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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (9 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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Se sentó frente al ordenador y empezó a jugar al buscaminas en el nivel de experto para dejar el cerebro en blanco antes de irse a dormir. Llevaba dos meses echándole un pulso a su sobrina y esa cría desquiciante iba ganando con ciento cuarenta y seis segundos frente a sus ciento setenta y dos. Flossy Bent P. se había quedado dormido al fin en su percha después de gritar
fuck
en un sinfín de combinaciones, especialmente «.¡fuck, qué chachi!», hasta que le amenazó de muerte y le abrió la ventana, cosa que sabía que el animal detestaba.

Estaba agotada, arrepentida de haber abierto una botella de vino y haberse bebido la mitad y, fundamentalmente, infinitamente harta de que un anticuario de Copenhague le diera largas. Se dejaría melena, adoptaría un estilo de vestir menos llamativo y, a partir de ahora, no contaría en las primeras cuatro citas que era una
friki
de los ordenadores y, para colmo de males, de la policía.

—No pienso aguantarlo más —dijo en voz alta media hora más tarde al deslizarse hasta la seguridad de su edredón sin saber exactamente qué era eso que no pensaba seguir aguantando. Finalmente se acurrucó en su postura favorita y estaba a punto de taparse la cabeza cuando volvió a oír el teléfono. Dejó que sonara cuatro veces mientras sus maldiciones retumbaban por todo el dormitorio. Volvió al salón y arrancó el auricular de su soporte.

—Y ahora ¿qué?

—Vaya… —podía oírle sonreír—, estás al quite, ¿eh? ¿Qué, pegadita al teléfono esperando mi llamada?

¿Por qué la llamaba de repente para hablar del caso por entregas? Podría probar con otro, ¿no? Supuso que nadie más le contestaría.

—Me he pasado a echar otro vistazo hace media hora.

Su voz sonaba agitada.

—¿Y?

—Tenía los resultados de los técnicos encima de la mesa, por lo menos los que hay hasta ahora. Como fui yo quien encontró el pelo del collar junto a la laguna…

—Sí, sí, eso ya lo hemos visto. Kurt me ha dicho que no era de la chica. ¿Qué pasa ahora?

—Pues no, no era, pero alguien de ADN se ha dado mucha prisa y ha mandado un fax esta misma noche, y al introducir los datos en el sistema me ha salido una coincidencia.

Parecía que acababa de tocarle un premio que no sabía en qué consistía y con el que no tenía la menor idea de qué hacer.

—¿Tú que piensas?

—Mañana por la mañana vamos a hacer un viajecito. Sé de quién es ese pelo.

Capítulo 18
Martes 23 de Septiembre

Equinoccio. Eran las diez menos veinte cuando se detuvieron frente a la pequeña granja desmantelada a la que les habían conducido aquellos pelos, a las afueras de un pueblecillo a cien kilómetros en dirección sur. Para Trokic era un alivio salir de la comisaría, que era un auténtico caos.

En el transcurso de la noche, un hombre de cuarenta y tres años había disparado contra su ex mujer en uno de los suburbios del oeste de la ciudad y a un antidisturbios le habían pasado el soplo de una inminente operación con cocaína en el pueblo de al lado y había que organizar una redada en colaboración con la policía local. Como si anduviesen sobrados de tiempo. Y, por si fuera poco, una repugnante droga de diseño nueva llamada kamikaze estaba haciendo furor entre los chavales más jóvenes y dos de ellos habían perdido el norte bajo sus efectos esa misma noche. Implicados y familiares hacían sonar ininterrumpidamente el teléfono del despacho de Agersund, que mesándose los cabellos por pasillos y corredores daba rienda suelta a su más amplio surtido de improperios mientras los remitía a su superior, se quejaba de tener que lidiar con centenares de miles de ciudadanos y procuraba estirar al máximo los pocos recursos disponibles.

Pero Trokic había dado con la pista más interesante de las reunidas hasta el momento, un nexo de unión con Anna Kiehl, un conocido de la víctima que había estado a escasa distancia del escenario del crimen.

La casa estaba habitada por una mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Al parecer vivía sola en la granja, rodeada de pinos y de campos repletos de caballos islandeses. El tiempo no había mejorado a lo largo de la noche y en el horizonte se veían unos amenazadores nubarrones con un sinfín de matices que iban desde el gris al negro. Un lugar apartado, solitario.

A Trokic le sorprendió que una mujer como Elise Holm hubiera ido hasta allí a esconderse, en tierra de nadie. Llevaba un jersey de angora en tonos lilas con las mangas muy amplias y, a pesar de su aspecto casero y natural, la encontró de inmediato de su agrado. Los músculos del rostro le temblaban al servirles café soluble, mandarinas y galletas de chocolate mientras se disculpaba por no tener en casa nada más. Se embarcó en la tarea de pelar uno de los cítricos de la fuente que había sobre la mesa haciendo que se extendiera por el saloncito un aroma a Navidad bastante fuera de lugar.

