Dudaba. Con la punta del zapato reunió un poco de serrín que había disperso por el suelo. Se encogió de hombros.
—¿Y tú?
—Yo me voy a Roma. Tengo curiosidad por saber cómo es por dentro una sinagoga.
—¿Y Tarzanito?
—Ah, por él no te preocupes, se queda con su padre y con un bote de Dalsy. Mano de santo, Suso, mano de santo.
Q
uedaban apenas veinticinco días para que la multitud peregrina inundase las calles del centro con sus mochilas, sus bastones, sus vieiras y el sonido alegre y uniforme de sus pasos. Los comerciantes ya estaban preparados para recibir su pequeño milagro jacobeo y, desde hacía varias semanas, se apostaban en la entrada de los locales ofreciendo a los paseantes tartas de Santiago, licor–café y orujos variados.
Suso comprendía que la gente debía ganarse la vida, pero a ratos lamentaba la masificación turística que, poco a poco, iba convirtiendo la ciudad en una especie de parque temático, donde apenas quedaba ya lugar para aquellas tascas originales y de ambiente denso, que vendían el vino a granel y colmaban las tablas con estupendos pedazos de pulpo, calculando más el hambre del comensal que el beneficio de su bolsa.
Quizá, pensaba Suso, no era solo Santiago la que estaba cambiando, sino el mundo entero, embarcado en una cruzada moral por la limpieza, la mesura, la salud, la asepsia y la estupidez. Bueno, no había que caer en el desánimo, todavía no estaba todo perdido, afortunadamente quedaban plazas fuertes que defender como el restaurante Orella, que, desde luego, nunca ganaría el premio al azulejo más brillante del año, pero ni falta que le hacía, porque sus tazas de ribeiro turbio, su
pulpo a feira
y su jamón asado se sobraban y se bastaban para mantener contenta a una clientela de años.
Allí habían quedado Suso y Marina para cenar y ponerse al día sobre las novedades de su única hija. Suso pensaba que llegaba con retraso. Se había demorado junto a Cárol en la elaboración de un plan para los próximos días. Valoraron la posibilidad de repartir el caso entre la policía de Navarra y los Carabinieri de Roma, pero finalmente decidieron asumir ellos solos toda la carga de la investigación. Ya había bastante con la dispersión de los escenarios del crimen, no hacía falta añadir a tres jefes diferentes dando órdenes. Además, en las anteriores experiencias que se trabajó al alimón con otras policías no se agilizó la captura de los asesinos, sino más bien todo lo contrario.
Así que Suso apretaba el paso y miraba el reloj, aunque en el fondo estaba convencido de que llegaría al restaurante antes que Marina, porque la puntualidad era un don que ella había desechado en su más temprana juventud. Echó una ojeada a lo largo del local. Efectivamente, ni rastro. Eligió la mesa más lejana a la barra y se sentó de cara a la puerta.
No quiso abundar en el ribeiro porque notaba que las tres tazas anteriores ya le estaban provocando un chisporroteo de ideas absurdas que no le beneficiaban a la hora de enfrentarse a Marina. Así que aguantó la espera con una botella de agua mineral y una tapa de oreja cocida con pimentón.
Alzó el brazo cuando la figura de Marina se perfiló tras los cristales de la puerta. Se había cortado el pelo y se acercaba por entre las mesas con una sonrisa juvenil que Suso consideró un mal augurio.
Le dio un solo beso en la mejilla y el aroma de Marina se le quedó un rato vagando por las cercanías de la nariz.
—¿Qué te has puesto?
—Nada, un poco de perfume, ¿desde cuándo tienes un olfato tan sensible?
Suso calculó que en pocos minutos el perfume de Marina sería devorado por las fragancias culinarias que llegaban desde la cocina. Le pareció triste.
Convinieron en pedir una botella de albariño; él venía de la pobreza áspera del ribeiro, pero a Marina los vinos populares se le subían muy pronto y le provocaban dolor de cabeza a la mañana siguiente. Optaron sin apenas pensarlo por las
xoubas
fritas, el pulpo
a feira
y el chorizo cocido en vino tinto. Suso no tenía memoria para esas cosas, sin embargo, Marina recordó que la última vez que estuvieron allí, todavía como un matrimonio más o menos feliz, habían pedido una comanda idéntica.
—Hay cosas que no cambian —dijo ella, en cuanto se marchó el camarero.
—¿Y para qué cambiar? Las cosas que están bien no hay que cambiarlas. —Y al momento cayó en la cuenta de sus torpes reflejos, porque Marina, con aquel comentario inocente, había pretendido ir más allá de las
xoubas
y del pulpo. En efecto.
—¿Y si las cosas no están bien?, eh, Suso, ¿qué se hace con ellas si no están bien?
