Martiño plegó el diario y escrutó por unos instantes la mirada de
Diderot
como si esperase una respuesta.
—Un desequilibrado. Ja; eso dicen. Un desequilibrado. Hasta la pasma se ha dado cuenta de que a tu dueño le resbala un cojinete. Pues estamos bien. Y parece que no tiene intención de dejarlo. Ya me dirás tú qué gana con esas bobadas. Que lo
entrullen
, eso gana. Y nosotros perdemos; que lo sepas, chucho, si sigue con sus paseos nocturnos tú pierdes el amo y yo el trabajo; así que fíjate qué panorama. Aunque en una cosa tiene razón nuestro demente: los peregrinos son una panda de desarrapados que lo dejan todo perdido. A mí me da igual, porque ya sabes tú que yo solo creo en la cuenta del banco, pero no me parece justo que a nosotros nos haya tocado ser la meta de un camino lleno de turistas pobres y mochileros, y a la Costa del Sol, los petrodólares y los hoteles de lujo. —Levantó el índice para señalar al techo—. No tengo ni idea de cuál será el santo de los malagueños, pero desde luego es bastante más eficaz para su gente que nuestro Santiago, con todo lo apóstol que es.
Diderot
se incorporó de la manta en la que sesteaba y con paso lento se dirigió hasta el dormitorio de Fiz. Arañó la puerta y ante la falta de respuesta se alzó sobre las patas traseras y empujó hacia abajo con el hocico el mango de la puerta. Se coló en la habitación.
—Eso —dijo Martiño girando el palo de la fregona entre sus palmas como si fuera a hacer una hoguera en el campo—. Vete a hablar con él, a ver si lo convences para que se busque otro pasatiempo. O al menos que se tome las pastillas,
carallo
.
Diderot
se subió con torpeza a la cama. Junto a él, el cuerpo de su amo permanecía encogido en posición fetal. Se agarraba la cabeza con las manos. No quería escuchar esa voz que desde hacía un mes, en los días nublados, se insinuaba tenue dentro de su mente. Temía que la voz se le instalara en la cabeza y se quedara a vivir allí, como un inquilino pobre. Una cosa era estar depresivo y otra, escuchar voces. No, no podía permitirse el lujo de entrar en conversaciones con la voz plomiza que le interrogaba desde no se sabía dónde. No, no podía permitirse ese lujo. Por más que la voz plomiza asegurase ser el mismísimo Álvaro Cunqueiro.
F
ollas Secas. Así se llamaba la cafetería en la que aquella mañana el comisario Suso Corbalán lidiaba cara a cara con un buen pedazo de bizcocho de limón, bañado en chocolate blanco y con montañitas de nata circunvalando el plato. De aquellos enfrentamientos el comisario salía siempre vencedor, aunque de un tiempo a esta parte notaba que en los asaltos finales el bizcocho se le espesaba en el paladar, y no supo muy bien a qué atribuir aquel desfallecimiento de su espíritu goloso.
El verano ya estaba entrado pero aquella mañana llovía. Desde su lugar, junto a la ventana, podía ver las pequeñas corrientes sinuosas y mansas que discurrían por la Rúa de Vilar. En los adoquines con bache, los más pulidos, se paraban las corrientes y hacían charcos que iban creciendo a medida que recibían el agua nueva de la lluvia. Dejó la mirada perdida en uno de aquellos diminutos lagos y durante un tiempo quedó con la mente en blanco. Las personas se orillaban en los soportales y dejaban la calle libre para los caprichos del agua. De repente una bota se sumergió en el charco y quebró la concentración del comisario. Era bota de peregrino.
—Ya va siendo tiempo de que paren la lluvias —dijo Sara mientras le retiraba el plato—. No sea que tengamos que ir el día del patrón con paraguas.
—Tampoco sería la primera vez —opinó Suso, lacónico y definitivamente hinchado.
—Ya, pero siendo Año Santo da no sé qué. Mejor que salga un día bonito de sol; acompaña más el sol para las celebraciones de misa.
El comisario permaneció en silencio mirando por la ventana.
—La lluvia en cambio va bien para las ferias de ganado y los partidos de fútbol —advirtió Sara antes de marcharse.
Aquella mujer llevaba más de veinte años sirviendo tartas y cafés. El negocio era propio y rentable. Podía haber dejado de pasear la barra hacía mucho tiempo pero prefería estar allí, al pie del cañón. «El día en que los clientes no te ven…», se lamentaba.
Él también llevaba muchos años acudiendo a Follas Secas casi diariamente. Se podía considerar un cliente especial. Antes de la separación vivía a dos pasos de la cafetería, al final de la calle, donde la Rúa de Vilar se junta con la Plaza de Toural, y cada mañana bajaba en busca de la gran variedad de tartas y bizcochos que Sara ordenaba con primor en la vitrina refrigerada de la barra.
No había revisión en la que el médico no le advirtiera de los altos niveles de azúcar y del riesgo de futuras y acechantes diabetes que acabarían por pudrirle la sangre o algo peor. Pero Suso encontraba siempre la manera de justificarse ante el doctor y, sobre todo, ante Marina, su esposa por aquel entonces.
