No obstante, no se mortificaba más de lo necesario, porque en el fondo sabía que un mayor celo por su parte no habría salvado al catedrático de la decapitación, sin embargo, no dejaban de punzarle en algún lugar de su vanidad las palabras del deán animándole a recuperar el cuerpo de su hermano, y le dolían, sobre todo, porque intuía que desde su tieso alzacuellos, su pelo blanco y sus gafas oscuras don Gregorio tenía razón.
Para colmo de males Cárol, la imprescindible Cárol, había estado ausente toda la jornada porque, según le explicaba en un matutino mensaje al móvil, Tarzanito tenía fiebre y estaba «malo de verdad», como él mismo se encargaba de contarle a cualquiera que se interesase por su estado de salud. Suso no sucumbió a la tentación de llamarla en busca de socorro y volcar sobre los brazos de la inspectora toda su frustración. Le costó pero finalmente no cedió al impulso de niño malcriado. Cárol estaba cuidando a su hijo, a su verdadero hijo, él por hoy tendría que apañárselas solo. Al fin y al cabo era él el comisario, ¿no?, y de alguna manera, el último responsable de sus desaciertos, ¿no? Lo pensó unos instantes y no le quedó muy claro.
Acorralado por la realidad se ciñó los galones de jefe y se puso en funcionamiento con el ímpetu y la soltura que pudo. Once horas más tarde continuaba con el culo pegado a la silla, mohíno ya de tanto dar órdenes y con la oreja saturada de hablar por teléfono. Apenas se había tomado quince minutos para devorar un par de panecillos rancios que alguien le había traído de la calle. Ya estaba bien por hoy. El deán no tendría nada que reprocharle mañana por la mañana.
Ojeó la agenda por si en aquella maraña de incomprensibles letras había quedado algún lugar virgen que escapase al rigor de sus tachones. Lo había. Mierda. Dentro de dos horas cenaba con Marina. Se lo había prometido. Tenían que hablar de Lucía, o eso al menos pretextaba Marina. Desde luego, Suso, a aquellas alturas del día ya no tenía voluntad para nada, y menos aún para discutir con su ex mujer, así que se concienció para ceder en cualquier cosa que ella le pidiera.
El teléfono se iluminó y el comisario comprobó con tristeza que aquel maldito soniquete se había convertido en la banda sonora de su vida. Era Cárol. Dudó si contarle la jornada. Empezó por el principio.
—¡Me cago en la puta hostia! —dijo Cárol al conocer la noticia de la decapitación con todos sus detalles.
En ocasiones, la inspectora jefe no era precisamente un ejemplo de exquisitez victoriana.
—Pues sí, chica. Llevamos todo el santo día buscando al tal Fiz Couñago, pero parece que se lo comió la tierra. Estuvimos en su casa y solo encontramos estanterías llenas de libros y un par de cajones revueltos, como si se hubiera largado con cierta urgencia.
—¿Vivía solo?
—No, con un perro que también ha desaparecido.
—Mejor, los perros son animales que siempre dejan rastro.
El comisario no entendió muy bien a qué se refería, pero siguió adelante con la crónica de sus desventuras.
—Después llamé a Pamplona.
—¿A Pamplona?
—La cabeza ha aparecido en Zubiri, un pequeño pueblo al norte de Pamplona. Le han encargado el caso a un comisario llamado Uriza. He hablado con él por teléfono.
Suso se calló súbitamente y permaneció en silencio por unos instantes. Cárol aprovechó la interrupción para calibrar qué tipo de noticia se ocultaba en aquel mutismo. Creía estar segura, no obstante preguntó.
—¿Y?
—Le he pedido que nos ceda la investigación del asesinato.
Lo sabía. Suso se sentía culpable y empezaba a asumir la muerte del catedrático como un asunto personal.
—Suso, Navarra está muy lejos.
—Todo, menos Portugal, está lejos de Galicia —dijo—. Ellos solo tienen una cabeza, en cambio nosotros tenemos a un loco con su perro en busca y captura y mucha tela que cortar.
—¿Qué te ha dicho?
—Que me regala la cabeza y se pone a nuestra entera disposición para lo que necesitemos.
—Muy amable —dijo sin poder disimular cierta acritud.
El comisario comprendió que Cárol temía que el asesinato de Mauro Andrade se inmiscuyera en sus obligaciones familiares.
—No te preocupes —intentó adelantarse—, tú te quedarás aquí coordinando la investigación del caso. Ya te he preparado una buena lista de cosas para que no te aburras. —Intentó parecer divertido pero fracasó—. En cuanto pueda saldré para Pamplona, quiero inspeccionar el lugar y hablar con la gente que andaba por allí, entre ellos el periodista que firma la crónica, estaría bien saber cuánto hay de verdad y cuánto de sensacionalismo en su narración de los hechos. Además, hay un detalle que me inquieta, la nota que se encontró en el interior de la boca ponía «Eu nom te espero», pero no era igual a las que aparecían en la catedral.
—¿Por qué?
—Las de aquí estaban escritas a mano, la que apareció en la cabeza, a máquina.
