—Aquí está, Cappi, aquí está —se le abalanzó nervioso en cuanto llegó a su altura—, aquí la tengo.
Le indicaba con el dedo un lugar en una de las primeras páginas. Cappi observaba el papel con una vergüenza antigua, él no sabía leer, pero le divertía ver la reacción que aquellos papeles provocaban en su nuevo compadre.
Cuando Fiz comprendió que Cappi no iba a desvelar por sí solo el misterio de la ortografía, empezó a leer muy lentamente y en voz alta, como si en lugar de analfabeto fuera sordomudo.
—«Dos estatuas sin cabeza: las maravillas del museo catedralicio de Santiago», por el catedrático Mauro Andrade. ¿Comprendes, Cappi? Mauro Andrade, el enano cabrón. Ha terminado decapitado, igual que las estatuas de su artículo, ¿no piensas que eso quiere decir algo?
Cappi Romanesco no entendió ni una palabra de lo que su compadre le decía pero era evidente que gracias a la revista había recuperado la alegría. Y eso estaba bien, muy bien, porque los hombres radicalmente libres no debían andar por ahí con cara de viudas viejas. El gitano quiso celebrarlo, se echó el violín al hombro y probó con algo similar al
Canon
de Pachelbel. Fiz se lanzó a una danza extraña y particular, Cappi reía y sus cuatro dientes de oro iluminaban un trozo privado de la noche.
A lo lejos, los jóvenes bebían y miraban incrédulos. «Habría que expulsarlos a todos», dijo uno de ellos con el pelo rizado y moreno.
S
uso ya sabía que a don Gregorio, el deán, las comisarías le daban repelús, pero no hubo más remedio que invitarlo a personarse en dependencias policiales a lo largo de la mañana. Cárol había regresado con el vídeo de las imágenes captadas por las cámaras de seguridad del metro romano y quizás el deán alcanzara a reconocer al hombre de la gorra oscura que aparecía junto a su hermano. Se hacía cargo de su estado anímico y entendía que ver las últimas imágenes con vida de Mauro podría agravarle las dolencias nerviosas pero también el deán debía comprenderlo: era absolutamente necesario.
El deán no solo lo comprendía sino que un hálito repentino de esperanza le hizo soñar con el final de aquella pesadilla. Por fin el comisario se había decidido a trabajar seriamente. Le aseguró a Suso que acudiría a su despacho en menos de media hora, el tiempo que tardara en vestirse y llegar hasta allí.
—Por cierto, ¿se sabe algo de ese demente, de Fiz Couñago?
Suso se mordió el labio inferior. Que la policía no consiguiera dar con un tipo como Fiz suponía un evidente bochorno, y el deán no perdía la ocasión de recordárselo.
—Don Gregorio… —Y dudó entre hablarle de Roth o mandarlo a la mierda—. Venga en cuanto pueda —dijo al final tajante.
Más diligente aún que el deán fue Josephine, la bella francesita, que llegó con diez minutos de adelanto con respecto a la hora convenida. El comisario la hizo pasar a su despacho y le ofreció un té frío con una rodaja de limón. A Josephine le bastaron un par de parpadeos para hacer que el comisario sintiera un ligero vértigo. Agarró con fuerza la jarra mientras le servía. Lo ojos de Josephine eran levemente más oscuros que el té.
Ella se interesó por Cárol y el comisario le explicó que estaba en casa descansando después de su aventura romana. Era difícil calcularle la edad a Josephine porque a su cuerpo menudo había que añadirle la tersura de una piel blanca como un lienzo. Al comisario le hubiera gustado rozarle una mejilla, aunque solo fuera por ver qué tipo de resina se le quedaba entre los dedos.
Había que hablar de algo mientras llegaba el deán, pero lo único que Suso y Josephine compartían era un muerto sin cabeza, así que se vio obligado a explorar otros territorios.
—Debe de ser complicado eso de restaurar cuadros —propuso el comisario—, parecen tan frágiles.
La mujer sonrió, acercó el vaso de té hasta los labios pero no bebió.
—Debe de serlo —le concedió—. Yo nunca he trabajado la pintura, me especialicé en piedra. Por eso vine a Santiago, aquí nunca falta el trabajo si sabes cómo limpiar y curar las piedras.
—¿Curar?
—Las piedras enferman, comisario, ¿no lo sabía?
Bueno, ya había encontrado una conversación intrascendente sobre la que dejar pasar el tiempo. Ella hablaría sobre piedras y él la imaginaría desnuda y bajo la ducha refrescando la blancura insólita de su piel.
—O sea que de alguna manera es usted médico.
—De alguna manera.
El comisario tuvo que apartar la mirada porque ella le habló directamente a los ojos. Sería preferible imaginarla dormida en lugar de duchándose, así al menos tendría la seguridad de que mantendría los ojos cerrados.
—Yo de piedras sé poco, pero siento un especial interés por las chimeneas —confesó.
—Pues entonces también usted ha venido a la ciudad perfecta.
—Bueno, solo tuve que coger un autobús. Soy de Vilagarcía.
La mujer sonrió.
—Yo de Reims.
