Álvaro Cunqueiro, que a falta de pastillas había regresado a ocupar la cabeza de Fiz, protestaba, como siempre, e intentaba sabotear cualquier iniciativa que Fiz considerase talentosa.
—Deberíamos habernos quedado en el campo. Llevamos un par de días haciendo el canelo.
No es que Fiz se hubiera habituado, porque nadie podía habituarse a la voz plomiza y gelatinosa del escritor de Mondoñedo, pero al menos conseguía evadirse de su invisible zarpa en momentos como este, cuando la tensión le obligaba a concentrar sus pocas fuerzas en asuntos que él calificaba de «extrema gravedad». Por extrema gravedad se entendía, por ejemplo, conseguir colarse unos minutos en su precintado apartamento y localizar en los estantes de la biblioteca un ejemplar de la revista de arte
La gárgola azul
, donde creía recordar que aparecía un artículo que hoy se le antojaba especialmente importante.
Cunqueiro probó de nuevo:
—¿Pero tanto te molestó que pusiera a Julio Iglesias? No digo yo que me guste ese desmayo en la voz, y bien es cierto que después de tres días cansa, pero, chico, al menos con ella teníamos buen rancho, y un caldo consistente, con profusión de unto, nabizas y patata del país. En cambio, estos nómadas que ahora nos acogen tienen lo de la alimentación muy descuidada, y sobre todo el vino, que lo beben rancio y grumoso como si antes lo hubieran usado para hervir coliflores.
A Fiz le hubiera gustado, por un momento, que Cunqueiro estuviese a su lado y no en el interior de su cerebro, porque entonces le habría lanzado una fulminante mirada de alerta que el escritor, sin más remedio, habría sabido interpretar.
—En lo que sí te reconozco el acierto fue en dejar allí al perro. Ya está mayor y no le cumple andar con aventuras de feriantes, porque he observado que entre estos nómadas del poblado es costumbre venerar a los ancianos, pero solo a los de dos piernas, sombrero y bastón, porque en cuestión de canes los prefieren jóvenes y montaraces, que así los largan a pelear junto a una hoguera y se divierten con el riego de la sangre.
Sí, por ahora, el sitio de
Diderot
estaba en la casa de campo. Más tarde, cuando todo se arreglara, regresaría en su busca, aunque una intuición imprecisa le decía que aquella vieja bruja le estaba cogiendo al perro más apego del necesario y, a la postre, no le iba a ser fácil recuperar a
Diderot
.
Contra lo que la vieja bruja pudiera pensar, su salida de la casa no fue obra de un arrebato tempestuoso, antes al contrario. Meditó detenidamente, al menos durante diez minutos, sobre la libertad de expresión, la libertad de movimientos y la libertad de culto. Y concluyó que en defensa de esas tres libertades no podía continuar ni un segundo más en aquella casa a la que Martiño —bueno entre los buenos— le había llevado con la mejor intención, pero que después de tres días se había convertido en una cárcel sin muros dedicada a socavar los cimientos de su indomable personalidad.
Lo de Julio Iglesias fue solo la gota que colmó el vaso. El primer día, varias horas después de su llegada, tuvo que soportar una amonestación severa de la vieja por cagarse verbalmente en un santo, después de sufrir un pequeño accidente doméstico cuando intentaba sin éxito arreglar un grifo que goteaba. Se contuvo por respeto a Martiño, pero a la noche siguiente, al intentar salir para dar uno de sus paseos nocturnos junto a
Diderot
, comprobó que la vieja, antes de irse a dormir, había cerrado las puertas y se había llevado la llave a su dormitorio.
Diderot
pasó toda la noche con ganas de orinar y Fiz, con ganas de aullar a la luna.
Finalmente, la vieja, que para algunas cosas era muy larga, le reprochó las intermitentes y furiosas miradas que Fiz lanzaba sobre la Virgen que había dentro de la hornacina y sobre las mil y una estampas repartidas por espejos, cuadros y aparadores. «Es que dan miedo», pretextó Fiz.
Así que la música de Julio Iglesias, comparado al resto de coacciones y renuncias, era una niñería, pero la niñería que prendió la mecha. Al fin y al cabo, si no podía caminar a su antojo en mitad de la noche, si su vocabulario resultaba inadecuado y su único horizonte estético era una sacristía, ¿por qué seguir allí? ¿Acaso una celda en la comisaría no ofrecía una libertad similar o incluso mayor de la que ahora gozaba? Subió a la habitación e introdujo desordenadamente sus cuatro trapos dentro la mochila, antes de abandonar la casa puso la rodilla en el suelo y besó a
Diderot
en la mancha blanca de la cabeza. El perro sesteaba pero salió de su sopor para darle al dueño un lengüetazo cariñoso. «Pronto vuelvo a recogerte», le dijo al oído, y debió de hacerle cosquillas porque el perro meneó la cabeza y se rascó con la pata trasera.
