Se detuvo un instante para que Suso archivase la información en su cabeza, aunque los ojos de aquella mujer tendían a desordenarlo todo y no le dejaban concentrarse.
—El caso es que tienen un problema y han venido a consultarme; yo he preferido que tú los escuches porque me gustaría saber tu opinión.
Suso observó la evidente inquietud del sacerdote, que se revolvía en la silla, y con una sonrisa le animó a que comenzara el relato de su historia.
—Bueno, la cosa es que no conseguimos dar con mi hermano. Marchó hace cinco días a Roma porque tenía que dictar una conferencia en un congreso de Historia del Arte. Debía haber vuelto ayer. Ya sabemos que es muy poco tiempo para alarmarnos, pero la cuestión es que no responde al móvil ni a los mensajes de correo, y en el hotel dicen que la ropa y la maleta siguen en la habitación.
Suso levantó las cejas.
—Verá, comisario, mi hermano es una persona extraordinariamente formal y muy meticulosa, sobre todo con los asuntos laborales; hoy a las diez se inauguraba una exposición en el palacio de Fonseca que él había comisariado. Teníamos la esperanza de que algún contratiempo le hubiera retenido en Roma y que hoy apareciera por aquí, pero no ha sido así. Josephine es su ayudante en el departamento, me ha dicho que tenía una amiga policía y, bueno, no queríamos molestar ni lanzar falsas alarmas, pero sinceramente, estamos preocupados.
Suso giró la cabeza en dirección a Josephine. Como aquel par de faros del color de la miel continuaran alumbrándole le iba a ser muy difícil pronunciar dos palabras seguidas. La joven emitió un carraspeo tímido y bajó la vista hacia sus manos. Suso se sintió aliviado.
—¿Cómo se llama su hermano?
—Mauro Andrade.
El nombre no le decía nada, pero es que Suso de Historia del Arte sabía más bien poco.
—¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y dos recién cumplidos —contestó el deán—, somos gemelos.
Pues entonces tampoco lo conocía por el físico.
—¿Cuál es su situación familiar? Me refiero a si está casado o tiene hijos.
La joven francesa se adelantó.
—Mauro está soltero y sin hijos.
Las erres resbalaban por su boca igual que un crío en un tobogán. Había en sus palabras cierto orgullo, como si estuviera defendiendo un territorio conquistado.
—Comprendo —dijo Suso comenzando a anotar detalles sobre un papel—. ¿Han hablado con los organizadores del congreso?
El turno regresó al hermano.
—La última vez que lo vieron fue en la cena de clausura. Después, según nos ha confirmado la profesora Castresana, se marchó al hotel, pero en la recepción aseguran que allí no pasó la noche, o al menos ellos no tienen constancia.
Cabía la posibilidad de que el insigne profesor se hubiera encamado con cualquiera de sus insignes colegas en otro hotel de la ciudad, pensó Suso, y que afectado de un repentino ataque amoroso se hubiera pasado el día entero enredado entre sábanas, mandando al
carallo
la exposición que hoy debía presentar. Cosas así solían suceder incluso entre los catedráticos, se dijo Suso. Aunque de haber ocurrido algo similar, Mauro Andrade sería el tipo más imbécil del mundo, porque los ojos de la francesita irradiaban una luz tan poderosa como triste y, sin duda, aquella tristeza tenía que ver con la ausencia del catedrático.
—¿Quién es la profesora Castresana?
Antes incluso de formular la pregunta, Suso ya sabía que iba a ser Josephine la encargada de contestar.
—Una compañera del departamento, especialista en el Románico Catalán, que se marchó a Roma a principios de este semestre, a la Sapienza.
—La Sapienza —repitió el comisario no sin cierto pudor.
—La Sapienza, una universidad de Roma —le confirmó Josephine.
—Ah.