—Si fuese a la comisaría sin la dosis de glucosa necesaria se me agriaría el carácter; tú no sabes las barbaridades que se ven por allí. Y entonces tendrías a un marido más delgado pero también más triste y más cabrón.
Luego, cuando Marina lo convenció para que abandonase el hogar y se buscase un apartamento donde empezar de nuevo, él siguió viniendo diariamente a Follas Secas. No por el apetito, que lo había perdido de golpe, sino por observar desde lejos la ventana de su antiguo dormitorio y abrirse heridas en el alma con el barrunto de que alguien, tras la cortina veneciana, estaba ocupando su lugar.
Desde luego, no fueron aquellos los mejores momentos de su vida, pero un tipo de Vilagarcía como él, acostumbrado desde crío al discurrir monótono de las olas, sabía que la mejor solución era permanecer sereno y esperar a que amainara la tormenta; así lo hizo, se agarró bien fuerte el dolor a la barriga como si fuera un cinturón de púas. Y a cada bocado le ardía el alma y en cada trago de ribeiro lloraba para adentro, pero nunca lo vieron los amigos hablando mal de Marina, ni siquiera cuando andaba a los tumbos, bien borracho.
Esperar, esa era la única solución. Esperar como esperaba el antiguo farero de Vilagarcía la llegada de un barco secreto que solo él conocía. Y llegó. Hacía ya unos meses que el barco había llegado. Marina lo llamó por si podía acudir a una reunión con la profesora de Lucía, y en la manera que tuvo de pronunciar su nombre él advirtió que el barco estaba entrando por la bocana del puerto. «Suso», dijo; pero no era el mismo Suso rígido y entablillado de hacía meses, el que le ordenaba llevar a la hija al conservatorio, o cambiar un fin de semana de custodia, no, era un Suso más antiguo, de hacía dos o tres años; un Suso con las eses desmayadas y una «u» tan larga como una goma de mascar. Era el Suso —lo reconoció al instante, cómo habría de olvidarlo— de las lejanas noches de amor.
El único inconveniente estaba en que ahora Suso se había acostumbrado a vivir esperando, y disfrutaba con el ritual parsimonioso de los animales solitarios, y aunque Marina le hacía señales claras desde cubierta para que subiese junto a ella, él se mostraba dubitativo, no fuera a ser que después de haber subido y bajado en un par de ocasiones, decidiera ella emprender un rumbo nuevo y le dejara el alma, una vez más, hecha una birria. Así de variables eran los estados de Marina.
En esas estaba cuando se cansó de mirar la lluvia a través del cristal y se levantó con la intención de pagar. Dejó un billete de diez euros en la barra y mientras esperaba la vuelta notó que un aliento cálido le golpeaba en el cogote. Al girarse encontró la expresión medio boba de Fito resollando como un buey enfermo a menos de veinte centímetros de su cara.
—Comisario.
A aquel desgraciado el café con leche del desayuno se le cortaba antes de llegar al estómago y le provocaba una halitosis insoportable. Suso se echó hacia atrás y notó el filo helado de la barra en los riñones.
—Comisario —repitió, ya más recuperado de la carrera—. Llevo llamándole media hora y tiene apagado el teléfono.
Suso se tentó el bolsillo. Sacó un aparato negro y pequeño y comprobó que su cruz particular dentro de la brigada tenía razón.
—Vámonos —le animó Fito mientras le tiraba de las mangas de la camisa.
Fito se llamaba en realidad Alfonso Millambres pero el diminutivo familiar e infantil, Alfonsito, se le estropeó sin que él supiera cómo hasta quedarse en «Fito». La tesis del comisario sospechaba de un abuelo castellano y desdentado a quien el aire se le escapase por la zona de las paletas, llamando al crío «Alfonfito» y provocando, con el tiempo, la derivación lógica del nombre. Fito no recordaba apenas nada de sus abuelos y metía la cabeza entre los hombros cada vez que el comisario aventuraba su hipótesis. Le daba igual.
En realidad, Fito, a ojos de Suso, no solo era medio lerdo, sino que además era una venganza. Una venganza sibilina perpetrada por el comisario principal de Santiago, que se la tenía guardada a Suso por una ocasión en que lo desautorizó públicamente.
Ocurrió hacía años, los antidisturbios habían cargado contra una manifestación de obreros despedidos. El cuñado de Suso estaba entre ellos y se llevó un par de costillas rotas y siete puntos en la cabeza de un porrazo. El propio Suso le animó a denunciar, y hablando con unos y con otros consiguió desmontar la versión oficial de la carga y probar que la policía se había excedido en sus competencias. Esto molestó especialmente al delegado del gobierno y al comisario principal. Un mes más tarde, y en clara revancha, el comisario principal adjudicó un nuevo policía a la brigada: Fito.
En momentos como este, cuando Fito y su aliento se le acercaban demasiado, Suso pensaba que se debería haber estado quieto, porque, al fin y al cabo, a su cuñado las heridas le sanaron pronto y seis meses después encontró un nuevo trabajo, pero su condena con Fito parecía ser para toda la vida.
