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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Un oscuro fin de verano (25 page)

BOOK: Un oscuro fin de verano
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—Lo más normal habría sido que se pudriera, pero al ser básicamente tejido magro, huesos y piel, ha logrado evitarlo.

Sirvió sendas tazas de café sin dejar de lanzar interesadas miradas de soslayo hacia la mano.

—Gracias —dijo el comisario cogiendo la taza verde, un auténtico cangilón que jamás podría beberse.

Echó un vistazo por la habitación. Las paredes estaban llenas de pósters, algunos de exposiciones del museo, otros de cine. Reparó en una mujer de aspecto indio que apoyaba la cabeza contra un muro gris vestida con un sarong muy colorido; «Best in Bombay», ponía en letras naranjas. Tenía la sensación de que el arqueólogo pasaba la mayor parte de su tiempo en aquel cuarto. Desde la ventana se veía un jardín a medio excavar con una caseta desvencijada y detrás del seto comenzaban las rastrojeras.

—¿Cómo ha logrado evitarlo? —preguntó Trokic.

—Aparentemente la han secado; más o menos lo que hacemos con la carne, si me disculpa la comparación. En ese caso lo principal es evitar las bacterias y mantener a raya los procesos bioquímicos. Si las momias que hemos encontrado en nuestros pantanos se han conservado, se debe precisamente a que las plantas que las rodeaban generaron una gran cantidad de ácidos que impidieron la vida de las bacterias.

—Pero…

—De este modo se produce una conservación natural. Pero no es el único factor, también es necesario arrojar el cadáver al pantano cuando está frío. De lo contrario, las vísceras se pudren antes de que penetren los ácidos, lo que…

—Pero ¿qué antigüedad diría que tiene esta mano? le interrumpió Trokic, que no había ido hasta allí a oír una conferencia sobre las momias de los pantanos.

Después de dos veranos en un país en guerra le habían quedado más que claros los efectos del calor y las bacterias en los cadáveres.

—En dos palabras: ¿es de este milenio?

El arqueólogo asintió sin dejar de toquetearse la coleta con una falta de pudor que al comisario le resultaba bastante repulsiva.

—Sí, claro.

—¿Y qué más?

—No sabría decir con exactitud…

—Vamos, una ayudita, necesito algo a que agarrarme.

—Entre quince y veinte años, pero no me apostaría el cuello.

Trokic meneó la cabeza.

—¿Cómo puede secarse así todo un cadáver?

—Es que no la han seccionado del resto del cuerpo recientemente, lo hicieron inmediatamente después de que muriera. O antes. De eso no me cabe la menor duda. ¿Puedo preguntarle dónde la ha encontrado?

—No, lo siento, pero no puede —contestó sin más.

De camino a la ciudad le invadió la sensación de que no había sacado gran cosa en limpio. El móvil ya estaba casi cargado, a ver cuánto duraba. Al encenderlo vio parpadear el icono de los mensajes de voz, y estaba a punto de llamar al contestador cuando empezó a sonar. No conocía el número que aparecía en la pantalla, pero la voz la identificó en el acto.

—Le llamo por la mano que encontró, he pensado mucho en ella —aseguró la socióloga.

—Sí, es interesante. Quiero llegar al fondo de este caso y creo que esa mano desempeña un papel muy importante en todo esto.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo?

—Ya sabemos qué antigüedad tiene, lo que hace más sencillo averiguar su procedencia.

—¿Dónde ha estado?

—He ido a ver a un arqueólogo especializado en conservación —contestó.

—Muy bien. ¿Y se la ha enseñado?

—Sí.

—O sea, que la lleva encima, ¿no?

—Así es, tengo que devolverla al Instituto de Medicina Forense, ahora mismo iba hacia allí.

—Me preguntaba si tendría un rato para charlar, hay una cosa en la playa que me gustaría enseñarle —le propuso.

—¿El qué?

—Ya lo verá. Tiene que buscar un bote azul un poco más al sur de Ørnereden; por dentro es blanco. Es uno viejo que lleva bastantes años sin usar. Creo que lo encontrará interesante.

—Escuche, estoy muy ocupado atando los últimos cabos de la investigación, así que más vale que sea algo importante. No puedo…

—Créame, lo es. Si nos vemos allí dentro de media hora, le hablaré de la mano.

Recordó que habían encontrado arena bajo las uñas. ¿Habría llegado a alguna conclusión en lo referente a su origen? Le habría gustado preguntárselo, pero había algo en su voz, un timbre infantil, como si tuviera una sorpresa para él, un regalo, y quisiera prolongar la tensión unos instantes.

—De acuerdo, hasta ahora.

Colgó y dio media vuelta. Al fin y al cabo, tampoco estaba tan lejos de Ørnereden, no tardaría más que unos minutos en llegar. Consideró la posibilidad de llamar a Lisa o a Jacob, pero algo le retuvo. A eso se refería Agersund con lo de «nada de numeritos en solitario», a cuando prefería meterse a solas en un caso. Podrían prescindir de él un rato más. Suspiró. Si se daba prisa, le daría tiempo a tomar un perrito caliente por el camino sin tardar más de media hora, luego ya vería qué era eso que quería enseñarle.

