—Un malo malísimo —dijo Cárol fingiendo cierto aire infantil.
Davide se mostró súbitamente irritado.
—No se burle, inspectora, porque, si mis informaciones son correctas, él ha ordenado matar a Mauro.
Si esperaba que Cárol pestañeara sorprendida ante semejante noticia fracasó clamorosamente. La inspectora no levantó la cabeza de sus notas y también pasó por alto el encrespamiento de gato montuno del arqueólogo.
—¿Y por qué motivo querría un próspero arqueólogo asesinar a un señor gallego que está pasando un par de días en Roma?
Tampoco le gustó a Davide Leone el tono ligeramente irónico de la pregunta. Parecía que la policía española no se hacía cargo del complejo mapa de intereses que le acababa de describir.
—Porque la memoria informática que le entregué a Mauro guardaba una serie de documentos bastante comprometedores para el futuro científico del señor Roth, o lo que es lo mismo, para el futuro arqueológico del Estado de Israel.
Cárol seguía sin inmutarse. Aquello le sonaba a película de espionaje.
—¿Qué tipo de documentos? —Y encendió un nuevo cigarrillo.
—Documentos sustraídos del mismísimo despacho de Amos Roth.
Un chorro de humo salió despedido por la boca de Cárol y dibujó fantasmagóricas formas en el rostro de Leone. Prosiguió:
—Mapas, notas de campo, planos, prospecciones de terrenos y archivos informáticos con suculenta información algo más que reservada.
La inspectora arqueó los labios.
—¿Pretende decirme que han asesinado a Mauro Andrade por guardarle a usted una memoria con unos cuantos planos?
Davide esbozó una sonrisa dura y se rascó la parte trasera de la cabeza como si se estuviera cargando de paciencia.
—A principios de agosto Roth y su equipo habrán terminado de excavar un nuevo e «importantísimo» yacimiento en zona palestina. Los resultados, sin duda, serán fastuosos y la conservación del lugar se hará imprescindible. Así que se creará un perímetro necesario para la seguridad del yacimiento, con lo que los palestinos que vivan cerca ya pueden ir despidiéndose de sus casas. Curiosamente, a las pocas semanas y protegidos por los militares que custodian la excavación, llegarán a la zona los primeros colonos que levantarán su asentamiento no muy lejos de las ruinas, para así poder oír por las noches el rumor de la historia de su pueblo, que les hablará desde las entrañas mismas de la tierra.
Cárol achinó los ojos, no tenía muy claro si estaba comprendiendo al arqueólogo.
—¿No le parece genial? Territorios conquistados a través de la arqueología.
La policía calló.
—Amos Roth y sus amigos del gobierno han diseñado un mapa muy singular en el que aparecen en tierra palestina una serie de puntitos rojos estratégicamente colocados. Esos puntitos rojos son hoy pueblos palestinos, pero mañana mismo van a convertirse en excavaciones arqueológicas y, oh maravilla, pasado mañana serán colonias israelíes.
Esperó unos segundos para comprobar la reacción de Cárol.
—La memoria que le entregué a Mauro era una copia con la información robada del despacho de Roth.
—Me gustaría ver esa información.
Leone cabeceó como si adivinara que la tozudez de Cárol sería infranqueable.
—Sólo hay una copia más y ni siquiera yo sé dónde se encuentra ahora mismo. Tendrá que esperar unos días. Hay que avisar a gente y ser cautelosos, no puede morir nadie más.
—¿Qué pretenden hacer con la información? —y al tiempo que preguntaba la imaginaba colgada en internet.
—Estábamos esperando a que en agosto Amos Roth anunciara a bombo y platillo los resultados de la nueva excavación; en ese mismo instante nosotros cederíamos toda la información a un periódico amigo israelí, y echaríamos por tierra de un solo golpe la arqueología religiosa de Roth y los planes del gobierno para crear nuevos asentamientos ilegales. Pero evidentemente algo ha salido mal, y ahora tengo un amigo muerto y otros muchos en peligro de muerte, porque esos «malos malísimos», esos «prósperos arqueólogos», como usted dice, no se andan con bromas y tienen, entre otros muchos amigos, a los servicios secretos del Estado de Israel, algo que, por supuesto, yo no contemplaba cuando le entregué la memoria a Mauro.
—Seguramente, pero dígame, ¿no tiene miedo? —quiso saber Cárol—. Si el motivo de la muerte de Mauro ha sido el contenido de esa memoria ellos deben de saber que usted se la proporcionó. También deberían ir a por usted.
A Davide Leone le bastó con girar ligeramente el cuello hacia la izquierda y levantar la barbilla. En una esquina de la plaza, apostados junto a una de las entradas, se encontraban un par de hombres jóvenes. Movió la cabeza a la derecha y la barbilla señaló a otro par de guardianes que custodiaban la otra entrada a la plaza.
—Por supuesto que tengo miedo. Llevo días sin salir de estas cuatro calles. Tengo amigos que me están buscando un escondite lejano y seguro pero por ahora debo esperar.
