Fue así como a los tres meses de compartir chalet y mantel, Gonzalo entró en la habitación para proponerme un trato sin condiciones que él dio en llamar «mi última oportunidad».
Según me dijo, mi última oportunidad pasaba por hacer un viaje de 769 kilómetros a pie. Los que separaban el diminuto pueblo navarro de Roncesvalles y la capital de Galicia, Santiago de Compostela.
Lo miré con esa precaución que uno guarda para las malas noticias y los pimientos picantes. Gonzalo era un tipo simpático pero nunca había sido gracioso. Así que no podía estar bromeando. Aun así pregunté:
—¿Estás de coña?
Evidentemente, no lo estaba. Mi recuperación había llegado a un punto crítico en el que debía demostrar mi verdadera voluntad de sanación. Se acabó la celda de oro, se terminó la vigilancia, era un hombre libre y debía demostrarme a mí mismo que el precio de mi libertad estaba en la renuncia al alcohol.
Pero con la clausura se terminó también la ayuda que recibía del exterior. Gonzalo me abandonaba, y tal vez definitivamente. Dependía de mí. Si quería que nuestra vieja historia tuviese un futuro decente debía demostrarle que mi fortaleza estaba a la altura de su incorruptible amistad. De ahora en adelante estaría solo. Yo y mi conciencia.
—Explícate mejor —le pedí sinceramente preocupado.
Se explicó. El veinticinco de julio se celebraba la festividad de Santiago Apóstol y este año era jubilar. Miles de peregrinos, llegados de todas las partes del planeta, recorrerían los caminos de Santiago para pasar por la Puerta Santa de la catedral y ganar el perdón a todos sus pecados. Ni Roma ni Jerusalén podían competir con Santiago. En los años jubilares Santiago era el centro de la cristiandad, y Gonzalo le había propuesto al periódico una idea que prometía tener a los lectores entretenidos.
Las guerras enquistadas y los atentados suicidas se habían hecho vulgares a fuerza de repetirse. La crisis había dejado de ser noticia para convertirse en una compañera más a la hora del almuerzo, y para la próxima campaña electoral había que esperar hasta otoño. En definitiva, se preveía un verano informativamente soso.
Se trataba, pues, de enviar a un reportero que cubriera tramo a tramo las etapas del Camino de Santiago, alguien que contase la peregrinación desde dentro, con sus paisajes, sus paisanajes, sus ritos y toda la parafernalia propia de ese tipo de aventuras.
Yo pesaba entonces noventa kilos, era un recién desintoxicado que en tres meses no había salido de una casa excepto para pasear por un diminuto jardín, y sabía, por conversaciones de barra, que la media de esas etapas era, más o menos, de veinte kilómetros diarios.
—¿Pero tú me has visto? —le dije mientras señalaba mi cuerpo con el dedo índice arriba y abajo.
—Te vendrá de puta madre. Andar es sano. No suele haber muchos bares en el Camino, y tendrás tiempo de sobra para pensar en tu futuro.
Entonces me di cuenta de que algo fallaba en su argumento. No podía ser que al dueño del periódico le nombraran a Xavier Huguet sin que le saliera urticaria.
—¿Acaso se ha olvidado de la jugarreta que le hizo Xavier Huguet?
—No serás Xavier Huguet, y deja de hablar de ti en tercera persona, que no eres una folclórica. Firmarás los artículos como Emilio Ribeiro. Nadie tiene por qué enterarse de quién eres realmente.
—¿Ribeiro?
—Es un apellido gallego, ¿no te gusta?
No tenía problema, pero no me parecía lo más apropiado para un ex alcohólico.
—La semana que viene comenzaremos a colocar anuncios en la edición digital y en la impresa para ir generando cierta expectación. La idea es entretener a los lectores durante el mes de julio, llenarles el verano con historias amables.
En fin, no podía negarme, tampoco había opción, era, tal y como me había explicado Gonzalo, mi última oportunidad.
El veinticinco de junio comenzaría mi viaje y un mes más tarde debía finalizar, coincidiendo con la festividad de Santiago. Tenía por delante treinta días para sumergirme en una marea de peregrinos, treinta días para volver a ser periodista y treinta días para luchar solo contra mi particular cruz.
Treinta días.
Lamentablemente, yo no sabía que por entonces en Santiago ya estaban ocurriendo cosas.
Las cosas de Santiago
L
a cerradura giró un par de veces y Fiz no necesitó abrir los ojos para comprender que Martiño comenzaba con inquebrantable puntualidad una nueva jornada de trabajo. No le hubiera molestado que se tomara el día libre, así podría permanecer allí, apático, tumbado en el sofá, con sus tristezas pululando por la mente como un satélite roto en medio del espacio.
Desde luego, no es que Martiño fuese unas castañuelas pero su simple presencia, con el eterno delantal a rayas y el trapo del polvo colgando del cinturón, ya suponía un terreno ganado a la tristeza, aunque solo fuera porque acostumbraba a tararear las canciones de moda que sonaban por la radio.
Todavía Fiz no había encontrado la manera de pedirle a Martiño que trabajase en silencio sin que su conciencia no le acusara de explotador.
