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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (15 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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—Lo mío no está mal —comentó ella agitando el libro.

Ya había dado cuenta de buena parte de sus trescientas veinte páginas de divulgación sobre los pros y los contras de los antidepresivos. Al principio había padecido con el lenguaje algo barroco del autor y las diferencias entre neurotransmisores como la serotonina, la noradrenalina, la dopamina, el glutamato y uno muy novedoso: el óxido nítrico, pero ahora avanzaba con regularidad. Había empezado a sentir cierto respeto por aquel joven investigador que parecía preocuparse tanto por los enfermos mentales y a la vez no perdía de vista los riesgos sociales a largo plazo y las posibilidades de adicción. El libro estaba salpicado aquí y allá de toques personales y casos de laboratorio, así como de datos psiquiátricos y hospitalarios, y para hacerlo todo más accesible habían introducido estadísticas.

—La verdad es que resulta extraño pensar que puedan existir personas como él en una ciudad tan pequeñita como la nuestra, personas que tienen en sus manos parte de la solución a uno de los mayores enigmas de la mente humana. Y la felicidad.

—Pero ¿de qué trata?

—Es una especie de ataque a la imagen legendaria y distorsionada de la psiquiatría biológica y la psicofarmacología que nos ofrecen los medios de comunicación y un intento de situar los conocimientos que tenemos en una perspectiva actual. Y no lo hace nada mal. Da la sensación de que lo que pretende es debatir el concepto de felicidad.

Jacob estiró las piernas por debajo de la mesa; parecía muy cómodo.

—La felicidad consiste en saber liberarse de la mirada del mundo y en dejar de perseguir las cosas materiales —dejó caer; luego preguntó—: ¿Qué música es ésta? Me encanta que no compartas los gustos de nuestro compañero en ese punto.

—Es un elepé de Aztrid, un grupo al que estuve oyendo una noche, es una demo. Me lo ha conseguido Nanna. Me gusta mucho.

—A mí también. Una voz poco corriente.

Lisa dejó el libro.

—Me pregunto si todo esto será importante para el caso o si sólo nos estaremos dando un atracón de letra impresa.

—¿Tú qué crees? —le preguntó él.

—Al parecer era un tipo de categoría y esas cosas siempre despiertan envidias, sacan a la luz los peores instintos de la gente.

—Es una posibilidad. Va a ser mejor que me vaya a casa. Si es que a ese coñazo de habitación de hotel se le puede llamar casa.

Le acompañó hasta la puerta y encendió la luz de la escalera.

—Descansa, ¿vale? le dijo.

Ella asintió.

—Tú también.

Se despidió de ella con la mano y cerró la puerta al salir. Sólo entonces se permitió la inspectora una secreta sonrisa.

Cuando al fin llevó una manta hasta el sofá, era ya la una y media. Aún podía dormir cinco horas y media antes de levantarse a llevar a su sobrina al colegio a toda prisa.

Capítulo 33
Jueves 25 de septiembre

Una vez comenzada la autopsia, un Bach tan sobrio como de costumbre fue describiendo sus observaciones con frases cortas. Estaban todos reunidos de nuevo y varios de los presentes se llevaban al rostro los pañuelos intentando huir del olor dulzón del cadáver que había encima de la mesa. Lisa estaba en un rincón con las cejas levantadas, pensativa, pero resistiéndose a venirse abajo incluso en esos momentos. Y eran terribles.

—Esta tarde me mandan la ficha dental. Los del seguro han localizado a su dentista y el odontólogo forense le echará un vistazo más tarde. Encaja con la descripción de Christoffer Holm. Cerca de los cuarenta, metro ochenta y cinco, pelo claro. No hay rasgos distintivos como anillos, tatuajes ni viejas fracturas a excepción de una antigua cicatriz en la ingle. El estado del cadáver se ajusta a lo que era de esperar después de ocho semanas sumergido en una charca, es decir, avanzada descomposición y esqueletización parcial.

Se colocó bien las gafas mientras seguía la mirada de Trokic.

—Por aquí es más interesante. Presenta fracturas en tres costillas, así como en la pierna derecha, lo mismo que en el maxilar derecho, y he hallado partículas de cristal en parte del tejido que quedaba en un oído. Lo enviaré al departamento técnico de Copenhague más tarde.

—¿Cómo se lo hizo?

El forense titubeó.

—Es difícil de precisar, pero yo creo que tuvo un accidente de coche. El cristal se ha partido de un modo muy determinado y podría ser de una ventanilla.

—¿Estás seguro? —preguntó Agersund.

—Parece el tipo de lesiones que produce una fuerte colisión lateral, pero lo más probable es que ésa no sea la única causa de la muerte.

Les indicó una zona del cráneo que quedaba al descubierto.

—Aquí tenemos una bonita fractura alargada de contornos afilados. Tiene una profundidad de cinco centímetros hacia el interior del cerebro y, al contrario que el resto de las lesiones, está en el lado izquierdo; además, he encontrado una coloración roja.

