas muy bonitas… me encantan.

Luego apartó la mirada.

—Será mejor que me marche. Eso es un informe con un anexo sobre lo que he encontrado hoy en el ordenador. Gracias por todo.

Se dejó caer en el sofá pensando que su decisión de emparejar a los dos inspectores había sido acertada. A Jacob le gustaría Lisa, seguro. La misma edad, el mismo sentido del humor. Se alegraba de la llegada de Jacob.

Al principio no tenía nada claro dónde se encontraba. Estaba rodeado de luz, demasiada luz. Por arriba se filtraban los rayos del sol entre un enrejado de árboles para luego caer sobre el suelo nevado. A la izquierda se intuía la laguna, cubierta de hielo y rodeada de eneas afiladas por la escarcha. Detrás de él había alguien, percibía un ruidito apenas audible y un débil olor a heces; el sonido de unos arañazos. Se estremeció. Tenía la ropa completamente pegada a la piel. De pronto, la nieve empezó a moverse, delante, a su alrededor, se levantaba en gruesos grumos en todas las direcciones, y no era la primera nevada del año, sino conejos, millares de conejos cenicientos que serpenteaban hacia la laguna en larguísimas hileras. Trató de coger aire y aquellos animalitos envueltos en pieles se volvieron hacia él mostrando sus afilados dientecillos. Tropezó con el primero que tenía delante y sintió cómo le partía una vértebra al pisarlo. Sus ojos le observaban candentes desde sus órbitas y el clamor de sus bufidos iba en aumento.

Bajo un cielo ahora lleno de nubes rosas y grises, intentó echar a correr por entre los conejos, pero cayó sobre sus helados pellejos de ceniza en el bosque blanco y sus gritos se convirtieron en un estruendo mientras la oscuridad y un repiqueteo le iban rodeando con su urdimbre.

Se despertó con un fuerte sobresalto. Sobre la manta que le tapaba había papeles, informes del caso, diseminados por todas partes. Consultó el reloj de forma mecánica; eran algo más de las once, había dormido tres cuartos de hora. Se sentó y atrapó un montón de papeles que iban de camino al suelo. Sobre la mesa había una botella de vino tinto a medias. Las sienes le latían con violencia y tenía la espalda recubierta de un sudor frío. Algo le había despertado, un ruido. Trokic movió la cabeza de un lado a otro. Aún veía a aquellos animales cenicientos por el suelo, por los rincones, debajo de la mesa. Se restregó los ojos y alargó la mano en busca de su tabaco. Poco a poco la imagen de los conejos se fue desvaneciendo y el suelo volvió a ser suelo. Otra vez ese ruido. El teléfono.

Era Agersund.

—Hay algo muy raro en esa laguna —dijo—. Han llegado los resultados del análisis de la cicuta y tenías razón. Hay muchas probabilidades de que el ramito seco del pecho de Anna Kiehl saliera de entre las plantas que crecen junto al agua.

—¿Tú crees que el arma homicida está ahí?

—Es una opción. Nuestro hombre conoce la zona, esas plantas están cortadas hace tiempo; quizá en verano, o incluso hasta en primavera. Eso quiere decir que suele ir por allí. Vamos a mandar un equipo de buzos, quiero saber qué hay en esa laguna.

Capítulo 22
Martes 24 de septiembre

Los meteorólogos habían prometido un último destello de verano, un último intento desesperado de cerrarle las puertas al invierno, pero tuvo ocasión de comprobar que no parecía ser sino uno más de sus espejismos. Más allá de la ventana del despacho se extendía una niebla saturada que se aplastaba contra el suelo.

—No estamos muy bien vistos en los dominios del guarda forestal —dejó caer Agersund mientras tomaba el café de las ocho y media con Trokic.

—A nadie le entusiasma que le revuelvan la charca. No te imaginas la cantidad de nombres de bichejos, al parecer todos ellos de vital importancia, del mundo de los insectos y zonas de apareamiento de las más misteriosas especies de aves que nos soltó.

No me quedó más remedio que aguantarme. Pero acabo de hablar con los de Falck y sus buzos se han puesto ya manos a la obra. Cruza los dedos para que aparezca nuestra arma y un par de cositas interesantes más de propina para que por lo menos salga algo útil de toda esta devastación nuestra.

—¿Cuánto van a tardar?

—Uf, no saben con seguridad si podrán acabar hoy.

Se quedó observando la minicadena de Trokic, donde sonaba Rammstein.

—Esa música tiene que ser obra del diablo, deberías ir a que te viera un psicólogo. Y a propósito de psicólogos, ¿cómo andamos de pirados?

—Un par de ellos —le informó el comisario—. Pero los dos han dado cuenta de sus idas y venidas y han presentado coartadas que a primera vista parecen sólidas.

—Y Tony Hansen ha salido pitando y no hay quien le encuentre. O sea, que no vamos a ningún sitio, ¿no?

—Tenemos la relación entre Anna Kiehl y ese investigador desaparecido, Christoffer Holm. Estamos intentando llegar al fondo de la historia.

Había llamado una vez más, sin éxito, al móvil de Holm con la poco real esperanza de que no siguiera desconectado. Estaba convencido de que aquellos pelos tenían que significar algo, de que el neuroquímico había pasado recientemente por el lugar de los hechos y sus inmediaciones, y quería saber por qué. Agersund se pasó una mano por el cabello canoso.

