Read Un oscuro fin de verano Online

Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (24 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
6.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué pasó exactamente? —preguntó Lisa.

—Ya no me acuerdo.

—Aparte de eso, ¿qué clase de hombre era?

—Un tipo estructurado y… muy disciplinado, buenas cualidades para alguien que quiere hacer carrera en el ejército. Un hombre sobrio. Conoció a su mujer en Londres siendo muy joven, durante un período que pasó allí trabajando. Ella servía en casa de un mayor británico, uno de los amigos de Konrad. Después siguieron yendo todos los veranos.

—¿Y la hija?

—¿Qué pasa con la hija?

—¿Cómo era?

—No la veíamos mucho, solía quedarse en su habitación cuando íbamos de visita.

—¿Hablaba de ella?

—No, no acostumbraba a hablar de su familia, si acaso algún comentario; pero tengo entendido que la adoraba.

Lisa apoyó la mano en el muslo de Jacob, que iba sentado a su lado.

—¿Percibió algún cambio en su actitud el año que desapareció?

—No, pero la verdad es que ya no nos veíamos mucho. Luego empezaron a correr rumores de que se había suicidado.

—¿Usted qué piensa?

—Es inconcebible —gruñó el teniente.

—¿Qué cree que ocurrió?

—Yo creo que aquel día sacó el bote, pisó donde no debía y acabó en el agua con una bonita melopea. Al fin y al cabo no fue una mala muerte para él; estaba en su elemento.

—¿Salía a pescar solo?

—No, por lo general iba con algún compañero o con la hija, pero se ve que ese día no. Eso es todo lo que sé, no volví a hablar con su familia, así que mucho me temo que no puedo decirle nada más.

Lisa le agradeció su ayuda en el mismo momento en que Jacob aparcaba encima del bordillo frente al desvencijado chalé.

Capítulo 56

Aún no llevaba trabajando una semana y dentro de poco haría otra de su última salida. Cada vez parecía costarle más esfuerzo concentrarse en tonterías cuando tenía por delante un proyecto más interesante y de más peso que requería de ella.

Su tiempo en aquel lugar, aquella ciudad sucia y cochambrosa de la que hacía tanto que deseaba alejarse, tocaba a su fin. Aún soñaba con él, con Christoffer. Habían hablado de Londres, conocía un lugar en los suburbios de calles amplias con hileras de preciosas casas que destilaban vida los siete días de la semana. Había amueblado una de ellas en un papel para los dos, y él había admitido que podía ser el lugar adecuado. Con un bonito jardín, quizá hasta niños. Y él podría haberlo hecho realidad si hubiera querido, si no hubiera conocido a ésa. Su corazón lloraba por ambos.

Pero aún no era demasiado tarde para ella. Encontraría su casa y se instalaría allí, todavía era posible. Rio para sus adentros al pensar en la pequeña carpeta negra con el sobre.

Añoraba aquel olor en su dormitorio. A lo largo del día se arrepintió varías veces de haber exhibido su trofeo. Había sido algo irreflexivo, sí, pero le había resultado imposible contener sus impulsos de mostrarlo. En cierta forma, aquello rubricaba que el círculo se había cerrado y había roto definitivamente con el pasado. Sin embargo, ahora la ausencia del trofeo le impedía conciliar el sueño y empezaba a considerar la posibilidad de recuperarlo. Impensable. Finalmente se levantó y deambuló entre las cajas, donde se amontonaban todas sus pertenencias. Contagiada por la sensación de frío de las paredes desnudas, se estremeció.

Tres parejas habían ido a ver la casa ese mismo día y estaba convencida de que la última, una periodista pelirroja en la, recta final de su embarazo y su marido flaco y anónimo, la compraría; había sido su hogar los últimos cinco años. Ya había vendido casi todos los muebles y a muy buen precio, pero eso no era nada en comparación con lo que la aguardaba. A la vuelta de la esquina. En unas horas estaría lista para abandonar aquel lugar para siempre. Sólo faltaba una cosa. Observó el pelaje claro que subía y bajaba lentamente en un rincón de la sala.

Capítulo 57

El Hanishka que entornó la puerta para verla mejor no parecía agresivo.

—Pasa y quítate los zapatos, por favor.

Tenía un aire abatido e inquieto; a pesar de que había muchas personas, tenía la sensación de que todas se deslizaban por la casa descalzas y procurando no hacer ruido.

—Entonces, ¿no habéis averiguado nada nuevo del caso de Palle? —preguntó el líder de la secta.

Jacob le explicó en qué punto se hallaba la investigación y qué papel desempeñaba Palle.

—En realidad, suponemos que terminó quitándose la vida.

—No lo creo —replicó Hanishka—, estoy seguro de que no fue así. Como ya os he dicho, se unió a nosotros hace unos meses.

—¿Nunca habló de sí mismo?