—Pero ¿porqué…?

—Déjame terminar.

Sonriente, se aproximó un poco más al cadáver mientras su mano enguantada tocaba la zona con mucha precaución. A varios de los allí presentes se les revolvieron las tripas.

—También he encontrado varias partículas de pintura. No lo puedo asegurar al cien por cien, claro, pero se parece mucho al efecto que tendría estrellar un hacha pequeña en la cabeza con todas las fuerzas de uno.

A su regreso del instituto, Trokic retomó la penosa tarea de revisar los últimos informes.

La comisaría se encontraba en un inusual estado de agitación para tratarse de un jueves por la mañana. Habían abierto más casos relacionados con la nueva droga de diseño. Un crío de catorce años seguía en coma tras haber consumido la sustancia durante el fin de semana, y otro de diecisiete había intentado estrangular a su madre después de un viajecito de kamikaze. Además, una patrulla había detenido a cuatro inmigrantes involucrados en una pelea con arma blanca; a uno de ellos había tenido ocasión de verlo cuando lo traían, un chaval alto y flaco de unos quince años con una cinta roja en la frente y un plumífero de Outlandish que se apretaba un trapo empapado de sangre contra el brazo. Se le había hinchado el ojo derecho y llevaba la cara manchada con varios hilos de sangre que le resbalaban de una ceja partida. A pesar de los terribles dolores que debía de estar sufriendo, no se inmutaba. De vez en cuando, alguno trataba de soltarse e insultaba a los agentes y a los demás detenidos en árabe y en danés. Desde una silla que había a cierta distancia, un borracho lleno de mugre que acababan de subir del calabozo observaba la escena con una sonrisa.

Trokic se centró en los testimonios sobre Christoffer Holm que enviaban los agentes del este y el oeste que seguían con los interrogatorios. ¿Sería posible que el neuroquímico fuese el objetivo prioritario y Anna Kiehl tan sólo un testigo a eliminar o habría un asunto de celos de por medio? Fuera como fuese, había que concentrarse en el entorno del investigador. El móvil era primordial, y Christoffer Holm era un hombre codiciado en muchos sentidos.

Cogió el teléfono y llamó a Bach. Él tenía que saber de qué pasta estaba hecho el asesino. Durante el desayuno, casi todos los agentes se habían mostrado de acuerdo en que se trataba de un hombre fuerte y musculoso.

—Ya sabes que con un poco de astucia se puede derribar a los más grandes gigantes. Pero eso requiere en cierta medida del factor sorpresa —dijo Bach.

—Anna no era ningún corderito, estaba entrenada y seguramente era rápida.

—Pues sí, pero alguien fue más rápido que ella. Y la rabia también es un componente importante.

—Pero ¿y el investigador? —objetó el comisario—. A él no sería tan sencillo reducirlo.

—No creo que estéis buscando a un mosquito, pero no deberíais excluir ninguna posibilidad. Puede haber puntos de vista que no hayas contemplado todavía.

Trokic colgó con un suspiro. Por eso era Bach tan bueno, nunca descartaba ninguna posibilidad por más que él le incordiara.

Cogió la cazadora del respaldo de la silla. Había llegado el momento de ir a hacer una visita al antiguo trabajo de Christoffer Holm.

Capítulo 34

—En su día esto fue uno de los cuatro hospitales psiquiátricos de Dinamarca —explicó Lisa—. Tiene unos edificios preciosos, pero también una larga historia. Estos muros han sido testigos de todo el discurrir de la psiquiatría desde los tiempos en que se empleaban instrumentos coercitivos y entre ellos hay también varias personas que han sido pioneras a nivel internacional. Lo leí en un libro un día que fui al médico. Es impresionante, joder.

Trokic abrió la puerta y le cedió el paso.

—Quizá deberíamos quedarnos aquí. Parece un lugar de paz y tolerancia —murmuró.

—Sí, ahora —dijo la inspectora—. Pero corre el rumor de que cuando empezaron a usarse los psicofármacos a mediados del siglo pasado aumentaron los precios de los terrenos de la zona. Ya no había tanto loco suelto por ahí.

—Hay que ver qué memoria tenéis las mujeres.

Se quedó mirándole. Su remolino había recuperado su forma habitual y asomaba en dirección opuesta al resto del pelo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que he dicho. ¿Buscamos a nuestro médico?

El antiguo superior de Christoffer Holm, Jan Albretch, era un hombre de sesenta y muchos años, con barba, pelo cano y sonrisa servicial. Tenía unos ojos relativamente grandes y ovalados, muy separados el uno del otro que, en opinión de Lisa, por alguna razón le daban un aire dulce. El jersey de pico verde esmeralda que llevaba le quedaba algo grande, como si hubiese perdido peso recientemente, y tras su amable fachada, la joven intuyó cierta tristeza.