Capítulo 62

La puerta del departamento no estaba cerrada con llave, pero en el edificio reinaba el silencio. Deambularon al tuntún hasta que Lisa encontró a un estudiante profundamente concentrado en la lectura de un libro. Cuando se acercaron a él, lo cerró sobresaltado.

—Buscamos a Isa Nielsen, supongo que no sabrás si está por aquí, ¿verdad? —preguntó Jacob.

—Llegan tarde, acaba de marcharse; ha venido a recoger sus cosas no creo que haga ni media hora. Ya no trabaja aquí.

—¿Por qué?

—Lo ha dejado. Nuevos retos, ha dicho. A los que la hemos tenido varios cursos nos ha sorprendido mucho. Una pena, caramba, era muy popular.

—¿Ha dicho adónde iba? —preguntó Lisa.

—¿Ahora? No.

—¿Y su nuevo trabajo? ¿Ha comentado algo?

—No, que aún no sabía nada, sólo que no sería en Dinamarca. En este país el mundo de la sociología está un poco muerto.

—¿Hay alguna foto suya en algún sitio?

—¿No saben cómo es?

—No.

El estudiante se levantó con un suspiro.

—Esperen, voy a buscar una.

Un momento después tenían en la mano una fotocopia.

—He hecho una copia de la foto que aparece en la solapa del libro que ha escrito para las clases, espero que les sirva.

—Es perfecta, gracias.

Lisa estudió a la mujer rubia de la fotografía. Su sonrisa era amable, pero reservada. ¿Se estarían equivocando? ¿Sería realmente ese ser terrible que describía Palle en sus diarios? Una criatura pervertida que disfrutaba humillándole sexualmente, que se había ido de la lengua porque le quería como espectador, porque se engañaba al creerle inofensivo. ¿Sería cierto que había matado a esas personas? Y el esperma del cuerpo de Anna Kiehl, el papel de Palle, ¿qué explicación exacta tenía todo aquello?

Se dirigían a la comisaría y era absolutamente necesario localizar a Trokic para cruzar datos y trazar un plan de acción, las cosas se estaban acelerando y ya iba siendo hora de que se coordinaran. Se sentó un poco más derecha, preocupada de nuevo por su compañero. Le habían hecho una herida de consideración en la cabeza y dudaba mucho de que hubiera seguido los consejos del médico en lo tocante al reposo y los cuidados de la herida. ¿Dónde coño se había metido? Jacob iba a su lado leyendo el pie que acompañaba la foto de Isa Nielsen.

—También podríamos considerar la posibilidad de pedir una orden de busca y captura —sugirió.

—A ver qué dice Trokic.

Marcó su número por quinta vez en el día. Daba señal, al fin daba señal.

Capítulo 63

El tiempo había empeorado considerablemente cuando aparcó en una de las pequeñas áreas de descanso desde las que se bajaba a la playa. Con el susurro de millones de hojas reseñándole por toda la cabeza, apretó los dientes al sentir el soplo frío que le traspasaba el vendaje y hacía presa de la herida inflamada. Percibía un débil enrojecimiento del cuero cabelludo y las mejillas, señal de que le estaba subiendo la fiebre.

La zona estaba desierta; tan sólo se veía un pequeño Toyota azul que entró marcha atrás y dio la vuelta para luego regresar por la pista de tierra. ¿Sería ella? Echó un vistazo alrededor. Confiado, echó a andar por un sendero que serpenteaba formando peldaños naturales por la abrupta pendiente que bajaba hasta la bahía. Por encima de su cabeza, el cielo se había encapotado y una fina lluvia le entorpecía la visión. Abajo, a lo lejos, distinguía unas barcas de colores con la superficie verde de algas; sólo en ese trecho habría cerca de cien. Isa le había contado que de niña solía pescar allí y le había pedido que buscara un bote azul de fibra de vidrio blanco por dentro.

Empezaba a sentir unas terribles punzadas en la cabeza y el dolor le producía náuseas, pero ahora que estaba tan cerca de obtener respuestas sobre la mano no podía detenerse.

Cuando llegó a la playa, el agua había subido ya casi hasta las barcas y todo estaba impregnado del olor a algas podridas que traía el viento. El corazón le dio un vuelco al descubrir una silueta envuelta en un impermeable verde oscuro que surgía de repente por detrás de un repecho, pero no era más que una mujer paseando, su perro.

—Menudo tiempecito —comentó al pasar junto a él.

Pero al verle más de cerca una expresión asustada se dibujó en su rostro y tiró del bóxer para acercarlo. El comisario caminó a paso ligero entre las barcas fijándose bien en su aspecto. ¿Dónde se habría metido?