—Como le comenté por teléfono —arrancó—, la cuestión es que al investigar el asesinato de una mujer hemos encontrado unos cabellos que creemos que podrían tener relevancia. Por esa razón los hemos sometido a un análisis de ADN; he estado cotejando los resultados con los de otros casos y resulta que esos cabellos pertenecen a su hermano, de modo que nos interesaría que nos dijera dónde se encuentra.

La casa estaba sumida en un singular silencio.

—Si no sé nada de Christoffer —dijo ella preocupada—. ¿Y qué es eso del ADN? No sabía nada. ¿Es que van por ahí haciéndole pruebas de ADN a todo el mundo?

Unas ocho semanas antes, Elise Holm había denunciado la desaparición de su hermano Christoffer Holm, de treinta y siete años, que tras asistir a una conferencia de neuroquímica en Montreal había dejado de contestar al teléfono, no abría la puerta de su casa y no acudía a las citas que tenía concertadas. Revisando su expediente durante la víspera, Trokic había tropezado con el nombre de Anna Kiehl. Era el primer hombre relacionado con la víctima cine encontraban; la joven había sido interrogada por la policía local en relación con la desaparición de Holm. Había declarado que eran novios, que estaba segura de que le había ocurrido algo y que era muy improbable que hubiera decidido dejarlo todo por voluntad propia. Christoffer Holm debía de ser ese novio del que hablaba la hermana de Mik Sørensen.

—Ahora mismo no podemos decirle nada concreto. La policía solicitó su perfil genético porque poco después de que denunciaran su desaparición se encontró un cadáver calcinado sin identificar. La verdad es que estábamos completamente convencidos de que era él, encajaba a la perfección con los pocos rasgos físicos disponibles.

Trokic había revisado a conciencia el informe del investigador desaparecido. Las primeras pistas conducían hacia un pequeño avión de Maersk Air con destino a Kastrup cuatro días antes del señalado para reunirse con la hermana para celebrar su cumpleaños. Tras vanos intentos de dar con él, ésta consiguió entrar en casa de Holm, pero no encontró nada. Algunas llamadas a varios pasajeros del mismo avión realizadas más adelante desvelaron que no había hablado con nadie en el vuelo de vuelta y que una vez en el aeropuerto nadie había reparado en él.

Cuando la policía descubrió que dos semanas antes había dejado su empleo en el departamento de investigación del hospital y que además se le consideraba un hombre espontáneo y apasionado, supuso que o bien no deseaba que le encontraran o había sufrido un accidente del que aún no tenían constancia, ya que se había hecho uso de su tarjeta de crédito en distintos puntos de la capital. Transcurrido un mes, el caso, por lo tanto, quedó archivado, aunque con muchos cabos sueltos.

—¿Cómo que lo solicitó? —preguntó Elise Holm.

—Como nuestros colegas no conseguían hacerse con una ficha dental, se recurrió a material genético de su apartamento, con lo que se excluyó que pudiera tratarse de su hermano. El vecino les abrió con su llave.

Le explicó también que dos días antes habían encontrado el cadáver de Anna Kiehl y que, al parecer, el móvil de Christoffer estaba bloqueado por falta de pago. La compañía les había confirmado, además, que no había señales de que lo hubiera usado una vez de regreso en su país. Trokic suponía que se habría quedado sin batería durante el vuelo de vuelta.

—Tenemos un crimen en un sitio y a pocos pasos varios pelos de una persona desaparecida que conocía a la víctima. Es imposible que sea una casualidad.

Elise Holm enarcó las cejas.

—No estoy segura del todo, ha estado con muchas, pero la última vez que vino por aquí habló lo suyo de una. ¿Es estudiante?

Trokic asintió.

—Vale, entonces debe de ser ella. No suele hablar de esas cosas, así que… He de admitir que no me acuerdo demasiado bien. A veces pasamos meses sin vernos.

—¿Qué carácter tiene?

—¿Christoffer? Es muy mirado. Muy inteligente. Muy ambicioso. Un tipo un poco rebelde.

Hablar de su hermano pequeño le suavizaba los rasgos.

Lisa cogió la fotografía en color que sostenía Trokic y observó al investigador desaparecido. Tenía un punto hippie, parecía más bien la clase de persona que uno se imagina de noche en la playa con una tabla de surf junto a una hoguera y no en un laboratorio rodeado de científicos. Tenía una melenita medio rubia y unos ojos azules y risueños. Coqueteaba con la cámara. Llevaba en la muñeca una de esas pulseras que se usan en festivales y conciertos al aire libre. Tenía un aspecto indómito. «Está que te cagas», pensó.

—No tengo más remedio que preguntarle si le cree capaz de cometer un crimen como éste —dijo Trokic.

Elise Holm le lanzó una mirada tan incrédula como si acabara de plantarle un marciano encima de la mesa.

—No way.

Los dos policías intercambiaron una mirada.

