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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (10 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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El inspector Jacob Hvid, aquel hombre de pelo rubio y aspecto reservado, quizá hasta tímido, se acercó a darle una amistosa palmadita en el hombro. Llevaba unos vaqueros claros y una sudadera blanca con capucha y el número doce por la parte delantera. Moda urbana.

—Agersund me ha mandado llamar. Hará ya tres o cuatro meses de la última vez, pero supongo que no te acuerdas muy bien porque tratas de borrar de tu memoria la paliza que te pegué al ajedrez.

Su nuevo hombre había dedicado toda la mañana a familiarizarse con los documentos del caso, repasar los detalles con Jasper y los técnicos y visitar la escena del crimen.

—Imagino que ya habréis considerado que podría tratarse de algo ritual —apuntó—. El bosque, la cicuta, la posición del cadáver. Un lugar muy bonito. Este país está plagado de chiflados, satanistas y vete tú a saber cuántos estilos de vida alternativos más.

Se inclinó hacia delante.

—La primavera pasada le hicimos una visita a la policía de Gotemburgo… ellos también tuvieron un crimen de lo más curioso. Al asesino lo cogieron en junio, un psicópata de cuidado. Había ofrecido a la mujer en sacrificio a Idhunn… ya sabéis, la diosa de la juventud de la mitología nórdica. Aparte de abrirla en canal, le metió una manzana en la boca para darle la eterna juventud. Y encima el tío decía que le había hecho un favor…

—No es que no esté de acuerdo contigo —intervino Lisa con una sonrisa cauta—, pero conviene tener presente que todo ese simbolismo podría no ser más que una cortina de humo para ocultar un móvil más banal. Y tenemos un sospechoso que ha estado condenado por…

—¿Tenemos bajo control lo del ritual? —la interrumpió Agersund mirando a Trokic—. ¿Y habéis comprobado todas las posibilidades de psiquiátricos, libertad condicional, etcétera?

—Danos más efectivos y lo mismo hasta aprendemos a volar —contestó él poniéndose a la defensiva—. Lo que sí hemos encontrado es un papel en su agenda con un símbolo que podría estar relacionado con alguna religión. Desde ese punto de vista sí, podría tratarse de algo ritual, pero es difícil. La víctima estudiaba sociedades tribales del interior de África. Vamos, que puede ser cualquier cosa. En mi opinión, lo de Christoffer Holm resulta mucho más evidente.

—Déjame echarle una ojeada —dijo Jacob— que igual lo he visto antes. Conozco casi todos los nuevos movimientos religiosos de aquí a la frontera.

—Me ocuparé de que tengas una copia —aseguró el comisario.

Le dio una palmada en el hombro. Lisa era incapaz de apartar la vista. Por un instante había vislumbrado un aspecto completamente nuevo de su jefe: su inmensa alegría.

—Me alegro de verte.

Jacob sonrió.

—Lo mismo digo.

Trokic anotó varios puntos en la pizarra y, a partir de los informes del forense y los técnicos, fueron plasmando lo que sabían de la vida de Anna y lo que había hecho en su último día:

Veintisiete años, criada con sus padres en la ciudad. Tuvo una infancia aparentemente normal y en su juventud militó en movimientos de izquierda, además de comportarse como cualquier otra adolescente. Después del bachillerato ingresó directamente en el Departamento de Antropología y Etnología, donde conoció a su primer novio, Poul, con el que tuvo un hijo, Peter. La relación no tardó en romperse y, cuando él se marchó, Anna asumió su nuevo papel de madre soltera con la mayor de las calmas y alternó los estudios con el trabajo.

La relación con los padres, sin embargo, empezó a deteriorarse con el tiempo y no se veían mucho, sobre todo una vez que se trasladaron a un lugar más alejado. Muchos de sus amigos y conocidos vivían en la otra punta del país a causa de sus estudios y eran pocos los que estaban al día de lo que ocurría en su vida.

La gente la consideraba una persona reservada a primera vista, pero que no tardaba en abrirse. Nadie tenía nada que reprocharle a su ética profesional. Decían que era una buena madre que pasaba mucho tiempo con su hijo; siempre que era posible lo llevaba consigo al trabajo. Incluso a la universidad. Varias personas se habían referido a su buen humor y a su pasión por las bromas. En los últimos tiempos, sin embargo, no habían tenido demasiadas noticias de ella, y las pocas veces que llegaron a recuperar el contacto la encontraron más seca y algo deprimida.

No había sido tarea fácil rastrear sus idas y venidas del último día, que parecía bastante normal. Por la mañana la vieron con su hijo en una zona de columpios situada a medio kilómetro de su domicilio. Allí saludo un momento a otra mujer que vivía en su mismo bloque y a su hija. Un recibo encontrado en un cajón de la cocina demostraba que a las 11:34 horas había ido con su hijo a comprar leche a la gasolinera.

Hacia la una estaban ya de vuelta, porque Anna llamó a su madre para pedirle disculpas por una pequeña discusión que habían tenido la noche anterior. Después parece probable —según declaraciones de esta última— que estuviera escribiendo un artículo para una revista de antropología. Su última comida consistió, según el forense, en lasaña y un poco de helado de postre y con toda probabilidad tuvo lugar alrededor de las seis.