Al sentir una opresión de sobra conocida, encaminó sus pasos hacia los árboles con intención de hacer aguas menores. Se encaramó de un salto a un murete de piedra que levantaba un metro del suelo y se adentró entre los arbustos. De pronto se detuvo. Allí también había varias barcas ocultas entre árboles y plantas, quizá se refiriese a aquéllas. Era inútil; además, la penumbra no tardaría en hacer imposible distinguir unas de otras. Resolvió lo suyo y se volvió para retroceder hacia el norte cuando vislumbró los contornos de algo azulado que asomaba entre las ramas de un escaramujo.

No sin esfuerzo, logró arrastrar un poco el bote; por un instante se le nubló la vista. Si llegara a pasar alguien, daría por supuesto que no se traía entre manos nada bueno, allí en medio de la lluvia, con su vendaje y llevando a rastras una barca azul. Al fin consiguió sacarla, no sin antes dejarse buena parte de la piel de las manos en las ramas espinosas del arbusto. Rebuscó en el hueco donde había estado la embarcación, pero le pareció que no había nada en la maleza.

Liberó la barca por completo y le dio la vuelta. Se trataba de un bote de fibra de vidrio de dos asientos, bastante sencillo y primitivo. La porquería se había agarrado bien al fondo, desprendía un ligero olor a podrido y tenía todo el aspecto de llevar muchos años en desuso. Eso era todo, una barca vieja.

Decepcionado, sacó un cigarrillo y dedicó un rato a rumiar su hallazgo. Le extrañaba que la socióloga no diera señales de vida y no sabía si había encontrado la barca buena ni entendía de qué iba todo aquello. Volvería a colocarla donde estaba, se iría a casa a dormir y luego estudiaría los informes de sus compañeros.

Envuelto en una oscuridad casi total, retrocedió con intención de recorrer los dos metros que le separaban de las ramas con el bote a rastras, pero a medio camino tropezó con un nudo terroso que le hizo tambalearse y se agachó a ver qué era. Un asa de plástico pequeña y negra asomaba del suelo, junto a su zapato. La cogió con la mano y tiró con cuidado. Al ver que no se movía comprendió que estaba pisando el resto de la bolsa, de modo que apartó los pies y volvió a tirar. La tierra se desprendió y salió una bolsa de plástico negro. Con la boca seca, echó una ojeada rápida a la linde del bosque azotada por el viento y abrió la bolsa.

Miró en su interior. El olor a podrido era tan intenso que le obligó a echar la cabeza hacia atrás bruscamente y un movimiento reflejo del diafragma estuvo a punto de hacerle vomitar. Separó cuidadosamente los bordes de la bolsa para que al menos parte de aquella peste repugnante saliese y desapareciera con la brisa.

Por un instante pensó que contenía restos humanos en descomposición, pues aquel penetrante olor compartía algunos de sus rasgos inconfundibles, pero cuando se le reveló el verdadero contenido de la bolsa su asco fue aún mayor —si era posible— y sintió que le abandonaban las fuerzas.

Rebuscó en sus bolsillos hasta dar con un bolígrafo y una minilinterna y, pertrechado con ambas herramientas, se dispuso a hacer balance de su hallazgo. ¿Qué era aquello? Su cerebro se esforzaba por encajar las piezas.

En ese preciso instante sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Lisa. Tenía que ser importante para que insistiera así. Contestó.

—¿Sí?

—¿Dónde estás?

—En Ørnereden.

—¿Y qué coño haces ahí?

—Tenía una pista de la mano.

Se produjo un silencio sepulcral al otro lado y por un momento creyó que se había cortado la comunicación, pero la inspectora no tardó en continuar con una voz insistente llena de vehemencia y autoridad nada propio de ella.

—¿Quién te ha pasado el soplo?

Alumbró su hallazgo. La manta que había en la bolsa estaba empapada de algo que en su día fue sangre fresca, pero que había quedado reducido a una sustancia pestilente y comprendió que quizá tuviera en sus manos la tela que envolvía a Christoffer Holm cuando lo llevaron a la laguna. También había un hacha pequeña.

—La mujer del grupo de entrenamiento, la socióloga. Isa Nielsen.

Empezó a entenderlo. En algún punto del bosque que le rodeaba oyó el débil chasquido de una rama. Se apresuró a cerrar la bolsa y a mirar a su alrededor, pero todo volvía a estar en silencio.

—Y ¿estás solo?

—Sí.

—Intenta salir de ahí.

—¿Qué?

—Ya.

Otra voz se sumó a la conversación, esta vez detrás de él. Se quedó paralizado.

—Quién lo iba a decir, qué calladito se lo tenían.

La mano. La arena. El teléfono se le escurrió entre los dedos y rodó por la pendiente que había a sus espaldas. Luego se volvió hacia ella.

Capítulo 64

Lisa se quedó helada tras el volante unos segundos antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Por alguna razón, aquella mujer había decidido ir directamente a por Trokic. Todas sus dudas se esfumaron. ¿Por qué si no llevarle hasta allí? Se quedó contemplando la lluvia que caía a raudales.


Fuck. Fuck!
Joder, esa tía está mal de la cabeza –poco menos que le gritó a Jacob—. ¿Y si le hace algo?

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