Ocultó las manos bajo la camisa blanca, escudriñó en las inmediaciones de la bragueta del pantalón y como en un juego de ilusionismo sacó un diminuto revólver que posó con suavidad sobre el mármol de la mesa.
—Pero aun así, verá que tomo precauciones.
El sol se desplazaba lento pero constante en busca del mediodía, ya alcanzaba los contornos de la mesa. Cierta picazón le enrojecía los pies a Cárol; los miró, eran más grandes de lo que cabía esperar en una mujer de su altura. Observó el revólver, era más pequeño que sus pies. Desplazó las servilletas y un espacio blanco de mármol con vetas grises apareció sobre la mesa. Abrió el bolso y del interior sacó su arma reglamentaria. La situó con mucho cuidado junto al revólver del arqueólogo.
—Lo siento —dijo—, la tengo más grande que usted.
T
ras un primer paseo Logroño me resultó una ciudad pequeña, coqueta y con todos los tics del provincianismo español. El nivel de vida, según me contaron, era bastante bueno gracias al negocio de los vinos en la Rioja Alta y al de las conserveras hortofrutícolas en la Rioja Baja. Había una tranquilidad limpia en el caminar de sus gentes. Parecían saber adónde iban pero no mostraban una especial prisa por llegar, quizá porque antes debían encontrarse a alguien en una esquina y charlar brevemente sobre el inusitado calor de este verano o el soñado ascenso del Logroñés. Yo envidiaba el sosiego de Logroño, y me atreví a imaginarme siendo uno de sus vecinos. Pero no. A medida que avanzaba la tarde comprendí que entre Logroño y yo había una barrera que nos separaría para siempre, un abismo insalvable: la calle del Laurel.
Una calle céntrica, de no más de cien metros, donde se acumulaban un número similar de restaurantes, bares y tabernas, con multitud de pinchos originales y apetitosos, y un precioso vino cosechero del que «las vigilantes» apenas dejaron que me manchase los labios. Pero ese mínimo buche me bastó para comprender que mi voluntad enferma y la calle del Laurel no podían compartir una misma ciudad.
Por aquel entonces «las vigilantes» ya se habían constituido en un dúo organizado que velaba por mantenerme alejado de las barras más peligrosas que me salieran al paso. «Las vigilantes» nacieron la misma tarde en que el comisario Corbalán tuvo la delicadeza de venir a visitarme a Puente la Reina. Yo no dejé pasar la magnífica oportunidad que el comisario me brindó para volver de lleno a la bebida. Aquel tipo sereno y de acento cantarín había llegado solo, pero antes de irse me dejó en compañía de un viejo grupo de fantasmas que yo conocía demasiado bien, porque desde hacía diez años me venían persiguiendo con ingrata severidad. Cuando el comisario se marchó decidí levantar un gin–tonic a la salud de mis fantasmas, pero en ese instante Ana y Edurne, las jóvenes montañeras, se sentaron a la mesa y sin pedir permiso decidieron acompañarme con dos cervezas. Junto a ellas estaba Manu, que me saludó temeroso, pues había visto cómo, minutos antes, yo le había arrugado la pechera al comisario y supuso que en cierto modo yo no era el tipo tranquilo y prudente que aparentaba ser. Mejor, así se andaría con más cuidado cuando viniese a contarme sus memeces.
La lógica del bebedor debía llevarme de aquella copa a otras muchas y de ahí al abismo, sin embargo, ni siquiera tuve tiempo de terminar aquel primer combinado, y una hora después ya me encontraba soñando en el camastro del albergue, con una velada sonrisa en los labios y mis viejos fantasmas batiéndose en retirada.
El mérito fue de Edurne, la rubia de manos poderosas, que apenas tomados los primeros tragos tuvo la feliz idea de salir a la calle a liarse un porro. Yo, en la juventud, había sido un entregado al hachís y a su penetrante aroma de las mil y una noches, así que celebré la ocurrencia con entusiasmo; toda ayuda era poca para ahuyentar a mis fantasmas.
Ni Ana ni Manu quisieron acompañarnos, así que el porro cayó entre Edurne y yo. Sinceramente, no me fijé en la cantidad de costo que Edurne mezclaba con las hebras de tabaco, de haberlo hecho seguramente hubiera sido más comedido en mis caladas, que por otro lado, no fueron más de cinco o seis, pero que resultaron suficientes para provocarme una repentina hipotensión que me dejó tumbado en mitad de la calle, con los pies en alto, el rostro pajizo y tragando, a pequeños sorbos, una Coca–Cola que Edurne había sacado de una máquina.