—Muy bien, pero ¿tiene alguna idea de por qué nunca volvió de su viaje? —preguntó Lisa.

La mujer movió la cabeza de un lado a otro.

—Iba de vez en cuando por motivos de trabajo y, además, tenía allí a varios antiguos compañeros de la carrera y colegas, pero eso es todo.

—¿Sabe cuál era el tema de la conferencia de Montreal?

—Solo sé que se trataba de un gran acontecimiento que esperaba con muchísima ilusión. Iba a presentar su libro.

—Ese dato no figuraba en el informe —aseguró Lisa, espabilando de pronto y apartando un mechón rebelde de su pálido rostro—. ¿Qué libro es ése?

—Se llama La zona química.

—Ya decía yo que no era la primera vez que oía el nombre de Christoffer Holm. Anna Kiehl tenía ese libro —y volviéndose hacia Trokic añadió—: Es el libro que su amiga dejó en el buzón el sábado por la tarde. ¿Trata sobre los psicofármacos?

Elise volvió a asentir.

—Era uno de los temas que iba a tratar allí —explicó—. Tiene muchas dudas en lo que al uso de antidepresivos en el tratamiento psiquiátrico se refiere. Por una parte están los resultados de las investigaciones que él mismo lleva a cabo a nivel internacional…

—¿Las investigaciones en el hospital?

—Exactamente. Por otra, le preocupa el desarrollo, los efectos secundarios y los efectos a largo plazo. Esa dualidad es el tema que aborda en La zona química. Ha intentado poner al alcance de los profanos en la materia los resultados de las investigaciones y los últimos descubrimientos al respecto, tanto si están a favor como en contra.

Lisa echó un vistazo al reloj y se lo mostró a Trokic.

—Reunión a la una.

Tenían que revisar los resultados provisionales del forense.

—Lo sé —dijo él—. Sólo una cosa más.

Consultó su libreta.

—Ya que investiga esas cosas… ¿le ha oído hablar alguna vez de una empresa farmacéutica que se llama Procticon?

—No, que yo recuerde.

Trokic se acabó el café, se guardó una galleta de chocolate en el bolsillo, vigilado por una mirada reprobatoria de Lisa, y le pidió a Elise Holm que se pusiera en contacto con ellos si tenía noticias de su hermano o recordaba algo más. Les acompañó.

—¿Quiere decir que me llamarán si saben algo de él? Debo decir que no encuentro a la policía muy comunicativa. El fin de semana pasado entraron a robar en casa y nadie me dice nada de cómo va el caso. Una cosa muy rara, por cierto, porque no faltaba nada. Supongo que por eso les da más o menos igual.

—Le aseguro que no les da igual en absoluto, pero estamos todos desbordados. Y la avisaremos si averiguamos algo más de su hermano, por supuesto —dijo Lisa.

—Díganle que me llame.

—No se preocupe. Vive usted en un sitio muy bonito. ¿Cría caballos?

—Sí, ahora mismo tengo unos veinte. Pero es un mal negocio. A Christoffer le gusta venir a dar una vuelta de vez en cuando y nos pasamos casi todo el día montando.

Sonrió ensimismada.

—No nos ha dicho gran cosa.

Trokic aceleró en el carril de acceso a la autopista, feliz de estar de nuevo al volante.

—A lo mejor deberíamos dedicar más efectivos a localizar a Tony Hansen —comentó Lisa—. Estoy segura de que esconde algo.

Pisó el acelerador un poco más a fondo con cierta frustración. Su personal ya trabajaba a pleno rendimiento y había que establecer un orden de prioridades. Al mismo tiempo, habían recibido órdenes de arriba y antes de que terminara el año tenían que poner fin a la costumbre de compensar las horas extras con tiempo libre, una disposición completamente absurda que hacía imposible cualquier tipo de planificación.

—¿Podrías buscar el nombre de Christoffer Holm en la parte borrada del ordenador? —preguntó en lugar de contestar a su pregunta.

—Claro. En cuanto vuelva a tenerlo delante.

—Por ahora no podemos hacer mucho más —concluyó pensando en voz alta.

El móvil de Trokic empezó a vibrar y danzar por el reposabrazos que los separaba.

—Cógelo, por favor.

Era Agersund. Lisa escuchó un momento, colgó y transmitió su breve mensaje:

—Quería saber dónde coño nos habíamos metido y recordarnos la reunión. Estamos listos para reconstruir el último día de la víctima.

Capítulo 19

Habían metido a una persona más a presión en el despacho y Jasper tuvo que sentarse en el suelo para que cupieran todos. Por primera vez desde que trabajaban juntos, Lisa vio una enorme sonrisa dibujada en el rostro de Trokic; acababa de descubrir a un agente algo más joven, de unos treinta y tantos años. Supuso que sería de la Móvil.


Zdravo!
¡Jacob! —exclamó dejando el informe de la autopsia encima de la mesa—. Hacía meses que no pasabas por aquí. ¿Cuándo fue la última vez?

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