Yo tenía oído que las pastas de Viana se deshacían en la boca de tan tiernas, así que me acerqué a la primera pastelería que vi para poder dar mi opinión. Me llevé una caja con que invitar aquella noche a la pandilla, y me hubiera gustado hacerme con otra y llevársela a Gonzalo a Barcelona, pero todavía quedaban muchos días hasta que pudiera encontrarme con mi amigo. Lo que estaba claro era que las nombraría en mi próximo artículo.
Después de un café en la plaza del pueblo me dispuse a abandonar Viana. Apenas pisé las afueras del casco urbano y ya se atisbaban nítidos los edificios más altos de Logroño. En un principio me alegré al ver la línea de meta como un presente tan cercano, pero al instante comprendí que ocho kilómetros eran demasiados para estar pendiente de un mismo horizonte, así que decidí atender a las menudencias del Camino, y me olvidé del frente para mirar a los lados. Y fue entonces, al abandonar los últimos aduares de Viana, que advertí una imagen que me despertó cierta inquietud. En realidad era una bobada sin mayor trascendencia, una observación de alcohólico.
Junto a lo que parecía un pequeño polígono había aparcados un grupo de coches y furgonetas, la mayoría dedicadas al reparto de productos de alimentación. Me fijé en una de ellas. Era una furgoneta blanca cuya parte trasera estaba compuesta por una cámara frigorífica cuadrada de aproximadamente dos metros por cada lado. No tenía leyendas ni propagandas que anunciaran un reparto concreto, pero yo sabía (a fuerza de horas de barra un borracho aprende a ser observador) que ese tipo de furgonetas se dedicaba a nutrir de hielo y productos congelados a los diferentes negocios hosteleros. Nada particular en principio, sin embargo, hacía un rato, antes de visitar a César Borgia y mientras me adentraba en las primeras calles estrechas de la ciudad, tuve que subirme a la acera para dejarle el paso libre a otra furgoneta de parecidas características, que tenía dibujado en la cámara un pingüino azul, bajo el que se leía: congelados Etxarri. Para una mente como la mía la pregunta siguiente fue inevitable. ¿Cuántos bares, pubs, cafeterías y restaurantes habría en un pueblo tan pequeño como aquel para necesitar dos empresas distribuidoras de congelados? Sin duda, una memez. Pero los borrachos somos así. Esas cosas nos interesan. Sabemos mucho también de máquinas tragaperras, de música de los setenta y de coches antiguos.
En un bolsillo del pantalón llevaba mi cuaderno de campo. Hice una anotación y continué camino dejando que el pensamiento vagara sin mayor interés por mi cabeza hasta que llegué a Logroño y me crucé con Tino en la puerta del albergue.
—¿Cómo te fue, loco?
Comentamos la etapa por encima y al contrastar impresiones sobre Viana le conté la rara inquietud que me produjo encontrar dos furgonetas repartidoras de hielo en un pueblo tan pequeño.
—Llamemos al comisario —me propuso.
Me negué en rotundo. No es que no quisiera colaborar, pero sabía que aquello era una tontería muy personal, y no estaba dispuesto a que un madero retrepado en su sillón se riera de las fantasías de un pobre borracho.
L
ucía, la hija de Suso, tenía las cosas claras según le contaba a sus amigas. Su madre se había pasado tres pueblos al curiosear en su mesita de noche como si ella todavía fuera una cría, pero es que luego había llegado su padre a seguir comiéndole la cabeza con la historia del condón, y su padre, por lo general, era bastante enrollado, pero cuando se ponía borde no había quien lo aguantase, y con lo del condón se había puesto súper–súper borde. Le preguntaba de quién era la goma, y a él qué coño le importaba, ¿le pedía ella explicaciones de con quién se acostaba o dejaba de acostarse?
«Ay, tía, qué asco, no digas eso que me imagino a tu padre en bolas y me rallo».
* * *
Marina, la ex mujer de Suso, también tenía las cosas meridianamente claras. El hecho de que ambos hubieran utilizado el condón de su hija en un acto —había que reconocerlo— de efervescencia etílica más propiamente que de amor, la capacitaba para pedir una nueva cita en la que replantear las cosas y volver a poner encima de la mesa el futuro de aquella relación. Porque haber vuelto a encamarse después de tres años de separación debía significar algo, y ese algo —no le cabía ninguna duda— era la próxima reedición de su antiguo matrimonio. Aunque por ahora un razonable temor sujetaba a Suso, pero ese miedo iría diluyéndose si los encuentros entre ambos se hacían de manera más habitual. Y cuando hablaba de encuentros no solo se refería a las conversaciones de cena, sino también a los encuentros carnales. Que ella, en estos tres años, algo había hecho por ahí con dos o tres que luego salieron rana, pero al pobre Suso se le notaba ayuno de mujer, y eso se veía, por ejemplo, en la cara que puso cuando ella se fue para abajo, que Suso era así, muy parado para estas cosas y nunca se atrevía a decir lo que le gustaba más o lo que le gustaba menos, y también por ahí empezaron los problemas, que a Suso todo le parecía bien, no ya en la cama sino en el resto de los asuntos de pareja, y eso no podía ser, porque entonces el peso de las decisiones de la relación siempre caían sobre ella; pero en fin, ya le explicaría a Suso en las próximas reuniones; porque habría próximas reuniones, por supuesto que las habría, si bastaba con verle la cara a Suso cuando ella estaba abajo para comprender que habría próximas reuniones.