Acostó a Peter inmediatamente después.

Hacia las siete salió a correr. No había sido posible determinar con exactitud qué recorrido siguió, pero se encontró con su destino en la parte occidental de una de las pistas forestales, Ørneredevej. Allí la asaltaron y le cortaron el cuello desde atrás con un movimiento rápido. O al revés, en ese punto no estaban del todo seguros. La muerte fue instantánea.

Según las investigaciones de sus técnicos, inmediatamente después la llevaron a rastras por el bosque dejando un reguero de sangre que conducía hasta el lugar donde la encontraron.

Agersund dio un golpe en la mesa con el bolígrafo.

—¿Y el niño? —preguntó.

—¿Qué pasa con el niño?

Trokic entornó los ojos.

—Quizá deberíamos mandar a una de las chicas a ver si podemos sacarle algo. Si hubo alguien en ese apartamento…

—Mira, el psicólogo y el médico han dicho que no se le fuerce a nada. Está prácticamente catatónico y no ofrecen garantías de lo que pueda pasar. Los dos dicen que hay que esperar.

—¿Y no podemos ignorarles?

—Joder, que tiene tres años, acaba de perder a su madre y no conoce a su padre. Sus abuelos aseguran que no ha dicho ni mu desde que entramos en el apartamento.

Trokic sentía un peso en el estómago.

—No puedes estar hablando en serio —añadió Lisa.

Agersund se revolvió.

—Pero ¿y si…?

—Si quieres interrogar a ese niño, tendrás que hacerlo tú y asumir las consecuencias —replicó Trokic.

Se produjo un embarazoso silencio.

—Aja —claudicó el jefe.

Ya era de noche cuando Trokic atravesó la ciudad en dirección a su casa. Recorrer esas calles equivalía a hacer un viaje en el tiempo hasta su pasado en los antidisturbios, un turbio mosaico de labios partidos, vómitos, improperios y cuentos chinos al que había que sumar el mudo gemido de los lavabos públicos, las jeringuillas abandonadas, los espejos rotos y las chinas de hachís. Era un bosque de edificios, una simetría y un caos que ocultaban la ruina en que había vivido y habitado casi toda su existencia.

Ahora esa ciudad parecía abatida. El tránsito hacia la tarde le corroía. Algo no cuadraba y él seguía firmemente convencido de que en ese apartamento había ocurrido algo más. ¿A quién había visto el achispado vecino de enfrente a altas horas de la noche? Y ¿cómo encajaba el investigador Christoffer Holm en todo aquello?

Capítulo 20

Lisa estaba al fin de vuelta frente al ordenador de Anna Kiehl una vez satisfecha el hambre de informes de Agersund y contestadas todas las llamadas telefónicas. «Ya era hora», pensó. Encendió de nuevo el aparato e inició el programa de recuperación de datos. El nombre de Christoffer Holm no aparecía en ninguno de los mensajes que había encontrado hasta el momento, pero, habiendo sido novios, tenía que haber algo. Tecleó el nombre y esperó. Cuatro coincidencias. Abrió la primera.

Podía ser cualquier cosa, a primera vista nada interesante. Abrió la siguiente. Esta vez sólo aparecía la dirección en medio de un montón de códigos y no tenía la menor idea de su origen. Decepcionada, abrió la tercera. Nuevo mensaje. Sin fecha, aunque éste tenía un poco más de miga. Todo lo que pudo sacar en claro fue: «No le des más vueltas, yo me ocupo de eso. Me arrepiento enormemente de haberlo siquiera pensado, pero ahora tengo que salir de este lío yo solo. Si la cosa sigue, tendré que cambiar de número de teléfono. Vamos a olvidarnos del tema. Nos vemos luego. Un beso. Christoffer».

Observó aquellas palabras y trató de imaginar qué podía haberle llevado a considerar la posibilidad de cambiar de número. No era algo que se hiciera sin más ni más. ¿Le estarían acosando?

Abrió la siguiente coincidencia, también sin fecha. «Claro, no hay problema. Se lo llevo a Elise. No es que no quiera dejarlo en tu casa, es que me parece una tontería, nada más. Luego paso a buscarte. ¿Te he contado que ya están hechos los trípticos del libro? Han quedado genial. Estoy deseando llevármelos a la conferencia.»

De nuevo asuntos privados que sólo conocían ellos. Necesitaba más, a simple vista aquello no tenía ningún sentido. Molesta, chasqueó la lengua, empezó a imprimir lo que había encontrado y se estrujó el cerebro para hallar nuevos modos de sacar algo más de aquel ordenador. Sabía que tenía que haber más fragmentos diseminados por ahí que no era capaz de localizar porque las líneas de «De» y «Para» estaban sobrescritas. Quizá, si se le ocurriese alguna clave, pudiera dar con ellas.

Jasper entró y se dejó caer en la silla de al lado.

—Estaba pensando… —comenzó—. ¿Es muy complicado hacer lo que haces?