Siguió preguntando y anotando con meticulosa sobriedad cada uno de los datos que aquella extraña pareja le iba proporcionando. Simulaba un interés muy profesional. No quería defraudar la imagen que la francesita tuviera de la policía, pero en su fuero interno apostaba cualquier cosa a que el catedrático aparecería antes de aquella misma noche, enarbolando una excusa intachable que lo disculpara ante su becaria y ante los organizadores de la exposición.
—Por cierto, ¿de qué trata la exposición? —quiso saber Suso en una última pregunta que dejó a sus interlocutores un poco desconcertados.
Josephine y el deán se miraron. ¿Quién contestaba?
—«El arte en las primeras comunidades cristianas» —dijo el hombre sacando un folleto de una carpeta y tendiéndoselo a Suso—. Las catacumbas y todo ese mundo… ya sabe.
—Ah, claro, las catacumbas… —Y maldijo por lo bajo el gran caudal de su ignorancia.
Se incorporaron de las sillas y se volvieron a estrechar las manos.
—Empezaremos a movernos ahora mismo, señor Andrade; mañana tendrá noticias, aunque sea para decirle que no sabemos nada, pero sinceramente, creo que su hermano regresará a lo largo del día. Estas cosas pasan, en cuanto pierdes el móvil te quedas indefenso.
—Dios lo quiera, comisario. Es la segunda visita que hago en dos semanas a la comisaría, y la verdad, no se ofenda, pero estos sitios me resultan un poco desagradables.
Suso arqueó las cejas y giró la cabeza hacia un lado. Pues claro, también a él le resultaba desagradable, no te jode, pero peor eran los hospitales.
—¿Lo atendimos nosotros? —preguntó cruzando los dedos.
Fuera el sol comenzaba a salir y se filtraba perezoso por la ventana del despacho. El cura negó y un pequeño rayo iluminó sus gafas oscuras, que dejaron destellos ambarinos por la habitación.
—No, qué va, fue en la policía local. Nada grave. Unos gamberros que se dedican a escribir tonterías en la puerta de la catedral. Nada grave, ya le digo, pero es que yo las comisarías… —Y giró las muñecas de ambas manos simulando movimientos temblorosos.
* * *
Cinco minutos después de que se hubieran marchado la inspectora Cárol entró sin pedir permiso en el despacho.
—¿De dónde has sacado a esa
delicatessen
? —le preguntó el comisario.
Cárol era una fervorosa activista de la retranca gallega.
—¿Necesitas una clase de «francés»?
El comisario sonrió. Le encantaba la impudicia de su inspectora.
—Es una chica muy
riquiña
—prosiguió Cárol—, solemos intercambiarnos novelas y de vez en cuando la invito a cenar a casa; le habla a las nenas en francés y así van haciendo oído.
Cárol tenía, más o menos, la misma edad que Suso. Se había criado en un hogar bullicioso, divertido y lleno de hermanos, así que en cuanto tuvo la oportunidad se lanzó a fundar una familia. Por ahora iban tres, las nenas, como se refería siempre a las dos mayores, y el Tarzán, un niño que de bebé gritaba como el rey de los monos al saltar de liana en liana, y que ahora, con cuatro años, comenzaba a dar signos de una imaginación inusitada, que Suso sospechaba herencia de la madre.
—Pues me parece que Madame Ojos Grandes está enamorada de su adorado profesor y que este se la está pegando con la primera que pasa, por ejemplo la Castresana esa que anda por Roma. —Golpeó la cabeza del bolígrafo contra la mesa—. Los hombres somos unos cobardes, Cárol, preferimos perdernos en mitad de Europa antes que decirle la verdad a una amante.
La inspectora levantó los hombros y sacó el labio inferior.
—Puede ser —le concedió con cierta tristeza—, las mujeres somos tontas.
—¿Te había hablado la francesita alguna vez de Mauro Andrade?
—Sí, claro, parece que están juntos, aunque no sea algo muy formal. Él está ya viejo para cederle toda su intimidad a una jovencita, y ella viene muy rebotada de un antiguo novio de Pontevedra que le hacía la vida imposible; no sé, supongo que se lo montarán bien. Es lo menos que una becaria puede exigirle a un catedrático, ¿no?