* * *
El comisario se encontraba de vuelta en Santiago y al contrario de lo que le ocurría a sus mujeres no tenía las cosas nada claras. No ya en su vida familiar y sentimental, que era algo de difícil arreglo, sino en su vida laboral y en la resolución del caso Andrade.
Los datos y las hipótesis se agolpaban en su cabeza como un grupo de niños a la puerta del recreo. Él intentaba colocarlos marcialmente, en fila de a uno, pero al instante volvían a enredarse unos con otros, unidos por un hilo invisible y elástico que los embrollaba de forma enigmática. Un hilo que él debía desmadejar si quería que la investigación no quedase para siempre en el cajón de los casos irresueltos.
De vez en cuando tenía apagones similares al de hoy. Era como una resaca sin alcohol, como una pesadez de cielo gris que se le instalaba en la mente y no le permitía pensar con claridad. Entonces, el único remedio fiable consistía en dar un paseo hasta la pequeña iglesia del Carmen, a orillas del río Sarela, sentarse en un banco de las proximidades y quedarse allí, con aire de bobo, mirando la enorme chimenea de piedra que se levantaba sobre la diminuta fachada lateral.
La chimenea, inmensa, marcada por el musgo y por los años, era más grande que el propio edificio que la sustentaba, como un gigante que durmiese en los hombros de un enano. Cuando las ideas de Suso se atascaban acudía a pasar un rato junto a aquella chimenea, que él tenía por una de las bellezas más singulares e inadvertidas de Santiago. Normalmente, Suso lanzaba sus preocupaciones contra la roca de la chimenea como si fueran nueces, y esta se las devolvía rebotadas y con una pequeña fisura en la cáscara por la que empezaba a atisbarse la solución a sus problemas.
La primera de las nueces se llamaba Fiz Couñago y parecía ser primo hermano del Gran Hudini, porque se esfumaba de entre los vivos con una facilidad pasmosa. Así sucedió el día que la policía fue a buscarlo a su piso del Campo de Santa Marta, y así había sucedido de nuevo cuando, siguiendo el envío de los antidepresivos que Martiño compró en la farmacia, tres coches patrulla se presentaron en una casa del
concello
de Teo, donde una señora bajita y sesentona confirmó que Fiz había estado allí hasta aquella misma mañana, pero que sin saber cómo ni en qué dirección había desaparecido, dejando al perro
Diderot
en prenda por los días de hospedaje.
En cuanto Suso se enteró de que la señora de Teo era la hermana de Martiño Regueiro ordenó que los detuvieran a ambos y también a la siquiatra, porque saltaba a la vista que los tres formaban parte de algo así como un comando de apoyo que prestaba cobertura al presunto «loco de los papeles».
Los mantuvieron en dependencias policiales hasta que Suso llegó de Navarra, y tras varias horas de concienzudo interrogatorio ninguno de los tres varió un milímetro su enconado discurso: no tenían la más remota idea de dónde podía estar Fiz Couñago.
El comisario tuvo que dejarlos en libertad no sin antes advertirles de que iban a estar vigilados día y noche y de que tuvieran muchísimo cuidado con lo que hacían, porque la cárcel no era un lugar divertido y ellos estaban a un solo paso del abismo. Le pareció que la siquiatra, al salir por la puerta, le mostraba un puño cerrado en el que asomaba el dedo corazón, pero no se lo tuvo en cuenta, hacía años que Suso no atendía a las provocaciones.
La segunda nuez que el comisario lanzó contra la chimenea fue la del arqueólogo Amos Roth. Si Fiz pasaba por ser una nuez gaseosa e inaprensible, el israelí se había convertido en la nuez más oculta de un frondoso y enredado nogal. Davide Leone le había proporcionado a Cárol una gran cantidad de datos sobre el día a día de Roth, y la inspectora intentó localizarlo en la universidad, en su casa, en el móvil personal y en todos los lugares donde se suponía que debía estar. La respuesta fue siempre la misma: el señor Roth se encontraba de viaje fuera del país y no se sabía la fecha de regreso.
—¿Pero adónde ha ido? —el acento «anglogallego» de Cárol delataba cierta lejanía.
—¿Y quién es usted?
—Llamo desde Italia. Quería hacerle una consulta profesional al profesor Roth.
—Lo siento, inténtelo dentro de unas semanas, quizás haya vuelto.