Escuchó el rastro pesado de sus pasos por el pasillo; lo imaginó entrando a la cocina y soltando la bolsa con las compras encima de la mesa. Era amable Martiño. Hacía poco más de un año que venía dos veces por semana para limpiar la casa, hacer la colada y, de paso, llenar el congelador con fiambreras de guisos nutritivos y densos que él mismo preparaba, y que Fiz abandonaba a su suerte, intactos, como si fueran frutos faltos de maduración.
Martiño no siempre había trabajado como asistente de hogar. Fue el escrupuloso rigor estadístico de la oficina de empleo el que motivó su llegada al gremio de los mochos, la lejía y los limpiacristales. Cinco años atrás la imprenta artesanal en la que trabajaba como tipógrafo se declaró en suspensión de pagos y fue ahí, en su posterior visita a la oficina de empleo, cuando la losa fatal de la estadística le cayó encima a Martiño.
Efectivamente, era varón, sin más estudios que los primarios y con cincuenta y cuatro años recién cumplidos. Hasta aquellos momentos Martiño no tenía una mala imagen de sí mismo. De hecho, sabía positivamente, porque algunos clientes de la imprenta se lo habían dicho, que en todo Galicia no se encontraban pliegos tan limpios ni cajas de texto tan perfectas como las que salían de sus manos. Y eso le enorgullecía, qué
carallo
, cómo no habría de enorgullecerle.
Sin embargo, su experiencia artesanal valía menos que una bosta de vaca para el capullo que lo atendió en la oficina de empleo. Según parecía, sus datos iban a parar directamente a una carpeta denominada «nicho laboral de integración incierta». Así que, después de dos meses de continuas visitas en busca de ofertas, el capullo de la oficina dejó de ser un capullo y se convirtió en un tipo honesto que le explicó, sin ahorrarse una pizca de crueldad, el significado profundo de aquel sintagma. Martiño comprendió entonces que sería más fácil hacer las Américas que encontrar un puesto de trabajo entre un millón de jóvenes mejor formados que él, cuyos nombres se concentraban en otras carpetas con epígrafes bastante más benévolos que el suyo.
—¿Somos los cincuentones sin estudios los últimos de toda su lista de parados? —preguntó Martiño al funcionario.
El hombre asintió sin que sus ojos mostraran un atisbo de pesadumbre.
—Nicho laboral de integración incierta, ya le digo —repitió.
—¿Y las cincuentonas sin estudios? —quiso saber—. ¿También ellas son inciertas?
—Qué va, su
ranking
es bastante más alto. El mercado siempre anda necesitado de mujeres de la limpieza. El mercado vive obsesionado por la pulcritud, ¿sabe?
Martiño salió a la calle y, mientras caminaba a casa, tuvo que reconocer que a la postre aquel tipo había realizado con eficacia su trabajo. Le había orientado laboralmente.
Desde entonces no le faltó un par de casas que arreglar a la semana, ni siquiera en estos años, cuando la crisis devastaba las economías familiares. En este tipo de asuntos el boca a boca funcionaba mejor que la oficina de empleo y así llegó a oídos de Fiz que había en el barrio de San Pedro un hombre muy hacendado y primoroso al que se rifaban las mejores familias compostelanas. Se decía que su antigua profesión de tipógrafo había generado en él un odio visceral por las manchas, al tiempo que había desarrollado una pericia especial para ordenar estanterías y armarios del modo más rectilíneo imaginable, cual si fueran jerséis y calzoncillos letras de imprenta a punto de pasar por la prensa.
Fiz aceptó las condiciones salariales de Martiño y este aceptó la melancolía que destilaban los ojos de Fiz. Desde el principio, Martiño no pudo evitar sentir cierta conmiseración por aquel tipo raro, desgarbado y al menos diez años más joven que él, que decía ser profesor en la universidad.
Hacía ya varios meses que aquella melancolía había derivado en una depresión sin paliativos que asediaba a Fiz y no le permitía entregar grandes cantidades de cariño a los seres que le rodeaban; Martiño y
Diderot
, el bóxer atigrado, eran los únicos beneficiarios de sus pocas amabilidades y, en cierto modo, se trababa de un acto de justicia, pues tan solo ellos habían permanecido fieles a Fiz, una vez que su conducta social comenzó a emitir señales de alarma.
Martiño apareció en el salón pertrechado con sus avíos de limpieza y Fiz cerró los ojos para simular que aún descansaba. En realidad no había conseguido conciliar el sueño en toda la noche y se había dejado caer rendido en el sofá sobre las cinco y media de la madrugada. Ni siquiera tuvo la disposición de ánimo necesaria para salir aquella noche a realizar una de sus «acciones contestatarias». Por acciones contestatarias se entendían unas expediciones alevosas y nocturnas en las que se dedicaba a hacer el gamberro sigiloso por las inmediaciones de la catedral. Aquellas correrías le reportaban fugaces momentos de placer en mitad de su cimentada tristeza.
Martiño se acercó hasta el sofá y lanzó el diario sobre la mesa convencido de que Fiz no dormía.
