Tino me caía bien porque de alguna manera me recordaba a ese joven flaco, melenudo e irreverente que yo creía haber sido. Una camiseta desgastada, el pelo ensortijado hasta los hombros, unas botas cuarteadas y unas gafas de sol que ocultaban unos ojillos vivaces y turbios, siempre atentos al más ligero movimiento del entorno. Así era Tino, el nuevo compañero de Camino al que le pagué una cena y doscientos cincuenta euros por las fotos de la cabeza silvestre de Zubiri. Estaba aprendiendo a ganarse la vida como fotógrafo y de momento no lo hacía mal.
Tino y yo permanecíamos sentados en una cafetería luminosa y burguesa del casco histórico de Puente la Reina, un hermoso pueblo de aires medievales en cuyas fachadas podían verse llamativos blasones que recordaban su pasado aristocrático. Imaginé que en cualquier otra época del año un paseo por Puente la Reina supondría un sugerente y educativo viaje al pasado, pero en aquellos momentos un ejército invasor de peregrinos y turistas transitaba arriba y abajo en busca de comida, recuerdos o una buena fotografía que enviar a los amigos. Era lógico, en Puente la Reina se unía la ruta aragonesa con la que venía desde Francia para convertirse así en un solo camino hasta Santiago.
Nosotros habíamos llegado allí después de andar más de veinticuatro kilómetros, a lo largo de los cuales tuvimos que enfrentarnos al famoso Alto del Perdón. No sé si se trataba de una guasa andaluza o de una tradición real, pero durante el sufrido ascenso escuché a un grupo de jóvenes gaditanos comentar que el monte debía su nombre a la dureza de sus rampas, en las que a cambio de alcanzar pronto la cumbre, el peregrino promete arrepentimiento sincero de todos los pecados cometidos y de los miles que le quedan por cometer. No era para tanto. Más que la subida me incomodaron los gigantescos y persistentes molinos de viento, que con su ruido feo y circular habrían hecho desistir de la pelea al mismísimo Alonso Quijano.
Tino se liaba un cigarrillo y yo observaba la puerta de hito en hito a la espera de que un policía gallego apareciese con la intención de interrogarnos. Nosotros ya habíamos contado nuestra versión a un tipo con dientes de ratón que se llamaba Uriza y que dijo trabajar de comisario en Pamplona. Se hartó de hacer preguntas y se quedó, entre otros, con mi número de teléfono. Al parecer, el artículo que escribí y las fotografías de Tino habían levantado cierta expectación en Santiago de Compostela, donde creían haber reconocido al dueño de la cabeza. «Pues ya es casualidad», le dije a Uriza, «que siendo el tipo de Santiago aparezca su cabeza en el Camino, ¿no?». El poli tenía una voz impávida y desconcertante. «Casualidad o mala leche», dijo, y con idéntica frialdad me comunicó que alguien en breve se iba a trasladar desde Galicia para tomarnos declaración. Yo quise ponerme a su altura y le expliqué que estaba trabajando y debía continuar haciendo mi trabajo y mi Camino. No iba a quedarme sentado esperando a un madero gallego. Uriza no vio ningún problema en eso. El policía acudiría allá donde Tino y yo nos encontrásemos. Todo un detalle por su parte.
Así que allí estábamos, en una cafetería fatalmente barroca de Puente la Reina, preguntándonos cómo reconoceríamos a un poli gallego entre una tropa internacional de turistas; algo que a Tino le desconcertaba especialmente, porque para él todos los españoles, vinieran de donde viniesen, eran gallegos.
Mi relación con la policía no siempre había sido todo lo cordial que cabía esperar. Ambos teníamos varios asuntos que reprocharnos. Ellos, por ejemplo, podían echarme en cara que durante los últimos años setenta yo quise socavar el orden mundial, empezando por Barcelona, y lancé pequeños artefactos incendiarios contra sus lugares de trabajo y contra las casas cuarteles en las que vivían sus familias. Yo, por mi parte, les recriminaba todo un glosario de golpes, hematomas y vejaciones que soporté durante los tres días en que fui sistemáticamente torturado en los bajos de una comisaría.
Hacía ya bastante de aquello, así que por mi parte, pelillos a la mar, pero todavía no había llegado el momento en que me entusiasmase la idea de tomar café con un policía.
La puerta se abrió, pero en lugar del poli gallego entraron Ana y Edurne, las dos senderistas del Baztán, acompañadas por Manu, el fétido hombre del Camino. He de reconocer que me sentí súbitamente celoso. ¿Qué hacían juntos? Ana, Edurne y yo veníamos coincidiendo todos los días durante un par de kilómetros, los justos que mis piernas soportaban su ritmo vivaz y juvenil, y nuestra confianza se iba acrecentando en conversaciones tan inocentes como interesantes. Ellas me contaban de sus estudios financieros, de lo jodidamente obtusas que eran para la microeconomía, y me enseñaban canciones populares de su valle, y reían al comprobar mi torpeza con la pronunciación del euskera, y era hermoso escucharlas reír porque las personas sencillas siempre son hermosas, más aún cuando tienen veinte años.