Suso sonrió.
—No sé. Tú nunca quisiste ser mi becaria.
E
ra madrugada. Un bochorno plomizo había venido a corregir la lluvia y el
orballo
de la semana pasada, y la cabeza de Fiz lo agradeció especialmente, porque con el primer nubarrón se le había instalado en la sesera la voz alegre de Álvaro Cunqueiro y, más allá de la educación, que la tenía, y de la erudición, que le sobraba, aquella voz suponía para Fiz una especie de fracaso personal que no estaba dispuesto a asumir.
Él fue muy cauteloso a la hora de explicarle a Fátima, la siquiatra, lo que le ocurría. Ni siquiera lo definió como una voz; más bien dijo que en ciertas ocasiones se le enquistaban los pensamientos en algún lugar de la mente, y a fuerza de repetirse parecían cobrar vida propia, como si hablasen por su cuenta, sin que él tuviera que intervenir. No se atrevió a dar más detalles. Había que ir poco a poco con Fátima, porque ella, a pesar de su oficio, era una mujer temperamental, y estaba convencido de que la palabra esquizofrenia saldría de inmediato a relucir si le contaba las charlas que mantenía con don Álvaro, sobre todo cuando le explicase que el escritor llevaba más de veinte años muerto.
De momento, con la llegada del sol había recuperado el ánimo y eso estaba bien. Aunque Martiño achacaba la mejoría a esa mierda de drogas que le obligaba a tomar y que lo dejaban medio atontado, él sabía que la verdadera razón se encontraba en la ausencia de don Álvaro. Seguramente, se decía Fiz, el escritor de Mondoñedo había aprovechado el calor para abandonar Santiago y acudir a su pueblo en busca de nuevas y fantásticas historias con que llenarle el magín a otros depresivos menos instruidos que él. Ojalá fuera así.
Junto con las fuerzas había recuperado también sus paseos nocturnos por los alrededores de la catedral, y con el bolsillo repleto de papelitos adhesivos esperaba el momento propicio para pasar a la acción. Ya habían transcurrido dos semanas desde que
La voz de Galicia
recogiera en un artículo la fama de sus hazañas. Tiempo suficiente para que las aguas hubieran vuelto a su cauce y la vigilancia de los polis se hubiera relajado. Calculaba Fiz que los «munipas» habrían pasado un par de noches inquietos, quizás una semana, merodeando las rúas del casco histórico en espera de toparse con una pandilla de jóvenes a quien pedirles los carnés. Simples maniobras de intimidación para demostrar que estaban trabajando.
Pero todo aquello ¿por qué? Le había preguntado Martiño en un par de ocasiones. ¿Qué sentido tenía? Martiño no podía comprenderlo porque la realidad era un panorama demasiado complejo para Martiño. Pobre. Su inagotable entrega y su bondad natural le impedían ver las dobleces de los hombres y las eternas conspiraciones que mueven el mundo. Martiño no entendía nada pero permanecía a su lado y se empeñaba en hacerle tragar esa mierda de pastillas, que en realidad no eran más que drogas administradas por médicos arrogantes que iban a comisión de las farmacéuticas. Valientes cabrones. ¿Y si cambiaba de tercio y se dedicaba ahora a amenazar a las farmacéuticas? Puede, ya lo pensaría. Pero bueno, a veces él le seguía el rollo a Martiño y se tomaba las pastillas, aunque solo fuera para no defraudarlo. Era bueno Martiño.