Maldita sea. Marina no se había esperado ni a que llegara el vino. Iba en plan kamikaze directa a su objetivo, pero Suso necesitaba un par de buenos tragos antes de emprender una conversación de aquellas dimensiones. Se molestó en silencio. ¿Por qué nadie le habría explicado a los explosivos defensores de la sinceridad que las personas reservadas tienen sus propios tiempos?, ¿por qué no respetaban? ¿Por qué imponían con gracia y naturalidad su mundo dicharachero, veloz, apabullante, sobre el resto de los mortales, pobres tortugas a la hora de expresar sentimientos? Se juramentó para no entrar al trapo, al menos hasta no tomar la segunda copa de albariño.
Cago en diola
.
—Las cosas están bien —repitió testarudo, y derivó el asunto hacia el terreno que le convenía—. Lucía es formal. ¿Que ha llegado tarde un par de noches? Es lógico, tiene la edad. Quizás incluso ande ya de novios.
Un fulgor apenas contenido se vislumbró en los ojos grises de Marina. No le gustaba cuando Suso se hacía el ingenuo.
—De Lucía vamos a hablar largo y tendido, no te preocupes. Y cuando te cuente algunas cosas a lo mejor no eres tan condescendiente. Pero me estaba refiriendo a nosotros, Suso. Las cosas no van bien entre nosotros.
El camarero llegó justo a tiempo con la botella. Colocó entre los dos un cuenco del que brotaban hermosos trozos de un pan esponjoso y moreno. A Suso le pareció una bonita frontera para la contienda. Se llenó la copa sin servirle a ella. La apuró de un trago y volvió a repetir la acción con meditada parsimonia. Chasqueó la lengua contra el paladar. Cuando levantó la vista notó que algo se estaba quemando dentro de la cabeza de Marina.
—De acuerdo —cedió—. ¿Qué ocurre con nosotros?
Marina alargó sobre el mantel el brazo derecho y traspasó la frontera camino a los territorios de Suso. A pesar de aquel gesto no se podía decir que su mirada se hubiera dulcificado.
—Pues que cada vez nos alejamos más, Suso, ¿no lo notas? Antes al menos te quedabas a cenar cuando traías a Lucía del conservatorio, pero ahora la dejas en el portal y adiós muy buenas. Hay que cuidar esos detalles, Suso, Lucía necesita dos padres, dos, Suso, aunque no vivamos juntos es necesario que ella vea que seguimos compartiendo cosas.
Una sonrisa del comisario interrumpió el discurso.
—Te recuerdo que ya compartimos unos papeles de separación que tú te empeñaste en firmar deprisa y corriendo, porque te asfixiabas en mitad de una vida sedentaria y necesitabas ser libre y crecer y mil
caralladas
más que ahora me importan una mierda, pero que en su día me jodieron bien jodido. —Llevó su mano hasta la frontera, pero en lugar de rozar la de Marina cogió un pedazo de pan y lo desgarró—. Bien jodido, Marina, bien jodido —repitió.
Marina era una impulsiva experimentada y quizá por eso sabía encajar los golpes rivales con aplomo.
—De acuerdo, te hice daño. ¿Cuántas veces te he pedido disculpas? No fue mi intención, y lo sabes, pero tenía que sentirme viva, Suso, ¿de verdad no puedes comprenderlo todavía? Nuestro matrimonio se hundía, nos estábamos convirtiendo en dos seres infelices que se quedaban dormidos todas las noches frente a la serie más vulgar de la televisión. Por Dios, Suso, si ni siquiera follábamos.
Ella siempre golpeaba con más fuerza. Suso miró a un lado y a otro, pero las palabras habían salido de Marina en un tono bajo y mesurado, con la intensidad justa para alcanzar los oídos del comisario. Nadie más podría haberlas escuchado, sin embargo, él sentía vergüenza.
Iba a contestarle con un meditado exabrupto, pero felizmente el camarero regresó con dos fuentes haciendo equilibrio en los antebrazos. Posó las
xoubas
y el pulpo sobre la mesa con cierto mimo, dejándolas aterrizar desde las alturas para que los comensales comprendieran que estaban a punto de probar manjares que más tenían que ver con lo divino que con lo humano.
La revelación del pulpo sobre una tabla inflamada de patatas y la composición dorada de las xoubas dejaron al comisario sin ganas de pelear. El pulpo humeaba como un campamento de indios, pero había que comerlo así; frío perdía.
—Bueno, vamos a dejar eso para luego, si no te importa; cuéntame qué pasa con Lucía —dijo mientras precipitaba su tenedor contra la tabla.
Quizás él, como otras veces, tuviera razón y lo más prudente ahora fuese centrarse en Lucía, y más tarde, en la relajación propia de la sobremesa, abordar de nuevo sus problemas ex matrimoniales.
Marina utilizó una mano para agarrar por la cola una
xouba
y depositarla en su plato. Con la otra mano escudriñó algo dentro del bolso que colocó encima de la mesa.
—Aquí tienes. ¿Se lo has dado tú?
La vista de Suso abandonó la carne sonrosada del pulpo y se trasladó hasta el objeto que Marina había depositado al lado de la cesta del pan. El comisario negó con la cabeza y se cagó literalmente en todos sus muertos.
—Pues yo tampoco, así que ya me dirás.
El condón, junto a la comida, se revelaba aún más doloroso e inquietante a los ojos del comisario.