A menudo, cuando Josephine revelaba el nombre de su ciudad de origen, la gente se acordaba de la famosa catedral gótica y le hacían algún comentario al respecto. Pero Suso no sabía que Reims tenía catedral y ni siquiera hubiera podido situar la ciudad con precisión en un mapa de Francia. Sin embargo, algo conocía de Reims.
—Cuna del Champagne.
Josephine tenía la boca llena de té, pero celebró con un gesto la puntería vitivinícola de Suso. Le contó que su familia poseía una pequeña finca de viñedos de la que sacaban un espumoso muy particular que por allá gustaba bastante.
Justo cuando Suso comenzaba a interesarse por la conversación dos golpes secos sonaron en la puerta e Iria, la secretaria, le flanqueó el paso a don Gregorio, que venía con el gesto abatido. Vestía un traje propio de su condición de cura que a Suso se le antojó más negro que antes, como si al oscuro sacerdotal se le hubiera unido el rigor de un luto aldeano.
Ambos se levantaron y saludaron al deán por turnos y con desigual confianza. Josephine le posó la cabeza sobre el pecho y el cura la besó en el pelo mientras ella le rodeaba la cintura con los brazos. Suso, por su parte, le tendió la mano y un tacto frío le sugirió que quizá todavía no contaba con el perdón sincero del deán.
—Siento realmente hacerles pasar por esto, pero quizá sean ustedes las personas que más puedan ayudarnos.
Suso le ofreció el sillón más cómodo al deán y acercó la televisión hasta las inmediaciones de sus rodillas. Don Gregorio sacó de un estuche las gafas de cerca. La francesita se acomodó en el brazo del sillón, dándole la espalda a Suso. La camiseta de tirantes le dejaba al aire los hombros salpicados de diminutas y graciosas pecas. De nuevo sintió deseos de rozar su piel, sin embargo, y para abortar cualquier tentación, presionó con fuerza el botón de «play».
La grabación comenzó. En cuanto Mauro Andrade apareció en la pantalla con su pelo blanco y casi esponjoso, Josephine y don Gregorio se cogieron de la mano. El comisario los observaba con una mezcla de interés y pudor. Miraban, agarrados e inmóviles, la manera en que Mauro caminaba junto a las vías del metro, rodeado por decenas de personas, desconocedor aún del lamentable quiebro que el destino estaba a punto de depararle.
Abandonó el primer vagón y se introdujo por los vericuetos subterráneos de la estación de Termini en busca de la línea A. Don Gregorio imaginaba que la mancha blanca de la pantalla era su cabeza y no la de su hermano, que ahora mismo él yacía muerto y decapitado en algún lugar desconocido, y que Mauro, a día de hoy, se sentaba en aquel mismo sillón y abrazaba a Josephine, y ambos lo miraban con estupor dar sus últimos pasos por el metro de Roma. Don Gregorio quería revivir a su hermano y se ofrecía él mismo en sacrificio, al fin y al cabo eran casi iguales, sin embargo su Dios, que no quería sacrificios sino fidelidad, había permitido que Mauro fuese víctima de una muerte atroz, y don Gregorio sospechaba que en el fondo la ira de Dios no había sido dirigida contra su hermano sino contra él.
El hombre con gorra negra y vestimenta deportiva apareció en escena posando su brazo de manera amigable sobre el hombro de Mauro. El comisario pulsó el botón de la cámara lenta.
—Ahí está —dijo—, tómense todo el tiempo del mundo.
El deán se adelantó unos centímetros y su cara se iluminó con el fulgor de la pantalla. Las imágenes iban tan lentas que se congelaban en los cristales de sus gafas. A Josephine le hacía daño la parsimonia desgarradora con que Mauro respondía al saludo del desconocido. Soltó la mano de don Gregorio y unas lágrimas abrasivas como la cal le resbalaron por el rostro, apenas se le escuchaba el llanto, todo en ella apuntaba a la mesura y a la delicadeza, incluso su desolación era contenida. El hombre de la gorra, con su conversación muda y su lejanía en blanco y negro, estaba destruyendo algo en su interior, algo antiguo como las piedras que solía restaurar.
Las dos figuras se ocultaron en un recodo del túnel y el comisario aceleró la reproducción para que el hombre de la gorra volviera a aparecer. Por unos instantes todo fue vértigo y las personas corrían por el pasadizo como hormigas hambrientas. En cuanto los dos hombres salieron de la oscuridad la lentitud regresó a la pantalla, y con ella la imagen de Mauro variando la dirección de sus pasos y dejándose acompañar hasta la salida por aquella sombra deportiva y siniestra.
—Ahora puede verse de espaldas —anunció el comisario.
Josephine y don Gregorio achinaron los ojos en un último intento. Lo único peculiar de aquella figura era su manera de caminar, andaba posando las puntas de los pies en lugar de los talones, por lo demás era absolutamente corriente. Los dos hombres comenzaron a ascender por las escaleras. Ya se perdían entre la multitud. Josephine veía por última vez a su amante y el hermano miraba, por última vez, la espalda de su hermano.