—Al principio no decía nada de por qué estaba tan mal; pasó mucho tiempo antes de que empezara a hablar de verdad, quizá más que nada porque estaba muy débil, pero entendimos que había tenido problemas amorosos muy serios y que una mujer le había arrastrado al borde de la locura. Independientemente de la opinión que vuestro mundo pueda merecerle a cada cual, era una historia muy extraña, porque hasta aquel momento había sido un estudiante muy aplicado, uno de los mejores, por lo que nos contó, pero algo pudo con él. Aunque con la ayuda de Dios volvió a ponerse en pie.

«Sí, eso, una psicosis saca otra psicosis», pensó Lisa iniciando una pequeña sonrisa; pero se contuvo, porque hasta que no se demostrara lo contrario aquellas peí son,is no habían hecho daño a nadie.

—Pero, entonces, ¿para qué nos ha llamado? —le preguntó con cierto desánimo.

Hanishka jugueteó con el símbolo que llevaba colgado del cuello.

—Hoy, ordenando el sótano, he encontrado una caja de Palle que contenía unos diarios. Hablan de su ex novia, por lo visto le tenía pánico.

La miró directamente a los ojos.

—Sospechaba que había hecho algo espantoso. Él fue quien os llamó y creo que por eso está muerto.

Capítulo 58

Al sentir que le seguían el rastro, el temor a que alguien pudiera interponerse en su camino hacia el porvenir empezó a corroerla. Su cuerpo se recubrió de sudor y su analítico cerebro empezó a trabajar a pleno rendimiento. Todo estaba saliendo a pedir de boca hasta que ese estúpido de Palle llamó diciendo que lo sabía todo. Cómo se atrevía. Al principio le gustaba, con su rendida admiración, y durante algún tiempo le hizo gracia llevarlo siempre pegado a los talones, pero, como de costumbre, no tardó en cansarla con sus comentarios poco inteligentes y con todas las preguntas que sin descanso la obligaba a contestar, por no hablar de que cada vez que derramaba en ella sus fluidos balaba como una cabra en celo.

Pero, al fin y al cabo, el chico era simpático y echaba un poco de menos tenerle dando vueltas a su alrededor. Hasta hacía muy poco habría sido impensable que pudiera volverse contra ella como lo hizo, y con todos aquellos disparates suyos sobre Dios y el reino venidero no se puede decir que sus engaños para obligarle a beber la cicuta no le hubieran producido cierta complacencia.

En cualquier caso, se alegraba de que esa historia y a hubiese terminado. La muerte resultaba muy distinta a como la había imaginado y nunca dejaba de sorprenderla comprobar cuánta verdad encerraba eso de «en polvo te convertirás», porque, una vez que la vida abandonaba el cuerpo, éste no tardaba en quedar reducido a un triste despojo. No le gustaban todos esos contratiempos, pero pronto vendría algo más a reemplazarlos, su
eudaimonia
. Levantó las grandes bolsas de viaje y las llevó al coche.

Capítulo 59

Lisa sostuvo la intensa mirada de Hanishka.

—Pero para eso tendría que haberle abierto la puerta.

—Es posible que quisiera iluminarla con la luz de Dios –apuntó él.

—No lo entiendo.

Ladeó la cabeza.

—Puede que llegue un día en que tú también desees que alguien se muestre misericordioso contigo. Quizá buscara el modo de perdonarla.

—Nos gustaría ver esos diarios —dijo Jacob con impaciencia.

—Por eso os he llamado.

Se levantó con mucho alboroto.

—Seguidme.

Una vez en el extremo más alejado de la casa, Lisa se estremeció. Era evidente que se trataba de habitaciones que no se usaban con frecuencia; no había calefacción y sentía en la cara el tacto de las telarañas. Hanishka abrió una trampilla del suelo y señaló hacia el fondo.

—Están ahí abajo, en la caja del rincón. Pone su nombre en la portada; hay dos. Os enciendo la luz.

Mientras bajaban hacia atrás por la escalerilla, la inspectora estuvo a punto de darse en la cabeza con la bombilla pelada que se bamboleaba en lo alto de aquel agujero. En medio de un fuerte olor a moho alcanzó a ver una caja de manzanas podridas a su derecha. Se dirigió hacia la caja del rincón y sacó uno de los libros, un volumen desgastado escrito con una letra clara y cuidada.

—¿Va todo bien? —gritó Hanishka desde arriba.

—Sí –contestó Jacob.

Lisa asintió. Después empezó a leer el primer libro hasta que lo que desvelaban aquellas líneas la llenó de espanto.

—Joder, hay que llevar esto al despacho.

Al cabo de poco más de una hora, lo habían revisado todo por encima entre los dos. Jacob lo colocó en un montón.

—Vamos a por ella. Pienso dejarle ahora mismo un mensaje a Trokic en el buzón de voz. Se va a poner como una moto cuando lo oiga.

Capítulo 60

La puerta del portal estaba abierta y al entrar se cruzaron con un gato que corría entre bufidos. Era ya bien entrada la mañana. Lisa se detuvo bruscamente en medio de la escalera; acababa de caer en la cuenta de algo.

—El teniente habló de un bote azul, pero en el informe ponía que era rojo.

—¿De qué hablas? —preguntó Jacob.