—¿Y?
—No sé, me inquieta. Los locos son locos porque tienen sus manías y pocas veces las cambian, ¿no?
—Suso, encuentra a ese tipo cuanto antes, le pones una luz en la cara y le preguntas si escribe a máquina o a mano; así te dejas de historias.
—Sí, claro.
Cárol adivinaba una fina capa de pesadumbre en la voz del comisario. La misma sensación espesa de aquellos momentos, ya pasados por fortuna, en que Suso llenaba una taza detrás de otra y hablaba con frases breves y enigmáticas sobre los estados de su ánimo; porque Suso, desde que Marina lo empujara al corral de los animales solitarios, no había encontrado mejor amigo en el que depositar sus confidencias que Cárol. Ella lo sabía y agradecía que aquel hombre medio gordo, medio calvo, medio alto y medio guapo se fiara de ella y que, después de tanto vino, nunca se hubiera atrevido a mirarle los pechos con oscura animosidad.
Suso prosiguió, quería darle el parte completo de la jornada.
—Más tarde he hablado con la profesora Castresana, la que estaba en el congreso de Roma con Mauro. —Maldita sea, ¿por qué no la habría llamado antes?—. He tenido la dudosa suerte de ser el primero en informarla. Ni desde la universidad ni desde el arzobispado se habían puesto en contacto con ella. Joder.
Al otro lado de la línea Cárol ladeó los labios. Dar semejantes noticias suponía una de las labores más ingratas de aquel oficio ya triste de por sí, además, el comisario no era precisamente el mejor de los mensajeros, su voz en el teléfono se volvía opaca y distante, insensible casi, como si él fuera un simple encuestador y la muerte, un sencillo y aburrido trámite legal.
—¿Te ha podido contar algo?
—Sí, pero prefiero hablarlo cuando estemos cara a cara.
—Los niños ya se han bañado y Dani acaba de llegar para darles la cena —explicó Cárol—, si me esperas, en veinte minutos estoy en tu despacho.
—Ni de coña —le cortó Suso—, vete al Pataca, ahora mismo salgo para allá a tomar un vino.
* * *
Cuando Cárol atravesó la puerta del bar O Negreira, también conocido como el Pataca, se encontró que Suso tenía medio cuerpo apoyado en la barra y escuchaba con aparente interés al dueño del establecimiento, que con hablar pausado, figura robusta y barba blanca, desgranaba las razones por las que la gaita gallega endulza más el alma que, por ejemplo, la escocesa.
—En el fondo tiene que ver con el idioma del que sopla —decía socarrón mientras Suso intentaba sonreír—,
O galego inventouse para falar de amores
, por eso es suave.
Eu non sei
para qué
carallo inventouse
el escocés, para pedir whisky, supongo.
Y sacaba pecho al comprobar que sus fanfarronadas le estaban cambiando el semblante al comisario, que lo traía torcido y sin lustre cuando cruzó la puerta de la taberna.
Cárol saludó, el dueño del bar le sirvió con cierta parsimonia una botella de agua mineral y una copa vacía, después se apartó hasta el lado opuesto de la pequeña barra para que los policías pudieran conversar con tranquilidad.
—¿Qué tal anda Tarzanito? —quiso saber Suso.
Cárol tensó sus labios carnosos y rayados en lo que parecía una sonrisa, al tiempo que movía la cabeza a derecha e izquierda como si fuera a decir algo incomprensible.
—De la fiebre, mejor, ya apenas tiene, pero a veces me asusta este hijo mío; antes de venirme, al ir a besarlo se me ha agarrado al cuello y me ha preguntado con mucha intriga si yo sabía quién era la mamá del demonio.
—¡Hostia! —El comisario no pudo disimular.
—Pues sí, hostias —confirmó Cárol—. Resulta que antes de las vacaciones le contaron en el colegio que la Virgen es la mamá de Dios, y claro, el chaval quiere saber quién es entonces la mamá del demonio.
—Este rapaz es un fenómeno. —Y una risa de perro le atropellaba las palabras—. ¿Y qué le has dicho?
—Que se lo pregunte a su padre. Él fue quien se empeñó en meterlo en un colegio concertado, ¿no? Pues ahora que asuma las consecuencias.
Y Suso volvió a reír. Sí, en ocasiones el mundo era sencillo y amable, bastaba con escuchar la historia de un buen amigo o el efecto analgésico de un vino para enderezar un día bochornoso y esquinado. Su alma de funcionario comenzaba a relajarse y mandaba al diablo la ansiedad del trabajo, con toda su violencia y sus cabezas cortadas, con todos sus secretos emponzoñados de miseria. ¿Para qué mierda hemos venido a esta vida? ¡qué
carallo
! Pidió la tercera taza de ribeiro y un pedazo de empanada de
zamburiñas
. No estaba bien eso de beber sin meterle nada de fundamento al cuerpo.
Cárol fue directa al grano.
—¿Qué cuenta la Castresana?