—No estoy muy seguro de que vaya a poder aportar gran cosa a su investigación –dijo tras hacerles pasar a un despachito alargado de la sección de psiquiatría y ofrecerles un café.

—Nos interesa cualquier dato que pueda tener relevancia –le aclaró Trokic—. Por qué lo dejó, con quién trabajaba, etcétera.

—Quizá deberían hablar con nuestro doctorando, Søren Mikkelsen. Yo creo que es la persona que con más detalle puede explicarles en qué consistían las investigaciones de Christoffer, ya que los estudios de ambos tienen ciertos puntos de contacto. Christoffer nos dejó hace unos meses; no nos dio ninguna razón concreta, pero supusimos que necesitaba una pausa.

—¿Qué tipo de pausa? —preguntó Lisa.

—Estamos hablando de un hombre de un talento excepcional; demasiado, a veces. Pasó la mayor parte de su vida encerrado entre las cuatro paredes de distintos centros educativos siguiendo el camino que le iban marcando unos profesores para los que sus posibilidades no pasaban inadvertidas. Este último año parecía agotado y me preocupaba que pudiese haber perdido la fe en lo que hacía. Los resultados de sus investigaciones eran extraordinarios a escala internacional, pero también era un ser humano y necesitaba ver algo del mundo que se extendía más allá de esas cuatro paredes —dijo con sonrisa ensimismada—. Era un hombre muy tosco. Por aquí a los más viejos… bueno, no… no les hacía demasiada gracia su estilo, los vaqueros desgastados, las camisas por fuera y esas greñas, pero una vez que lo conocías tenía un enorme don de gentes. De modo que cuando se marchó así, de pronto y sin previo aviso, en el fondo no resultó tan sorprendente, aunque muchos lo sentimos.

Lisa asintió; encajaba perfectamente con la impresión que le había causado el libro de Christoffer Holm.

—Entonces, ¿era muy apreciado?

Sin lugar a dudas. Yo le encontraba realmente simpático. Siempre dedicaba tiempo a los demás, cosa que hoy en día no suele suceder —el médico apartó la mirada y añadió con voz emocionada—: No me cabe en la cabeza, que ya no esté con nosotros. ¿Quién podría desearle una muerte tan monstruosa? ¡Qué pérdida tan terrible!

—¿Cuál era exactamente su área de investigación? ¿Sólo las pildoras de la felicidad?

—Preparados ISRS —la corrigió el psiquiatra de manera automática—. Sí, pero es algo más concreto. En los últimos tiempos estaba estudiando el óxido nítrico. Creo que Søren Mikkelsen podrá explicárselo con mayor exactitud.

Sonrió.

—Dedico casi todo mi tiempo a atender a pacientes por propia elección, así que ya no estoy tan metido en la investigación como antes. Ahora me va más el contacto humano…

—Los resultados de sus investigaciones… —intervino Trokic—, ¿sería posible obtener una copia? Tenemos su libro y varios artículos que hemos encontrado en Internet, pero nos gustaría disponer de algo más completo.

Albrecht le tendió un enorme montón de papeles.

—He sido un poco previsor. Aquí están las publicaciones que escribió o en las que colaboró, copias de artículos de revistas y demás. Se supone que son todos los resultados publicados en los que intervino de alguna manera. Espero que con eso puedan ir entrando en materia.

—Gracias. ¿Qué me dice de ordenador, discos y ese tipo de cosas? —añadió Lisa.

—Ahí temo tener que decepcionarles. El mismo hizo limpieza en su ordenador antes de dejarnos. Después, alguien del servicio técnico lo dio de baja, por lo visto se había quedado algo anticuado. Y luego imagino que lo destruyeron.

¿Y portátiles, terminales alternativos o cualquier otro sitio donde pudiera haber información? De trabajo y personal –siguió intentándolo.

—No, tampoco hay nada. Casi todo el mundo prefiere tener todas sus cosas en un solo sitio, y Christoffer no era una excepción —se encogió de hombros con gesto contrito—. Cómo íbamos a imaginar que más adelante ese ordenador podría ser importante.

—No, claro.

Lisa bebió un sorbo de café. Tenía un repugnante sabor a filtro viejo y a institución, pero a veces la desesperación era la desesperación.

—Necesitaríamos un listado de todas las personas que sepa que han tenido un contacto más o menos estrecho con él desde un punto de vista profesional, y también un breve comentario de cómo las conoció.

Lisa le tendió un trozo de papel con su dirección de correo electrónico.

—¿Podría ser?

—Se lo enviaré más tarde.

—¿Podríamos hablar con Søren Mikkelsen, por favor? –preguntó Trokic.

—Está en el sótano, permitan que les acompañe.

Les condujo por un largo corredor y unas escaleras.

—Sí, ha llovido mucho desde los tiempos en que se pensaba que las enfermedades mentales eran una descompensación de los fluidos corporales —comentó el médico.

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