—Ese símbolo que apareció dibujado en la agenda de la víctima lo utiliza, según Jacob, una secta de la zona. Se hacen llamar la Orden Dorada.

—Dios nos proteja —exclamó Trokic.

—Habrá que mirarlo. ¿Algo más?

Se bebió el café a sorbitos y derramó un poco en la mesa. El comisario le lanzó una mirada de indignación.

—Dos mujeres han llamado para notificar que sus maridos no pasaron en casa el sábado por la noche —anunció.

Agersund sacudió la cabeza. Cada vez que tenían un crimen sobre la mesa empezaban a llamar mujeres denunciando a maridos y padres.

Si a eso le sumaban la cantidad de psicópatas que se plantaban en comisaría y presentaban una confesión completa con el mayor de los convencimientos, siempre acababan dedicando una parte considerable de sus recursos a investigar callejones sin salida.

—Comprobadlo —suspiró—. Por cierto, me han contado un chiste.

Trokic garabateó una nota en el periódico que tenía delante.

—Pues suéltalo.

—Si en realidad no quieres oírlo —contestó su jefe con un tono herido.

—Es que no tengo sentido del humor.

—Eso es verdad —gritó Jasper, que en ese momento pasaba por delante de la puerta.

—Pero hombre, todo el mundo tiene algún tipo de sentido del humor —señaló Agersund.

—Daniel no.

—Voy a ir a echar un vistazo a eso de la secta —dijo Trokic.

El trabajo de oficina, que cada vez ocupaba mayor parte de su tiempo, le parecía una camisa de fuerza. Necesitaba estar solo.

—Cuidado con ellos —replicó Agersund con un guiño—. Esos tíos suelen estar más chalados que los internos de todos los loqueros del país juntos.

Capítulo 23

La casa estaba situada en una de las bocacalles que morían en la linde del bosque. Era uno de esos chalés setenteros de dos pisos que destacaba en medio del primor tan danés que lo rodeaba, con su impúdico jardín de césped agostado y sin cortar y sus arbustos revueltos y enmarañados. Tenía el hastial pintado de un soso tono ocre parcheado de tanto en tanto con un poco de pintura de otro color, las ventanas estaban casi opacas de porquería y el lugar resultaba cualquier cosa menos acogedor. Se estremeció.

Le abrió la puerta un tipo calvo de cuarenta y muchos años ataviado con unos vaqueros oscuros de campana, jersey naranja tejido a mano y zuecos. Estaba pidiendo a gritos un buen corte de uñas y le colgaba del cuello una cadena de metal con el mismo símbolo que habían encontrado dibujado en el papel de la casa de Anna Kiehl.

—Buenos días —le saludó el tipo recorriéndole de arriba abajo con la mirada.

—Comisario Trokic —se presentó tendiéndole la placa.

Por detrás de la entrada alcanzó a ver el salón; varios hombres y mujeres tonsurados deambulaban en silencio por una realidad de fabricación propia.

—Hanishka —dijo el otro, que observaba la placa boquiabierto—. ¿Daniel? Buen nombre.

—Tengo algunas preguntas en relación con un asesinato cometido este fin de semana.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Necesito ciertos datos.

Hanishka terminó de abrir la puerta por toda respuesta y Trokic le siguió hasta el vestíbulo, un pequeño rectángulo con un linóleo de cuadros muy de los ochenta.

—Haz el favor de descalzarte —le conminó Hanishka en un tono que no admitía discusiones.

Se quitó los zapatos negros y le siguió a pasitos pequeños por el frío suelo hasta una cocina en la que se hacía patente el uso de muchas personas: hordas de tazas apiladas alrededor del fregadero y un peculiar olor que le trajo a la memoria el pienso de los conejos. Sintió un escalofrío al recordar la pesadilla de la noche anterior. Una mujer morena que, descalza junto a la mesa, partía zanahorias no se molestó siquiera en levantar la vista cuando entraron a perturbar su paz. Se preguntó qué pensarían los vecinos de aquella mácula en la uniformidad de su barriada de aligustre y si el buzón de la secta estaría a reventar de invitaciones a las fiestas vecinales que celebraban todos los años con albóndigas y cánticos.

Estaban organizados en torno a Hanishka y tenían su origen en la interpretación de la Biblia. Así habían surgido muchos de los grandes movimientos sectarios: un individuo carismático estudiaba la Biblia y, poco a poco, se iban sumando cada vez más discípulos, según les explicó Jacob. ¿Tendría Anna Kiehl, una pensadora independiente de fuertes convicciones políticas, una antropóloga, alguna relación con aquella gente? Le costaba creerlo. Debía de tratarse de un tema de estudios, o quizá la secta se hubiera cruzado de algún modo en su camino.

—No somos más que una pequeña parte de un gran rebaño cuya fuerza va creciendo día a día por el mundo —anunció Hanishka tras ofrecerle una infusión de olor nauseabundo—. Estudiamos la Biblia y procuramos conservar nuestra pureza, y creemos que la palabra de Dios ha de ser entendida en su contexto.

—¿Un poco al estilo Testigos de Jehová? preguntó Trokic mientrasse aventuraba a darle al brebaje unos sorbitos y preguntándose si estaría ofendiendo al hombre que tenía delante. Pero aquel autoproclamado apóstol de mediana edad se limitó a menear la cabeza.

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