Lo de Manu, sin embargo, era otra cosa. El tal Manu compartía todos los estereotipos aplicables a ese primo hermano lejano al que llevas esquivando desde la infancia, pero que sin saber cómo ni por qué aparece en los momentos y lugares más insospechados para recordarte que no todos los seres humanos somos iguales, y que los hay pesados, muy pesados, individuos de lengua implacable y perseverante que no se conforman con que les otorgues la razón en sus mil y una majaderías, sino que demandan atención constante para sus pretendidos ingenios y sus chistes mustios. Por lo tanto, no se trataba solo de su hediondez a la hora de descalzarse, estaba también y sobre todo su imprevista faceta de acompañante. Y eso me fastidiaba todavía más, porque yo abandonaba los albergues de madrugada, y dejaba a Manu acostado y roncando a pierna suelta, pero cada día, a mitad de jornada, advertía que unos pasos constantes como una marea me venían por detrás, me alcanzaban y se detenían a mi lado para «entretenerte» por un tiempo el pesado caminar. «Por un tiempo» —y esta era la única bondad que desde mi punto de vista adornaba a Manu—, porque se trataba de un atleta indiscutible, y su naturaleza deportiva no le permitía rebajar el ritmo de sus pisadas por mucho rato. De manera que solo había que aguantar un par de chistes y tres o cuatro sandeces porque, al poco, Manu y su ímpetu animal se perdían en el horizonte a la caza de su próxima víctima. No, no se podía decir que Manu me cayera bien.
Los saludamos levantando el brazo y vimos cómo se acodaban en la barra. En ese instante un individuo ligeramente robusto se acercó hasta donde nos encontrábamos. Después de tanta expectación no lo habíamos visto entrar.
—Soy el comisario Suso Corbalán. —Y nos tendió la mano.
—¿Cómo sabía que éramos nosotros? —le pregunté.
El comisario levantó las cejas y miró hacia la cámara que descansaba en el pecho de Tino. En fin, no había que ser Perry Mason.
Pensé que una vez más me vería obligado a responder las mismas preguntas de cómo, dónde y cuándo advertimos la presencia solitaria de la cabeza bajo el puente, sin embargo el poli nos explicó con su dulce acento cantarín que ya tenía un lote de papeles así de grandes con las declaraciones resumidas de todos los que por allí andábamos y que no había diferencias significativas entre las versiones.
—¿Qué es lo que le interesa entonces? —dije con una sonrisa, intentando que mi desafección histórica no saliera a relucir.
Él también sonrió.
—En primer lugar me interesa tomarme un buen café con leche —levantó una taza que había en la mesa e hizo un gesto hacia la barra que cualquier camarero del mundo habría sabido interpretar—, porque he salido tempranísimo de Santiago y ni siquiera he podido echar una siesta.
—Es bárbaro lo de acá con la siesta, loco —dijo Tino haciendo gala de su irreverente juventud—, he conocido personas que incluso se ponen el piyama.
Eso también me gustaba de Tino: era un ser literalmente igualitario. Al presidente de Estados Unidos le habría hablado con la misma franqueza que a un amigo del barrio, y lo mejor es que no lo hacía guiado por ninguna convicción, sino que le salía así, naturalmente.
Permanecimos hablando de nada en concreto hasta que le trajeron el café al comisario Corbalán. No creí que insistir sobre el motivo de su visita forzase la situación, y de nuevo le pregunté qué buscaba de nosotros.
—Me interesan sus profesiones —dijo sin vacilar y poniendo cara de haberse quemado los labios—. Usted es periodista y usted fotógrafo, a los dos, de alguna manera, les pagan por estar atentos a lo que ocurre, por captar detalles y mostrar la realidad, ¿no? —creo que reconoció una suerte de asombro en nuestros rostros.
—Más o menos —dije inquieto.
—Pues lo único que yo necesito es que ustedes sigan haciendo su trabajo, que sigan anotando o fotografiando aquello que consideren digno de ser contado.
Sus palabras no conseguían explicarnos nada.
—¿
Podés
concretar un poco?,
mirá
que yo con tanto sol en la cabeza ando medio
gil
e igual no me entero.
El comisario tintineó con la cucharilla en el plato como si quisiera convocar las palabras perfectas con un truco de magia.
—Verán, no parece que estemos ante un asesinato normal. Una cabeza sola con un papel oculto en el interior de la boca debe, obligatoriamente, tener algún significado. Matar es fácil e incluso deshacerse de un cuerpo también, si lo has planteado previamente; en principio, lo lógico sería que un asesino ponga todos los medios para que la policía no lo pille y haga desaparecer todas las pruebas. Sin embargo, y aunque cueste creerlo, la historia del crimen está llena de gente que busca reivindicarse, capullos que utilizan el asesinato como una partida de ajedrez en la que demostrar su inteligencia, echándole un pulso a los investigadores.