La mano del comisario se dirigía hacia la taza de vino, pero dudó, cambió de trayectoria y se acarició el lóbulo de la oreja derecha, en un gesto de reflexión muy suyo.
—Nada bueno. —Y por momentos el masaje de oreja se hacía más intenso—. Para empezar ya sabemos dónde pasó el catedrático su última noche: en la cama de la profesora Castresana.
Cárol achinó los ojos y con pretendida masculinidad golpeó al comisario en el hombro.
—Eso es instinto, chaval. Acertaste a la primera.
—Sí —concedió Suso—, a los hombres nos gustan los congresos y las habitaciones de hotel, somos tan gilipollas que pensamos que una cama nueva y un minibar nos devuelven la libertad. —Dejó tranquilo el lóbulo de su oreja y apresó la taza de vino—. Ya te puedes imaginar por qué no le dijo la verdad a Josephine ni al deán. Según Castresana, la chica está enamorada hasta las cachas del catedrático, lo idolatra, pero a la manera francesa, es decir, sin hacer ruido. El catedrático también la ama pero a la manera italiana, es decir, que de higos a peras la engaña y reedita con Castresana una vieja pasión de cuando ambos eran estudiantes. No hay nada serio, de hecho Castresana dice sentir un afecto muy sincero por tu amiga Josephine, que por lo visto es un portento en eso de la restauración, pero se conoce que hay momentos en que nuestro hombre necesitaba caer en los brazos de una amante–amiga–madura, en lugar de mirarse en los terribles ojazos de su amante–becaria–lozana.
—Pues vaya hostia a dos manos para la pobre Josephine.
Suso bebió y la cara se le arrugó como si acabara de tragar un desagradable jarabe.
—Pues sí, pero de alguna manera esta desgracia me abre posibilidades con la francesita —dijo guasón—, aunque me coge en mal momento, mi ex mujer está realizando extrañas maniobras alrededor de nuestros devastados sentimientos y no sé exactamente lo que quiere, pero intuyo que volverme definitivamente loco.
Cuando Cárol bebía los dientes se le hacían grandes a través del cristal de la copa, más aún si sonreía, como ahora, a mitad de trago.
—Eso es una buena noticia, ¿no?
—Para ti sí, porque con un poco de suerte no tendrás que aguantar mis lamentos de padre separado. De hecho —consultó el reloj—, de aquí a un rato he quedado para cenar con ella. Ya te contaré.
¿Cuántos vinos llevaría Suso desde que se apostó en la barra? Media hora antes, por el teléfono, parecía apesadumbrado, en cambio ahora…
Cárol esquivó lo personal para volver a centrarse en la profesora Castresana. Confiaba en que el giro de la conversación no molestaría a Suso.
—¿Y sabemos qué hizo Mauro Andrade después de abandonar la cama de la profesora?
—Belén, Belén Castresana, se llama —dijo mientras cortaba un trozo brillante y suculento de empanada—. Sí, sí lo sabemos, se fue a una sinagoga.
Cárol abrió grandes los ojos.
—¿A una sinagoga?
El comisario levantó el trozo de empanada en un tenedor y lo llevó con pulso irregular hasta las inmediaciones de la boca de la inspectora. Ella lo aceptó y después de degustarlo enderezó el dedo pulgar para indicar su aprobación. «Cojonuda».
—Había quedado allí con un amigo. Iban al funeral de un judío, o eso al menos le dijo a Belén.
—¿Quién era ese amigo?
Tragó otro sorbo de vino y chasqueó la lengua contra el paladar. Después miró al techo como buscando un nombre.
—Davide Leone, un colega arqueólogo con el que se veía de cuando en cuando. Belén lo conoce personalmente. También es profesor en Roma. —Se detuvo unos segundos y un nuevo sorbo le dejó los labios brillantes—. A todo esto he llegado después de cinco llamadas, porque en las tres primeras la mujer se derrumbaba, y tras unas cuantas palabras tenía que colgar muda de hipos y llantos.
Cárol sacó un bolígrafo y anotó en una servilleta de papel unas cuantas señales veloces e indescifrables.
—La gente se bloquea, Suso, es algo muy traumático.
—Sobre todo si la noche anterior os revolcasteis juntos en la cama de un hotel mirando al Coliseo. He quedado en que alguien irá a entrevistarla en los próximos días.
—¿Quién?
—No lo sé todavía, cualquiera menos Fito. Tú te quedas aquí buscando al loco de los papeles, yo me voy a Navarra a verle la cabeza al muerto y alguien se larga para Italia a investigar los últimos pasos del catedrático. Son tres frentes y hay que dividirse.
La inspectora cogió el tenedor y partió un nuevo pedazo de empanada. Las
zamburiñas
se descolgaban hasta el plato jugosas entre virutas de tomate. Mientras masticaba negaba con la cabeza.
—No. Tú a Pamplona, y Fito se queda aquí buscando al tal Fiz Couñago. —El comisario ya se disponía a esgrimir un cargamento de recelos cuando Cárol lo frenó con la palma de la mano delante de la nariz—. No te preocupes, yo sé cómo hacer funcionar la máquina que lleva dentro.