—¿A qué te refieres?

—Verás, el caso es que hace algunas semanas le vendí mi viejo portátil a un estudiante.

—Muy poca gente sabe que se pueden hacer estas cosas. Pero eso sí, una vez que lo sabes no suponen demasiado problema.

—Era un estudiante de informática.

A Lisa se le escapó una risita.

—Pues entonces espero que no tuvieras nada demasiado jugoso que no quieras que vea nadie. Y que el tipo al que se lo has vendido no sea muy curioso —se burló.

El joven agente se sonrojó.

—Pero formateé el disco duro. Así no se puede encontrar nada, ¿no?

—Depende de lo curioso que sea. No basta con formatear. Así lo único que haces es decirle al sistema que ya no vas a usar esas áreas de datos y que puede volver a escribir en ellas, no es un borrado definitivo.

—Mierda. Entonces, ¿qué debería haber hecho?

—Pues, a no ser que te vaya más recurrir a un imán o un buen martillo, deberías haber usado uno de esos programas buenos que eliminan datos.

—Demasiado.

—Sí. No te preocupes, seguro que ni lo mira —le consoló—. Por suerte, a la gente no suele darle por ponerse a revolver con esas cosas. Además, hay que saber qué se está buscando. Como en este caso. No se te ocurrirá algo que pueda buscar, ¿verdad?

—Intenta con Montreal. O con La zona química. O con Procticon.

Tecleó en la ventana de búsqueda y pulsó.

—Niente. Jo.

—Es que no todos estamos igual de obsesionados con los mensajes.

—Supongo que no.

—¿Nos piramos a tomar una cerveza?

Lisa apagó el ordenador con un suspiro.

—Pues sí,
what the heck
. Igual con un poco de alcohol se me engrasa el cerebro.

Capítulo 21

Unos días atrás había visto anunciado un teléfono móvil en la estación con unas letras rojas de metro la pieza que decían: «Get a Life». Se sintió extrañamente aludido. Pensó sin demasiado pesar que si por vida se entendía una existencia propia más allá del horario de trabajo, él no, no tenía vida. Y qué si en realidad lo que le impulsaba a levantarse de la cama cada mañana no sería el placer de resolver el
sudoku
asesino. A él le valía. Pero en fin, eran las ocho y media y estaba en casa con tiempo para digerir la información del día mientras tomaba un bocado. Lleno de expectación abrió el frigorífico y los blancos estantes le devolvieron la mirada. Aparte de dos latas de cerveza y un trozo de salchicha turca, vacío. Estaba convencido de que quedaba un poco de cordero al ajillo del viernes, pero de pronto recordó que había almorzado las sobras el día anterior. Tras unos segundos de indecisión, sacó la salchicha y fue a buscar un cacharro para rehogarla. Al día siguiente le preguntaría a Jacob cuándo le apetecía pasar a tomarse un
gulash
como Dios manda. Aunque disfrutaba mucho estando solo, no dejaba de apreciar las visitas. Era la suya una soledad potestativa de doble espectro. Era necesaria, un lugar donde clasificar la información. Aún no había encontrado a la mujer capaz de comprenderlo. Enseguida sentían celos de su lugar de retiro y aspiraban o bien a convertirse en iniciadas —con lo que ello tenía de decididamente intimidatorio— o bien a arrancarle de allí, y ninguna de las dos cosas les daba buen resultado. A pesar de todo, a veces le parecía que la casa estaba vacía. Sacó un disco de Joe Sartnani y se dejó sacudir por la contundente guitarra de la versión en vivo de «Time». Creyó oír el espacio que rodeaba al instrumento y esbozó una sonrisa. Era como detenerse en el punto preciso del mar donde rompe la ola.

Al cabo de cinco minutos dio cuenta en la mesa del salón de una limitada cena consistente en salchicha turca con
ketchup
y un trozo de pan en compañía de un cerro de papeles que se había traído del trabajo.

Milán. Él fue quien le impulsó a ingresar en la policía judicial. Había sido amigo suyo y de Mirko, su hermano pequeño. Trabajaba de carpintero y vivía en una vieja casa de su misma calle. Las primeras veces que Trokic fue a Croacia, durante su adolescencia, salían juntos los tres; rondaban por ahí, miraban a las mismas chicas. Ninguno podía prever lo que Milán ocultaba en su interior, y Trokic menos que nadie. Cuando Mirko tuvo un accidente con el coche, fue Milán quien más tiempo pasó con él en el hospital, entreteniéndole y llevándole libros. Se encargó además de que reparasen el coche, algo maltrecho, para que estuviera a punto cuando le diesen de alta. Para Trokic era importante poder contar con Milán cuando él estaba en Dinamarca. Milán era, en fin, de lo más popular en la familia por su generosidad y sus ganas de ayudar con aquellas manos suyas tan versadas en la madera. Pero entonces estalló la guerra y, aunque jamás había manifestado ninguna resistencia ante los serbios ni había mostrado convicción política alguna —el tema no había surgido estando juntos, simplemente—, quiso hacer su aportación a la causa de Croacia.

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