Anduvo sin rumbo por unas horas, disfrutando del sol inconstante, de las fragancias del campo y de la libertad recién inaugurada. Al palparse el bolsillo comprobó que había cogido el tabaco pero se le habían olvidado las pastillas y el móvil, con lo que la sensación de albedrío se intensificó hasta casi rozar la alegría. A veces le pasaba, era como una montaña rusa emocional, subía, subía, subía y cuanto más subía más se alejaba del suelo al que acabaría cayendo con vértigo y estrépito, pero bueno, de momento subía, ya se vería luego.
A mitad de la mañana tomó una decisión: volver a Santiago. Debía encontrar a Fátima para que ella le acompañase a la comisaría y aclarar de una vez por todas aquel embrollo, más tarde buscaría a Martiño para explicarle el rifirrafe con la hermana. Estaba convencido de que Martiño lo comprendería, porque Martiño, desde su bondad natural apreciaba el compromiso ético de los hombres libres como él, porque si algo estaba claro para Fiz era su pertenencia al exiguo club de los hombres libres, «radicalmente libres», podría decir. Por eso andaba descalzo por la vereda silvestre de la carretera comarcal, sintiendo las ondulaciones de la tierra, las ramas secas que le herían la piel y la hierba fresca que le aliviaba, por eso podía plantarse en mitad de la carretera y cortar el tráfico con los dos brazos en alto, y bailar delante de los coches y preguntarle a los indignados conductores si también ellos se consideraban hombres libres o simplemente vasallos de sus vehículos.
Un repartidor de pan que iba retrasado en las entregas sintió que tenía motivos suficientes para partirle la crisma y salió de la furgoneta jurando en una lengua inédita hasta entonces. Fiz, libre y feliz, se recreaba en su danza y apenas advirtió el primer impacto, sin embargo, sus huesos sonaron desacompasados al caer sobre el asfalto. Al repartidor le dio tiempo a soltar un par de patadas más antes de que la figura de Cappi Romanesco apareciera a su espalda para frustrar tanta barbaridad. Los únicos argumentos que el repartidor encontró para hacerle caso a Cappi y cejar en su agresión fueron un bigote azabache espeso y un traje, entre pordiosero y señorial, que anunciaban a un tipo, cuando menos, sospechoso de algo.
El gitano tiró de Fiz hacia arriba y lo ayudó a recuperar la vertical, con paso cojitranco lo apartó de la carretera y lo sentó en una de las orillas del camino. Activó el tráfico que ya empezaba a acumularse y finalmente acudió de nuevo junto a él para interesarse por su estado de salud.
Cappi Romanesco y Fiz Couñago se estrecharon las manos y al instante se reconocieron. No les hizo falta más que el destello de sus miradas para comprender que pertenecían a una misma casta, más allá de sus distantes lugares de origen y de sus diferentes vidas y fortunas, Cappi y Fiz formaban parte del exiguo club de los hombres libres. «Radicalmente libres». Eran hermanos.
El gitano se había bajado de un autobús treinta metros más atrás. Regresaba al poblado después de una mañana afortunada en el limosneo. Advirtió los gritos y los insultos de los conductores y se acercó a curiosear. Su poblado quedaba allí mismo, detrás de aquella loma baja, le invitaba a acompañarlo, al menos, hasta que se le pasase el susto y comprobara que tenía todas las partes del cuerpo en su sitio. Más tarde podría regresar a Santiago, el autobús se cogía allí, treinta metros más atrás.
Pero Fiz demoró dos días en llegar a Santiago, porque con el empujón del repartidor de pan no solo se le fueron al suelo los huesos, también se le despeñó la recién conseguida alegría, y pasó toda la tarde apesadumbrado y reflexivo, sentado a la puerta de la chabola, mientras cruzaban frente a él gallinas, perros famélicos y algún que otro cerdo. Ni siquiera Álvaro Cunqueiro con sus fabulosas historias conseguía espantarle las tristezas.
Al día siguiente, y de manera lenta, fue recobrando el ánimo, logrando dormir a ratos, siempre al sereno, porque daba gusto disfrutar de aquella indolencia silenciosa y solitaria que invitaba a pensar en nada. Cappi Romanesco había dado órdenes a toda la familia para que nadie le molestase y encargó a Ruxana, una de sus cuatro hijas, el cuidado y la dispensa de atenciones que todo invitado merece.
Al tercer día, ya completamente recuperado, Fiz deambulaba por el poblado con la apostura de un nuevo patriarca gitano. Iba en busca de un lugar donde aprovisionarse de tabaco, porque sin pastillas podía pasar, pero sin fumar no. Observó en su paseo a un par de niñas que, sentadas en una calle sin asfaltar y pintadas de mocos y tierra, jugaban a ser mamás y a pegarle azotes en el culo a unas muñecas destartaladas e incompletas que lucían tantos churretes como ellas mismas. Álvaro Cunqueiro le salmodiaba alguna de sus monsergas al oído, pero Fiz al ver a las niñas levantó la mano y, por primara vez, lo hizo callar de golpe. La niña más regordeta, la que solo vestía unas bragas blancas y unas chanclas rosas, le regañaba con intransigencia a su muñeca de plástico porque no había querido comerse la papilla de piedrecitas y fango que ella con tanto amor le había preparado. Y Fiz se emocionó ante aquel espectáculo a un tiempo tierno y ridículo. Tierno, porque evidenciaba el prodigioso milagro de la imaginación infantil, y ridículo, porque la muñeca nunca podría comerse la papilla que su mamá le ofrecía con tanta insistencia, por la sencilla razón de que era un juguete viejo y mutilado al que le faltaba la cabeza.