—En el informe ponía que Konrad Nielsen, el padre de Isa Nielsen, había salido a pescar en su bote y que, en vista de que no regresaba, fueron a buscarlo por la playa y por el mar, pero hablaba de un bote de color rojo. Decía que la descripción la había facilitado la hija, pero el teniente me contó que lo había construido él mismo. Y era azul.

—¿Y eso qué quiere decir?

Cuando se miraron a los ojos, la inspectora sintió todo el frío del portal. Cualquier atisbo de compasión por la niña que había perdido a su padre en el mar acababa de esfumarse; lo que insinuaba aquel dato le resultaba casi inconcebible.

—Creo que a Isa le gustaba inventarse historias ya por aquel entonces y que mandó a la policía a buscar el bote que no era, está claro que la idea era que no encontrasen el del padre. Y supongo que al padre tampoco.

—Sé que parece cosa de locos, pero me temo que es lo que hay. Quizá ella tenga alguna explicación. ¿Podemos detenerla?

—Primero vamos a intentar llevarla a comisaría nada más, para que no se cierre en banda. Podríamos decir que sólo queremos hablar de Palle.

Pero la puerta del cuarto piso no tenía ningún nombre. Lisa llamó al timbre. Estaba muy vacía porque, a falta de la placa, no quedaba nada más que los dos agujeros de los tornillos. Intentó abrirla. Cerrada con llave.

—El pájaro ha volado.

Aquella vocecilla le dio un buen sobresalto. Al volverse descubrió a un niño de unos cinco años sentado en la escalera.

—¿Cuándo? —le preguntó.

—Hará un par de horas.

—¿Sabes adonde ha ido?

Movió la cabeza de un lado a otro.

—Tenía caramelos, siempre me daba; de ésos con el papel rojo y blanco.

—¿Y cómo te llamas?

—Me llamo Milton.

—Muy bien, Milton. ¿Quieres enseñarnos dónde están los cubos de basura? —le preguntó Lisa.

—¿Es que sois basureros?

Lisa se fijó en que Jacob se mordía el labio mientras echaba a andar escaleras abajo detrás de la pequeña figura.

—Algo parecido —contestó.

Tenía la modesta esperanza de que Isa Nielsen hubiese hecho limpieza antes de irse y de que encontrarían un montón de cosas interesantes en la basura, pero, salvo por un par de bolsas negras con restos de jardinería que olían a ramas de alerce, los contenedores verdes estaban vacíos.

—¿Cuándo vienen a recogerla? —le preguntó al crío.

—No sé. Puedo preguntárselo a mi madre.


Never mind.

—¿Qué?

—Que da lo mismo, muchas gracias.

Algo brillaba por detrás de una de las bolsas en un rincón del contenedor.

—Tráeme un palito, Milton, por favor.

Al cabo de un momento, Jacob sostenía en la mano una larga rama. Observaron con decepción el objeto que había pescado, un cinturón de piel marrón de tacto suave con remaches de metal.

—¡Es el collar del perro! —pregonó Milton a voz en grito; luego, una profunda arruga, surcó su pequeña frente—. Pero ella me ha dicho que se había escapado.

Capítulo 61

Todavía aturdido, se alejó de la ciudad. Se había despertado bruscamente en el sofá una hora antes con la retina repleta de conejos gruñones, los conejos grises y consumidos de un pueblo cercano a Glori, unos conejos criados por alguien a centenares en una granja apartada, unos conejos que el ejército serbio había condenado a morir de inanición al liberarlos después de asesinar a sus dueños. Aún los veía. Había dormido nueve horas, casi diez, prácticamente inconsciente. Abrasado por la fiebre había ido hasta el baño en busca de un par de pastillas y un poco de agua fría que echarse por la cara. Debería bastar.

Había tratado de encender el móvil, pero estaba muerto, así que había sacado el cargador para conectarlo al encendedor del coche y se lo había echado al bolsillo. Habría que esperar a que reviviera para contestar las posibles llamadas, y si alguien quería algo importante tendría que esperar a que pasara por el despacho más tarde.

—He de confesar que no tengo demasiada experiencia en estas cosas; trabajo fundamentalmente con cadáveres de hace varios miles de años, pero puedo afirmar con total seguridad que éste se ha conservado sin ayuda de medios tradicionales como el formol. Es muy especial.

Trokic había ido a visitar al arqueólogo propuesto por Bach. Vivía en una casita con el tejado de paja no muy lejos del museo de prehistoria en el que trabajaba.

El arqueólogo era hippie y joven, supuso que no llegaba a los treinta, y de no ser porque Bach le había explicado que había escrito una tesina acerca de la conservación en los yacimientos funerarios, no le habría inspirado demasiada confianza. Una coleta larga y una cadena de plata con una hoja de cáñamo no sugerían precisamente el tipo de autoridad que andaba buscando.

BOOK: Un oscuro fin de verano
6.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Backpacker by John Harris
Answered Prayers by Danielle Steel
Guided Love (Prick #1) by Tracie Redmond
One of Ours by Willa Cather
The Memoirs of Cleopatra by Margaret George