No bien pude incorporarme, los compañeros me escoltaron hasta el albergue y allí me quedé, con la vista perdida en el techo y el alma apaciguada por la sobredosis de hachís. Poco a poco pasé del duermevela al sueño profundo y allí, como ocurría en otras ocasiones, me esperaba Nuria, medio vestida, medio desnuda, con aquella camiseta tres tallas más grande que usaba para dormir. Pero al acercarme a ella ya no había camiseta y solo sus pechos me miraban alegres y vivos. Una fragancia conocida me empujó hasta su mejilla, un aroma de jazmín que ella solía llevar siempre en un tarrito dentro del bolso; yo me entregaba entonces a su abrazo y le contaba, a dos centímetros del oído y del nacimiento de su pelo, que todo había sido una broma macabra, una pesadilla sin sentido, que ella no estaba muerta, que nadie había entrado en nuestro chalet con la intención de robar, que ella no se había despertado al oír ruidos extraños y que ningún hombre se puso nervioso y apretó un gatillo. Mentira, todo mentira, le decía. Porque si algo semejante hubiera sucedido yo habría estado con ella en el chalet, y no a mil kilómetros de distancia, en una conferencia de jefes de gobierno europeos que a nadie interesaba. No, nada de eso había ocurrido. Así que Nuria me hizo callar con besos, se sentó a horcajadas sobre mí y, como otras veces, hicimos el amor.
A la mañana siguiente, mis pasos se unieron a los de Ana y Edurne durante un par de kilómetros, les agradecí la ayuda de la tarde anterior, y sin entrar en detalles les conté que durante un tiempo tuve problemas, y que la bebida fue un refugio seguro bajo el que ponerme a cubierto, así que aquel porro, de alguna manera, me había salvado de volver a las andadas. Medio en broma medio en serio, y sin que yo hiciera nada para evitarlo, aquellas dos jóvenes fundaron el grupo de «las vigilantes», cuya principal misión consistía en suministrarme un porro para elefantes si veían que yo coqueteaba demasiado con los camareros. La idea era divertida y dejé que estiraran el juego aunque, una vez salvado el precipicio del día anterior, mi empeño seguía comprometido en no volver a probar el jarro.
Por eso, aquella tarde en Logroño, mientras disfrutábamos de las maravillas culinarias de la calle del Laurel, una de mis «vigilantes» me permitió mojarme los labios con el bendito líquido que daban las vides riojanas. Solo mojarme los labios.
En aquella taberna no solo estábamos «las vigilantes» y yo; se encontraba junto a nosotros el resto de la pandilla, es decir, Tino el fotógrafo, Manu el pesado y Masahichi, un simpático turista japonés que se nos había unido y con el que había que comunicarse mediante señas porque, extrañamente, su inglés y el nuestro no tenían ni una palabra en común.
Las dinamizadoras de la pandilla eran las jóvenes montañeras del Baztán. Alrededor de ellas gravitábamos el resto de los personajes, cada uno con sus motivos y sus querencias. Los míos, más allá de que se habían convertido en mis «vigilantes», eran totalmente planos e inofensivos, pero los motivos de Tino se centraban exclusivamente en las ceñidas mallas que Ana vestía la mayor parte de los días, algo que ella ya había advertido y, por lo visto, no le parecía del todo mal. Las razones de Masahichi para formar parte de la pandilla las desconocíamos todos, ya que la comunicación era torpe, pero el nipón salvaba todos los obstáculos con una risa contagiosa que nos encandilaba y divertía. Lo de mis «vigilantes» con Manu era simple y llana caridad. Al igual que ocurría conmigo, habían decidido adoptarlo, quizá porque en el fondo, y más allá de sus fanfarronadas o quizás a causa de ellas, era un tipo necesitado de piedad. Así, con el paso de los días y sin apenas darnos cuenta se había formado la pandilla que al final de cada jornada se reunía para cenar junta, contarse la vida y compartir alguna que otra historia entrañable. La pandilla, como el propio Camino, era plural y no habría tenido futuro fuera de aquel contexto. Durante el día, cada uno a su paso y a sus pensamientos, pero al caer la tarde nos reuníamos allá donde estuviéramos para acabar el día acompañados.
La jornada con final en Logroño me había resultado de las más sencillas y descansadas. Desperté en Torres del Río, un pequeño pueblo cuyo principal encanto radicaba en la iglesia del Santo Sepulcro, una rareza de planta octogonal del románico navarro que merecía más tiempo del que yo le dediqué. Desde allí, por campos oscilantes y tierras de vides caminé hasta Viana, donde yo tenía un especial interés por ver la tumba de César Borgia, que después de muchas aventuras, deslealtades e intrigas vino a ser sepultado en un pueblo quizá pequeño, comparado con su fama, y muy alejado de su Roma natal.
La noble ciudad de Viana, que en tiempos fuera frontera entre los reinos de Navarra y de Castilla, me recibía, a pesar del verano, con una lluvia fina y reparadora, que aliviaba el calor y los muchos sudores de las jornadas anteriores.
Nada más llegar me paré a saludar al Borgia, que descansaba bajo una lápida de piedra en la iglesia de Santa María, junto a la plaza de los Fueros, a dos pasos de un ayuntamiento pequeñito pero bien plantado en cuya puerta se anunciaban las próximas fiestas de la Magdalena, que le traerían a los vecinos toros y torneos de pelota a mano.