Y entonces dos cables se unieron en el desnortado cerebro de Fiz Couñago. El cable rojo de los juguetes pobres y el cable azul de las viejas estatuas. Porque las estatuas y los juguetes tenían en común una fragilidad de miembros que a menudo les hacía aparecer mancos, cojos o descabezados. No importaba si plástico, piedra o alabastro, las estatuas y los juguetes se rompían, y se rompían siempre por las zonas más débiles.
Y de aquella unión de cables saltó una chispa.
Fiz Couñago, el joven profesor de Historia del Arte que estaba de baja por problemas mentales, dio la vuelta y se olvidó de comprar tabaco. Debía regresar a su casa lo antes posible y buscar en los anaqueles de la librería una revista especializada de la que hace años había comprado algunos números. ¿Cómo se llamaba? ¿
La gárgola azul
? Puede. Allí, en alguno de esos números le esperaba un artículo que recordaba haber leído y hoy, súbitamente, se le revelaba clarificador para explicarse todos sus problemas en los últimos tiempos.
Era por eso que ahora, en mitad de una noche estival y serena, Cappi Romanesco se encontraba en una esquina del edificio y Fiz Couñago, en la esquina opuesta, la más cercana al portal. Cuando le contó el plan Cappi no ofreció ningún reparo, ni siquiera preguntó los motivos por los que un policía estaba haciendo guardia debajo de su apartamento. Al fin y al cabo estaban entre hombres radicalmente libres, ¿no? Y los hombres radicalmente libres eran así, se fiaban los unos de los otros.
El policía, con un profundo aburrimiento, se dedicaba más a la pantalla del móvil que a custodiar la puerta del edificio. Era lógico, le había tocado estar allí las dos últimas noches, y menos mal que hoy hacía buen tiempo porque ayer refrescó en la última hora de su turno y no sabía dónde meterse.
Algo raro sonó, algo como el chirriar de un gozne oxidado, o como el grito de un cochino camino de la muerte, sin duda algo desagradable, y sonaba por allí, por la derecha. Se mantuvo sereno, ya pararía. Pero no paraba y entonces reconoció claramente que aquellos ruidos que se acumulaban unos sobre otros tenían, muy en el fondo, una especie de intención que los ordenaba. Sí, como la música pero sin ser música. La plaza del Campo de Santa Marta estaba tan solitaria y despejada como todas las noches. «Pero qué mierda de ruido es ese», se dijo, y con andar espabilado se encaminó hasta la esquina de la que provenía el concierto de Cappi Romanesco, que, como un perfecto flautista de Hamelin, atraía hacia sí al único y aburrido ratoncillo de la plaza.
Fiz, libre del centinela, ascendió hasta el primero, abrió con llave y se agachó para pasar por debajo de la cinta azul y blanca que precintaba la puerta de su apartamento. Fuera se escuchaban las protestas de Cappi por no poder tocar el violín allí donde le diera la real gana. «Mucho
rasismo
es lo que hay aquí, mucho
rasismo
», repetía una y otra vez ante las invitaciones del policía a largarse inmediatamente. El gitano accedió y se fue sin oponer resistencia, tal y como Fiz le había indicado que debía hacer. Diez minutos más tarde tendría que volver, oculto en las sombras de la noche, para situarse en la misma esquina y probar una nueva tentativa de concierto.
Para entonces, Fiz ya habría tenido tiempo suficiente de localizar la revista que tanto le interesaba, y estaría en disposición de emprender la fuga, aprovechando la nueva y presumible discusión entre el policía y Cappi Romanesco. Luego, si todo salía según lo previsto, debían encontrarse en los alrededores de la Facultad de Derecho, a menos de cien metros de allí, donde un buen número de jóvenes estudiantes estarían haciendo botellón, acabado ya el curso, y despidiéndose hasta el próximo año.
Y lo acordado se cumplió. Quince minutos después el corazón de Fiz golpeaba con ganas de salir del pecho, no solo por la carrera que se había dado para llegar a la Facultad de Derecho, sino porque transgredir las normas era una experiencia sencillamente fascinante. Te hacía sentir vivo, reinventar este mundo podrido y darle algo de lógica. Su lógica, claro.
Estaba subiendo de nuevo por los rieles engrasados de su montaña rusa emocional cuando la figura indescriptible de Cappi Romanesco se atisbó por detrás de unos árboles. Los jóvenes estudiantes alborotaban y reían en grandes grupos alrededor de bolsas repletas de licores. Fiz alzó un brazo para llamar la atención del gitano. Agitaba en el aire una revista.