—Ahí lo tienes, en la página cuatro. Supongo que era esto lo que buscabas —más parecía una regañina maternal que un reproche serio.
Fiz abrió los ojos y sin decir palabra leyó la noticia de la página cuatro. Su empleado del hogar lo miraba de hito en hito mientras quitaba el polvo a los estantes de la librería. Martiño era un fervoroso lector de prensa. Todas las mañanas mientras desayunaba le daba un repaso a los periódicos nacionales y provinciales. No era tanto estar informado como sentir cierta nostalgia tipográfica.
Pasaron un par de minutos. Lo vio sonreír y regresar el periódico a la mesa.
—Era solo cuestión de tiempo —advirtió Fiz mientras se incorporaba—, a partir de ahora estarán al acecho y eso hará que la cosa sea más divertida.
—¿Pero es que piensas continuar con este
entroido
? ¿No tienes bastante ya con haber salido en los papeles?
—Si abandono ahora no conseguiré nada, si acaso que se jacten de haber atemorizado a un loco; por eso han sacado la noticia, Martiño, no te engañes, se piensan que soy un loco cualquiera y que a partir de ahora, con la catedral vigilada por las noches, me cagaré del susto y no bajaré a dejar los mensajes —se hurgó en la nariz—, pues las llevan claras.
Martiño cabeceó para mostrar su silenciosa desaprobación. Tampoco iban tan descaminados los municipales si tomaban por loco a la persona que empapelaba las rejas de la catedral con mensajes estúpidos contra el arzobispo, el Papa y los peregrinos que venían a Santiago a ganar el jubileo. No, no iban descaminados, pero, en el caso de que Fiz estuviera loco, se trataba de un loco inofensivo y decente. No es que él aplaudiera sus salidas nocturnas y los papelitos pegados en las rejas de la catedral, pero, al fin y al cabo, quién podía decirse libre de perpetrar bobadas similares a las de Fiz, o incluso más perniciosas. Los políticos municipales, por ejemplo, empeñados en regar las calles del casco histórico todas las noches, como si la perenne lluvia santiaguesa fuera insuficiente o como si, en lugar de piedra pura y centenaria, estuvieran las rúas hechas de ladrillos de adobe que hubiera que refrescar. Aquello sí era un verdadero disparate: regar las calles de Santiago. Bah. Y además un despilfarro.
—¿Y cómo piensas quitarte de en medio a los polis? —quiso saber el empleado del hogar.
Su jefe hizo una uve con los hombros. Ya pensaría en esos asuntos cuando tuviera ganas, porque ahora la pena le reverberaba en el interior de la cabeza y comenzaba a diluir los escasos brotes de optimismo que la lectura del periódico le habían producido. Se iba a la cama, a seguir naufragando en la charca cenagosa de sus penurias.
—Las pastillas —le advirtió Martiño blandiendo una tableta en la mano.
Fiz ni siquiera se volvió. Palmeó el aire como si espantara un mal augurio y siguió camino hasta el dormitorio.
Un gesto muy similar le sirvió a Martiño para dar la conversación por terminada y dedicarse a sus asuntos.
Arrastró el sofá hasta separarlo de la pared. Solo Dios sabía con qué podría encontrarse después de una semana sin pasar la escoba por allí. El viejo
Diderot
lo seguía con su mirada líquida de perro enfermo. Ocupaba la única esquina soleada del salón. Su edad no se sabía, pero el tumor seco que le sobresalía por el ano y el pelo blanco del hocico no presagiaban muchos más años de vida.
Martiño notó los ojos del can punzándole en la espalda. Se volvió.
—¿Y tú, qué tienes que decir sobre el asunto?
El animal levantó una oreja y se pasó la lengua rosa por los morros negros.
—Escucha esto.
Volvió a coger el periódico y leyó:
»En la tarde de ayer un representante del arzobispado de Santiago acudió a la policía local para denunciar los actos de gamberrismo y sabotaje que algunos desconocidos vienen llevando a cabo desde hace aproximadamente un mes contra las puertas de la catedral compostelana, concretamente en las rejas del Obradoiro y de la Puerta Santa. Los desconocidos pegan en los labrados de herrería diferentes papeles en los que pueden leerse textos ofensivos contra el Año Xacobeo, el arzobispo y la Iglesia, así como mensajes contra la próxima visita del Papa a nuestra ciudad.
»Desde el arzobispado confían en que se trate simplemente de una broma de mal gusto por parte de algún grupo de jóvenes extremistas; no obstante, y dada la reiteración de los hechos, han decidido ponerlo en conocimiento de la policía.
»Los mandos de la policía local, en conversación con este periódico, han asegurado que a partir de hoy vigilarán con especial celo los alrededores de la catedral, en espera de que estos ataques contra el patrimonio y el buen gusto terminen cuanto antes. Asimismo, han declarado que la seguridad de los peregrinos está más que garantizada y que incluso algunas de las amenazas vertidas en esas notas carecen de una estructura sintáctica lógica, por lo que no se descarta que sean obra de un desequilibrado».