Pero Cárol no podía permitirse el lujo de esperar tanto tiempo, así que lejos de desanimarse encontró en el viaje de Roth una oportunidad inmejorable para interrogarlo fuera de la protección que le brindaba su entorno en Jerusalén, que, según había podido comprobar, era bastante férrea.
Contactó con la embajada israelí en España. Ellos podrían enterarse del lugar al que había viajado Roth y en virtud de los convenios establecidos entre ambos países podrían ayudarla a fijar un encuentro con el arqueólogo. Después de un par de esperas telefónicas consiguió hablar con una mujer de voz fría y remoto eco metálico, que quiso conocer pormenorizadamente los motivos por los que una policía española preguntaba por un ciudadano israelí. Cárol le explicó el asunto por encima y se reservó los detalles para futuras entregas. Como era de esperar, la voz no quedó satisfecha.
—¿Tiene pruebas que vinculen al señor Roth con alguna ilegalidad?
—Si no las tuviera, ¿cree usted que la estaría molestando?
La funcionaria israelí sopesó por unos instantes el camino a seguir.
—Buscaré la información que nos solicita e intentaré ofrecerle una respuesta a la mayor brevedad posible.
Pero según el comisario, «la mayor brevedad posible» se estaba alargando más de lo que podía considerarse prudente, así que instó a Cárol a que llamara de nuevo a la embajada pero, para su desgracia, la mujer de la voz metálica no se encontraba, o lo que era peor y más sospechoso, se encontraba de baja, así que «si yo puedo ayudarla en algo…», y eso supuso volver a empezar desde el principio y perder un tiempo maravilloso en la búsqueda de Roth, que incluso podía haber regresado ya a su casa, aunque en Israel todos los teléfonos seguían repitiendo testarudos la versión del largo viaje.
En definitiva, el comisario contaba con dos sospechosos lejanísimos y de perfiles radicalmente opuestos, dos nueces inquebrantables y disímiles, dos agujeros negros que atraían hacia sí todos los detalles de la investigación, para tragárselos y dejar el caso de Mauro Andrade flotando en la nada más oscura y absoluta.
En el intento por taponar la angustia que le producían sendos agujeros negros el comisario solo contaba con dos certezas bastante raquíticas, aunque certezas al fin y al cabo. La primera tenía que ver con la aparición de la cabeza debajo del puente; el comisario estaba convencido de que la persona que la colocó allí no llegó andando sino en coche. La carretera nacional que conectaba Zubiri con Pamplona estaba a menos de cincuenta metros y justo enfrente del puente se podía estacionar sin dificultad, así que el asesino apenas tuvo que bajarse del coche unos instantes para alcanzar la ladera derecha del río y, una vez allí, hacer rodar la cabeza con suavidad, convencido de que los matorrales y la hierba alta la frenarían antes de llegar al agua. Los fragmentos de tierra encontrados en el pelo de Mauro apoyaban esta hipótesis. Después, bastaba con regresar al coche, arrancar y volver a la carretera para perderse en cualquiera de sus direcciones. Pero ¿por qué precisamente allí, por qué bajo el puente de Zubiri?
La segunda certeza no era propia, se la había regalado aquel maldito forense de humor indescifrable. Antes de la disección, la cabeza y quizás el resto del cuerpo habían sido congelados, y el corte se había producido con una sierra mecánica cuya hoja debía de medir entre cuatro y cinco milímetros.
Ahí terminaban sus certezas, en una carretera y una mutilación, en realidad dos tapones insuficientes para dos agujeros negros que tendían a expandirse.
El comisario volvió a mirar la chimenea. Las nueces lanzadas habían regresado ilesas e incorruptas a sus pies. Una canción sonó en el interior de su bolsillo.
—¿Suso?
—Dime, Cárol.
El lejano trinar de unos pájaros y el rumor del río se colaron por el teléfono del comisario.
—¿Dónde estás? —preguntó la inspectora ligeramente sorprendida.
—Frente a una chimenea.
En Roma el calor seguía siendo sofocante y la ropa era una incomodidad necesaria. Cárol resopló.
—Dios mío, te vas a churrascar.
El comisario, que continuaba con la mente espesa, tardó unos segundos en advertir el malentendido pero no tuvo ganas de aclararlo.
—¿Qué me cuentas? —y cruzó los dedos en espera de sustanciosas novedades.
—Buenas noticias.
Bien. Descruzó los dedos.
—Vengo de ver a la persona que en el último momento cambió el rumbo de la vida de Andrade.
A veces a Cárol le gustaba ser efectista. El comisario lo sabía y la dejaba hacer.
—Llevo desde las ocho de la mañana en las oficinas de la empresa de seguridad que vigila el metro de Roma. Me he tragado siete veces los vídeos que grabaron las cámaras el día de la desaparición de Andrade. Siete veces. Un verdadero cinefórum, Suso, y un tormento para los ojos porque en Roma hay más personas que hormigas y todos van en un metro muy pequeño, así que imagínate. Una locura, pero al final he conseguido localizarlo.