Menos mal que la brigada tenía en Cárol el contrapeso exacto que anulaba las torpezas de aquel botarate. Suso cuidaba a su inspectora con mimo paternal. Sabía que gran parte de los éxitos en sus investigaciones dependían de la sagacidad, casi innata, de aquella mujer para con los detalles y las menudencias. El estudio de lo insignificante suponía uno de los más altos placeres para Cárol, mientras que el propio Suso se pensaba a sí mismo como un policía con cierta capacidad para resolver problemas de conjunto. Consideraba que formaban un buen equipo, Cárol atenta a lo micro, él a lo macro y Fito… Fito… mejor dejarlo.
—Pero vamos, hombre —insistía tirándole de la manga.
—¿Adónde
carallo
quieres que vayamos? —dijo fastidiado, mientras se planchaba con la mano la parte de la camisa que Fito había arrugado con sus sacudidas.
Los ojos saltones del ayudante se quedaron en suspenso, como si fuera un camaleón acechando a una presa inminente.
—A que conozca a un verdadero bombón, comisario.
F
ito caminaba deprisa echando el pie derecho hacia fuera. El comisario iba detrás. Se detenía curioso en los escaparates o en las carteleras de los cines, sin avisar a Fito, que avanzaba impenitente, metro a metro bajo la lluvia, en dirección a la comisaría.
A veces se volvía y al comprobar que la distancia con Suso había aumentado, se detenía en seco, le hacía un aspaviento grandilocuente y le gritaba: «Comisario».
Entonces Suso adelantaba e intentaba darle alcance, aunque solo fuera para que permaneciese callado y no volviera a pregonar en medio de la calle su triste profesión.
Las cosas como eran. A Fito podían faltarle un par de hervores pero a pundonor no le ganaba nadie. De hecho, el pundonor era, a un mismo tiempo, su principal defecto y su mejor virtud. Que a Fito le salieran las cosas bien dependía única y exclusivamente del azar, porque él se entregaba con la misma seriedad a lo inútil que a lo provechoso, de manera que a menudo el tiempo se le iba en insignificancias. Él lo sabía pero todavía no había encontrado la manera de encauzar su dispersión, por eso prefería las órdenes concretas y detalladas como la que hacía veinte minutos le había dado la inspectora Cárol con meridiana claridad: «Avisa al comisario; debe de estar en Follas Secas». Perfecto, un par de verbos y un lugar. Y hasta el momento estaba cumpliendo el encargo con puntual eficacia, a pesar de que el comisario no ponía de su parte y casi tenía que arrastrarlo como a una vaca testaruda.
A menudo Suso perdía el interés por las cosas que Fito le contaba y aunque intentaba disimular no siempre lo conseguía. Diez pasos después de salir de la cafetería ya había olvidado que iban en busca de un «verdadero bombón». Por eso, cuando atravesó la puerta del despacho perdió el habla por unos instantes al observar que frente a su mesa y junto a la inspectora Cárol se encontraban una mujer joven y un hombre vestido de sacerdote.
Fito se había vuelto a confundir. La joven menuda que ahora mismo seguía a Suso con unos ojos redondos y marrones no era un bombón. Tenía la piel tan blanca y fina que daban ganas de mirar a través de ella. Casi sonreía. No era un bombón, en todo caso, pensó Suso, un precioso y delicado trozo de leche frita.
El hombre parecía incómodo; tenía el pelo blanco, con una raya marcada a escuadra y cartabón y unas gafas de cristales tintados que a Suso le recordaban a otra época.
—Buenos días.
Le tendió la mano a ambos y en el contacto se dio cuenta de que la traía mojada por la lluvia. Se disculpó y la frotó de manera poco elegante contra el pantalón.
Giró por la parte derecha de la mesa y acarició la espalda de Cárol en una especie de saludo. La amistad, que en su caso estaba por encima de lo laboral, le arrogaba aquel derecho. Una vez que estuvo sentado dijo:
—Bueno, pues ya estamos aquí.
En otro contexto ni siquiera hubiera reparado en lo absurdo de la frase pero los ojos de aquella muchacha funcionaban como las luces de un escenario, y proyectaban un halo de expectación allí donde se posaban. Suso, ligeramente nervioso, apartó la vista de la joven y buscó en la cara de Cárol el principio de una historia triste o, al menos, un buen motivo para que Fito lo hubiera sacado con urgencia de la cafetería.
—Te presento a Gregorio Andrade y Josephine Lampierre.
Suso sonrió e inclinó la cabeza con cierto aire aristocrático y de nuevo se sintió ridículo. Cárol continuó:
—Gregorio es el deán de la catedral —el comisario abrió los ojos en un gesto de sorpresa. No sabía en otras ciudades, pero en Santiago ser el deán de la catedral era un puesto de gran relevancia social—, y Josephine es una amiga francesa a la que conocí hace tiempo en la biblioteca. Es restauradora y trabaja con una beca en la universidad.