¿Por qué? Se preguntarían también los polis. Pero Fiz, en caso de que algún día lo pillasen in fraganti, no estaba convencido de poder ofrecerles una respuesta satisfactoria. Tenía un motivo, claro. Además era un motivo serio, digno y decoroso, pero ocurría que a veces se le olvidaba. Bueno, si lo pillaban se agarraría al flotador del arte contemporáneo, les diría que se trataba de una performance en movimiento, una manera artística de reivindicar los espacios urbanos que el clero había usurpado a los ciudadanos. Sí, eso les diría. Sería un artista transgresor. Y después marcharía donde Fátima para que le firmara un papel donde quedase bien claro que estaba en tratamiento por depresión y así lo tomarían por loco y lo dejarían en paz. Porque eso era lo único bueno que tenía estar loco, que todos te dejaban en paz.
Eso mismo ocurrió en la facultad, cuando lo largaron con una baja indefinida y el sueldo íntegro. Decían que le había zurrado bien al enano Mauro, el catedrático y jefe del departamento de Historia del Arte; él no recordaba haberle puesto la mano encima, pero de haberlo hecho no se arrepentía lo más mínimo. El enano Mauro ejercía con tiranía de sátrapa las funciones de su cargo, y desde que Fiz sacara la plaza, dejando en la cuneta a una francesita protegida del enano, los ninguneos y desplantes hacia él habían sido la tónica general de sus muchos desencuentros. Así que no descartaba en absoluto haber explotado un día y haber recorrido el breve pasillo que separaba los dos despachos para partirle la cara al enano Mauro. No lo descartaba pero tampoco lo recordaba.
Lo que sí parecía claro era que el enano Mauro lo denunció por agresión, y gracias a que Fátima firmó un papel declarándolo más loco que una chiva él no tuvo que soltarle un solo cuarto al enano Mauro. Cuando el enano Mauro se muriese pensaría si volver a aquella corte de intrigas y pleitesías que era la universidad, por ahora estaba bien así, en casa, tranquilo y disfrutando de sus paseos nocturnos.
Había bajado por la Rúa del Franco en dirección a la Plaza del Obradoiro. El silencio pesaba tanto como el calor.
Diderot
no le acompañaba, había preferido quedarse pensando en sus naderías caninas. Estaba viejo
Diderot
y el final no podía tardar mucho. Hacía doce años que se daban mutua compañía y habían acabado por entenderse hasta en los silencios. El cachorro
Diderot
no vino solo, llegó con
D’Alambert
, su hermano de camada, pero a
D’Alambert
se lo llevó un tumor hepático cuando solo tenía tres años, y
Diderot
, que vivía subyugado por el carácter caprichoso y agresivo de su hermano, se quedó descansando.
Fiz prefería llevar a cabo sus «acciones» junto a
Diderot
, no solo porque disfrutaba con su renqueante compañía sino también porque funcionaba como efectivo disimulo. Un hombre paseando a su perro por el centro de la ciudad, aunque sea a las cinco de la madrugada, no es sospechoso de nada, si acaso de padecer insomnio o de haber llegado a casa después de una noche dura de trabajo. Sin embargo, hoy estaba sin
Diderot
, debería prestar más atención y no correr riesgos.
Pasó por el Palacio de Fonseca, miró un cartel que anunciaba una exposición y el recuerdo del enano Mauro le erizó los vellos de los brazos. En cuanto accedió a la plaza se pegó a la galería del museo catedralicio. No sabía muy bien de dónde provenía la luz pero miró su sombra en el suelo y le resultó hermosa. A su izquierda, el ayuntamiento dormía con la sobriedad de los edificios oficiales. Tan solo un par de ventanas permanecían encendidas. Debajo, en la oscuridad de los soportales, un coche de policía custodiaba la puerta del consistorio y, de paso, vigilaba la soledad nocturna de la plaza. Fiz ya contaba con eso. De hecho, en sus anteriores travesuras siempre hubo un coche de policía idéntico a aquel. Pero en el caso de que los municipales no estuvieran amodorrados en sus asientos, qué había de extraño en que un tipo con insomnio se detuviese durante unos instantes a contemplar las maravillosas filigranas de la fachada. Nada. Si a eso le añadía los más de treinta metros que separaban el ayuntamiento de la catedral no había que temer, el flanco izquierdo estaba controlado.