—Me cago en la puta, Marina, que tiene dieciséis años.
Estaba hermosa con el pelo corto, sobre todo ahora, cuando sus ojos grises se llenaban de gravedad y parecía por momentos una persona plena de sensatez.
—Pues eso te digo, Suso, que será muy buena estudiante y la chica que mejor toca el oboe del conservatorio, pero nuestra hija guardaba un preservativo en el fondo de la mesita de noche.
Muy, muy desafortunada había sido la imagen que se le pasó por la mente de su hija tocando el oboe.
Cago en diola
.
—¿Y qué te ha dicho?
—¿Y qué quieres que me diga? Pues que no es suyo, que se lo estaba guardando a una amiga, y que quién soy yo para andar manoseando en sus cajones.
—Ay, la hostia —se lamentó Suso, a quien las
xoubas
de repente le parecían pequeños estiletes de oro y el pulpo, un animal insípido y vulgar.
El camarero llegó de nuevo esgrimiendo una cazuela con rodajas de chorizo rebajadas en su jugo y en vino tinto. Marina retiró a tiempo el condón de la mesa y lo dejó caer al interior del bolso.
El chorizo hervía lo mismo que la sangre dentro de Suso. Rellenó las dos copas sin que nadie se lo pidiera. Necesitaba apagar el pequeño incendio que se había declarado en su cabeza. Vació el contenido de un trago y abrió los pulmones tanto como pudo para acabar exhalando una especie de lamento o alivio.
—Bueno —dijo intentando llevar sus pensamientos a algún lugar seguro—, al menos toma precauciones.
Marina levantó la copa y en un gesto irónico alabó la brillante conclusión de su ex marido. Luego, con ánimo pacífico, cortó un trozo de pan y acostó sobre él dos luminosas rodajas de chorizo que le tendió a Suso.
—Toma, y tampoco te mortifiques, pero habla con ella. Contigo es diferente, siempre has sabido cómo llevarla.
Eso era cierto. Lucía y Suso se entendían bien, y quizá por eso le dolía aún más que ella, de alguna manera, no le hubiera hecho partícipe de su vida más íntima. Podía haberle avisado con indirectas o contarle al menos que tenía un novio. Pero ¿y si no tenía novio?, ¿y si se acostaba con el primero que llegaba? ¿Pero cómo había podido despistarse tanto? Él era el padre de una adolescente y cualquiera sabía que los adolescentes son bombas de hormonas que pueden explotar sin mucho criterio en mitad de una familia y dejarla hecha un cisco.
—Ay, la hostia —repitió y se rellenó la copa.
—Tranquilo, Suso, no te ataques.
—¿Y dónde está ahora?
—Hoy es viernes, se queda a dormir en casa de Marta, una amiga.
—Pero Marina, ¿tú estás bien de la cabeza? Tenemos a la niña coleccionado condones y ¿tú la dejas que se quede a dormir fuera de casa?
Una sonrisa pausada alumbró la cara de Marina. Los papeles se habían cambiado y por primera vez era ella la encargada de serenar a Suso. Le cogió la mano y entonces sí, Suso, desvalido, se dejó acariciar.
—Si no te fías de ella, fíate al menos de mí. Acabo de hablar con los padres de Marta, están cenando y todo está bien. No dramatices. Además, si quiere follar ya se encargará ella de buscar un lugar adecuado para que nosotros no estorbemos.
La palabra «follar» le pareció irritante estando su hija de por medio, pero era evidente que Marina tenía razón. Lo mejor sería hablarlo. Mañana mismo la recogería con cualquier excusa para dar un paseo y en el trayecto…
—A ver cómo le entro.
Poco a poco, casi sin darse cuenta fueron terminando los platos y la segunda botella se vació con la parsimonia de los que nada esperan. Después de los postres Marina levantó la mano para pedir un par de chupitos de licor–café que les facilitasen la digestión. Sabía que Suso mataba por un licor–café casero y contundente. Cuando el camarero llegó Suso se adelantó y pidió la cuenta.
—¿No quieres un chupito? —preguntó ella extrañada.
—Sí. Pero vamos a ir a tomarlo a otro lugar —le explicó con media sonrisa—. Ser el mejor freidor de
xoubas
no te convierte en el mejor destilador de licor–café, porque Dios, que es gallego, reparte los dones entre sus hijos de manera minifundista.
Estaba guapa riendo con el pelo corto y los ojos grises.
Cuando salieron del Orella una capa de nubes finísima se empezaba a interponer entre Santiago y la luna. El comisario, de manera tonta, recordó que Marina llevaba dentro del bolso un condón.
Jerusalén, Roma, Santiago
E
l fotógrafo se llamaba Tino y era uruguayo. De su cuello colgaba una poderosa Nikon a la que cada cierto tiempo, como si fuera una manía nerviosa, le cambiaba el objetivo. Aquel artefacto era el órgano vital más brillante y sensible que Tino poseía. Le colgaba del cuello con la misma gracia que un brazo cuelga del hombro, y nadie con un mínimo de perspicacia habría dudado que hombre y cámara formaban parte de un mismo ente.