La pareja permaneció en silencio, derrotada, sin fuerzas siquiera para emitir un veredicto. Las lágrimas de Josephine continuaban su silenciosa carrera.
—¿Algo? —preguntó Suso que también comenzaba a angustiarse.
—Otra vez —dijo el deán—, pero sin cámara lenta, quiero verlo caminar con naturalidad.
El comisario rebobinó y fantaseó con la posibilidad de que don Gregorio estuviera pensando en alguien concreto, pero después de dos revisiones más ni Josephine ni el cura pudieron ofrecerle un nombre, ni siquiera una vaga sospecha.
—Nada —dijo el deán.
Seguía con la mirada perdida en el televisor, a pesar de que el vídeo había terminado y la pantalla se había vuelto tan negra como su vestimenta.
—Nada —repitió absorto.
En realidad, Suso ya contemplaba el fracaso de la identificación antes incluso de haberlos hecho venir. Si los temores de Davide Leone iban en la dirección correcta, el escurridizo tipo de la gorra sería un asesino a sueldo y ahora mismo podía estar disfrutando de unas vacaciones bien subvencionadas en cualquier costa del Mediterráneo. Pero, más allá de la identidad del asesino, lo que al comisario le intrigaba era la breve conversación. ¿En qué idioma hablaron? ¿Por qué resultaba tan relajada?
Bueno, era hora de dejarlos marchar, si podían, porque el deán y Josephine se habían convertido en dos muñecos desinflados que seguramente no alcanzarían a caminar sin que las rodillas les vencieran después de dos pasos. Josephine continuaba llorando, el comisario dijo algo y ella lo miró, pero sus ojos habían perdido toda fuerza lumínica y ya no hacían daño.
Suso pensó en pedirles un taxi pero antes quiso saber qué opinión les merecía Davide Leone.
—Imagino que conocen al señor Leone.
Los dos asintieron pero fue el hombre quien respondió.
—Y también conocemos su versión de los hechos. —Y de sus palabras no podía desprenderse otra cosa que no fuese desolación.
El comisario esperó interesado y paciente. Era obvio que el deán tendría algo más que decir. El muñeco desinflado que vestía de negro se hinchó sorpresivamente.
—Davide no debió darle nunca aquella memoria a Mauro, porque sus guerras son propias y a nadie más le incumben; Mauro tampoco debió cogerla, porque no era asunto suyo, y usted debió comenzar a buscar a mi hermano el primer día en que Josephine y yo vinimos a esta comisaría, pero eso parece que tampoco era asunto suyo. Tres personas que no hicieron lo que debían, pero solo uno de ellos ha muerto: Mauro.
Suso no dudó ni un instante en que aquellas palabras, además de un inevitable rencor, escondían una velada amenaza. Sin duda, el deán tendría amigos muy bien situados y quizás incluso dentro del Ministerio de Interior. Suso no entró al trapo. Corrigió la idea del taxi y consideró que sería más cortés hacer que un agente los acercara hasta la misma puerta de sus respectivas casas. Descolgó el teléfono fijo y pulsó una tecla.
—Poned un coche en la puerta —dijo.
Una vez dentro del coche, ni don Gregorio ni Josephine se dirigieron la palabra.
C
omisario?
—Dime, Iria.
—Le llaman por la línea dos.
—¿Quién es?
Un finísimo temblor le atrapó el interior de la garganta. Carraspeó e hizo un nuevo intento para que sus palabras salieran con la mayor naturalidad posible.
—El secretario de Estado.
«Hostia».
Iria no se hubiera permitido una broma de ese calibre ni el día de los inocentes después de tomarse una botella entera de orujo, así que, incomprensiblemente, debía de ser cierto que al otro lado de la línea se encontraba el secretario de Estado de seguridad. Calculó en menos de tres segundos los posibles motivos de la llamada. Podía ser que el deán ya se hubiera puesto manos a la obra, y sus contactos apuntaran más alto de lo que Suso suponía, pero eso le resultó muy improbable: para cesarlo de su cargo no hacía falta un secretario de Estado, bastaba con una llamada de su jefe más directo, el comisario principal.
Por otro lado estaba la cuestión de Amos Roth. Suso había trasladado a sus superiores la necesidad, más o menos urgente, de implicar en la búsqueda del arqueólogo a altas instancias como la embajada o la secretaría de seguridad, pero de ahí a recibir una llamada del secretario iba un buen trecho, con lo que, finalmente, no alcanzó a imaginar qué tipo de catástrofe se había desatado y cuál era su grado de responsabilidad en la misma. Aunque, según decían, desde que el nuevo ministro, y su misteriosa juventud, habían llegado al cargo se estaban implantando nuevas formas de trabajo que buscaban reducir la burocracia y tirar más de eso que llamaban «factor humano». En realidad no era ninguna novedad, cada vez que el sillón cambiaba de dueño, las promesas de eficacia y mejora chorreaban como una cascada de arriba abajo, empapando al personal, pero dos meses más tarde todo seguía igual, la euforia disminuía y todas las aguas volvían a su cauce. Así que Suso hacía ya años que se había pasado al bando de los escépticos. Sin embargo hoy…