—La peña está mal, muy mal —comentó Tino.
—El muerto es de Santiago y no encontramos un mínimo motivo que explique su aparición en Navarra. Hasta hace unos días la única relación de Zubiri con Santiago era la ruta jacobea, pero ahora también los une una cabeza en cuya boca apareció escrita una frase que últimamente está de moda en Santiago.
—
Eu nom te espero
—dijo Tino, que se la había aprendido de memoria.
—Exacto. En principio, es solo una protesta contra la próxima visita del Papa, pero resulta evidente que el asesino quiere decirnos algo con esa nota, orientarnos en algún sentido para que la partida pueda seguir jugándose, sin embargo, hasta ahora no sabemos…
Lo interrumpí.
—¿Pretende decir que el asesino va a seguir dejando pistas?
Apuró el café con leche y se quedó mirando el fondo de la taza con cierta desilusión.
—Es una posibilidad que no descartamos. Por supuesto, puede que mañana encontremos otra pista en Roma o en Melilla, y la hipótesis de la ruta jacobea se vaya al traste y tengamos que posicionarnos sobre un nuevo tablero, pero por ahora es lo único que tenemos. Por eso yo quería pedirles que si por casualidad ocurre algo que les llame la atención, algo que les haga sospechar, cualquier cosa, aunque sea una tontería, me llamen y me lo cuenten. Necesito personas que estén acostumbradas a mirar la realidad con ojos diferentes, que sepan advertir los pequeños detalles.
No me pude contener, me lo había puesto a huevo:
—Y claro, no encuentra gente así dentro de la policía.
El comisario permaneció risueño y ladeó la cabeza a la izquierda, quizá para esquivar el invisible puñetazo que mi incontinencia verbal le había lanzado. Tino me miró sin dar crédito y súbitamente nervioso le cambió el objetivo a la cámara.
—La hay —contestó el comisario—, aunque no a patadas, y en todo caso no están aquí ahora. Por supuesto, se han desplegado policías de paisano a lo largo de los diferentes tramos pero nunca está de más la ayuda de unos profesionales.
—Los profesionales lo son principalmente porque cobran por su trabajo —dije sin perder la compostura. Lo último que se me pasaba por la cabeza era trabajar de gratis para la pasma.
—Lo siento —dijo—, pero los fondos reservados se dedican a otros menesteres. Yo, si quiere, le puedo regalar un jamón.
No sé si pretendió desbaratar mi animadversión con una broma inocente pero, fuera como fuese, yo no puse de mi parte.
—Ya sé a qué se dedican los fondos reservados y eso me gusta menos todavía. Me parece que tendrá que buscarse a otro; además, ¿cómo sabe que alguno de nosotros no es el asesino? O los dos a la vez.
Entonces sí, la cara de Suso Corbalán adquirió una nueva dimensión. La media luna risueña de los labios se le esfumó de un golpe, y advertí que unas ojeras, antes imperceptibles, se inflaban como globos morados y empujaban hacia abajo unos pómulos, que sin la tensión de la sonrisa parecían ahora más carnosos.
El desconcierto de Tino aumentó hasta el nivel de alerta y decidió aliarse con el más fuerte. No se lo reproché, un joven inmigrante sin papeles tiene ciertas pleitesías que cumplir, y al fin y al cabo la culpa de aquella subida de tensión era solo mía.
—
Mirá
, comisario, yo hago cientos de fotos cada día. En cuanto vea algo que se mueve entre los matorrales le llamo, aunque sea un jabalí follando,
mijo
. Y en cuanto al precio no se preocupe, le acepto con gusto el jamón.
El verano regresó a la cara del comisario.
—Muchas gracias, Agustín. —Aquel tipo se había leído bien nuestra biografía antes de venir a entrevistarnos. Yo desconocía el verdadero nombre de Tino—. ¿Le importa si me quedo a solas un momento con el señor Huguet?
La espalda de Tino se alejó hacia la puerta con paso decidido. Podía apostar a que no iba a volver la cabeza.
—Ahora me llamo Emilio Ribeiro —dije sin desfallecer en mi ánimo de bronca.
—Sí, ya lo sé, y me gusta, no se puede imaginar usted los grandes ratos que le debo yo al ribeiro.
—Creo que también de vinos sé más que usted.
—Me consta —dijo, y algo en sus ojos se me reveló siniestro—. Mire, Xavier, discúlpeme en lo que haya podido molestarle y olvide que hemos compartido esta mesa durante diez minutos, ¿de acuerdo? Simplemente me he confundido de persona.
No se había confundido, estaba jugando a ser un poli bueno, pero yo sabía que los polis buenos…
—¿Y qué tipo de persona esperaba encontrar?
—Una víctima. Alguien que hubiera sufrido lo bastante como para querer ayudar a otras víctimas que ahora mismo están llorando en Santiago a un desaparecido sin cabeza.