—Es Fito —dijo, y el comisario cruzó instintivamente los dedos.
—¿Sí? Sí, el comisario está conmigo.
Suso se rascó el cogote. Fito casi siempre era un mal augurio.
—Dice Fito que tienes el teléfono apagado.
Se tentó el bolsillo del pantalón. Sacó el móvil y comprobó que de nuevo se había quedado sin batería. «Mierda de aparato».
Cárol asentía en silencio ante las palabras de Fito; de pronto, Suso la vio erguirse contra el respaldo de la silla.
—¡Me cago en la puta! —se le escapó a la inspectora.
—¿Qué ocurre?
—No te preocupes, ahora mismo vamos para allá.
Ya sabía él que un cenizo como Fito no podía llamar por nada bueno. Cárol apuró la caña.
—Ha llamado Huguet, el periodista. A la entrada de un pueblo de Burgos se han encontrado dos manos amputadas.
—Hostia.
—Junto a las manos había un papel. Adivina qué ponía.
Una breve indicación le bastó al comisario para dar por concluida la hora del vermú. Se levantaron con urgencia, pero en lugar de dirigirse a la salida Suso encaminó sus pasos hasta la mesa en la que la siquiatra conversaba en actitud cariñosa con la mujer de las piernas de flamenco. Ambas tomaban sendas copas de vino. Fátima tensó los músculos de la cara cuando vio que el comisario se acercaba hacia ellas.
—Que aproveche —dijo mirándola pero sin detenerse.
Unas palabras voladoras le alcanzaron por la espalda antes de llegar a la puerta: «Que te jodan, madero».
L
a chabola de Cappi Romanesco se nutría de electricidad gracias a una serie de empalmes ilegales que saltaban de un tejado a otro del asentamiento y que cualquier día iban a producir una desgracia. No se podía decir que la familia de Cappi nadase en la abundancia, de hecho, en ciertos aspectos malvivía, sin embargo, los pocos objetos que adornaban el salón habían sido distribuidos de manera premeditada para no restarle ni un mínimo de protagonismo al verdadero tótem familiar: una modernísima televisión de cuarenta y dos pulgadas que colgaba de una pared descarnada de ladrillos y cemento.
Una cosa era ser pobres y otra muy diferente no tener una televisión de plasma, pensaban los Romanesco.
Gracias a que el aparato permanecía encendido la mayor parte del día pudo Fiz conocer el macabro hallazgo de unas manos solitarias a la entrada de un pequeño pueblo burgalés. Un programa se hacía eco de la noticia en su apartado de sucesos, si bien no abundaba en lo escabroso del asunto. La única imagen de las manos había sido cedida por un famoso diario que tenía a un periodista destacado en el lugar de los acontecimientos. La semana pasada ese mismo periodista había escrito un artículo en el que se relataba la aparición de una cabeza en otro punto de la ruta jacobea. Se manejaba así la hipótesis de que el asesino aprovechaba la presencia de los medios para aumentar la repercusión de sus actos.
Hasta el momento la policía no disponía de las pruebas necesarias para asegurar que las manos y la cabeza pertenecían a un mismo cuerpo, aunque nadie barajaba otra hipótesis diferente. De hecho, el anillo encontrado en uno de los meñiques suponía un indicio bastante fiable, pues personas muy cercanas a Mauro Andrade lo habían reconocido.
Cuando terminó el reportaje Fiz abandonó el salón y dejó a la familia Romanesco obnubilada ante la pantalla. Cappi notó el interés que la noticia había suscitado en su nuevo compadre y un pensamiento gris le cruzó por la mente. En los días que Fiz llevaba bajo su techo de hojalata no se había dignado mirar la televisión ni una sola vez, sin embargo hoy, al escuchar el nombre de Mauro Andrade se había quedado tieso en medio del salón, y en los pocos minutos que duró la noticia apenas pestañeó. Sin duda, Fiz era un hombre radicalmente libre, pero en ocasiones hasta los hombres radicalmente libres cometían actos deshonrosos. Cappi sabía de lo que hablaba. Vio a Fiz abandonar la chabola y salir al sol violáceo del atardecer. Masculló unas palabras ininteligibles que bien podían ser un rezo o una maldición.
A aquella hora el poblado lucía alegre y bullicioso, Fiz caminaba con la revista
La gárgola azul
debajo del brazo, ya había leído en un par de ocasiones el artículo de Mauro pero todavía no había llegado a ninguna conclusión que despejara sus brumosos horizontes. Los vecinos ya no se extrañaban de verlo deambular por las calles de tierra, ni siquiera en medio de la noche, cuando Fiz se regalaba unos paseos largos, solitarios y circulares en torno al poblado. En realidad, le hubiera gustado que fueran más solitarios, porque, a falta de pastillas, Álvaro Cunqueiro lo acompañaba allá donde iba, y solo durante las horas de sueño podía descansar de su presencia; aunque Fiz sospechaba que el escritor se quedaba a dormir pegado a su oreja, e incluso creía oírle el silbido de la respiración.
—Hazme caso aunque sea por una vez y vámonos a la policía.
Fiz batía la mano en el aire para espantar las palabras de Cunqueiro pero la voz no se amedrentaba y le reprochaba su actitud.
—Mira que yo no soy una mosca —le advertía—, y las cosas que te digo son por tu bien. Piensa que tengo mucho mundo visto, leído y comentado, y conozco los cuentos más inverosímiles de todos los reinos cristianos, e incluso de los griegos más antiguos, y te aseguro que esto de las cabezas sin cuerpo incumbe más a la policía que a cualquier otro gremio. Famosa entre los britanos es la historia del caballero que llegó a Camelot con la cabeza pegada a la cintura como si fuera un balón de fútbol, y no creas que el gran Merlín se anduvo con magias ni hechizos para recomponerle el miembro, ¡qué va! Muy al contrario; ordenó a la guardia del rey Arturo que lo prendieran y lo encerraran por desorden público, pues temía que las doncellas quedasen bobas por la novedad, y les diera a los jóvenes de Camelot por cortarse la testa en el juego del flirteo, que eran muy coquetos en aquellas tierras de Bretaña.
Fiz resopló.
—Sí —dijo acariciando la revista que portaba bajo el brazo—, mañana mismo iré a la policía.
—Pues claro, hombre, así terminamos de una vez con este circo y podemos irnos tranquilamente a Sanxenxo a ver chavalas en biquini, que ya es temporada.
En las estribaciones del poblado unos cuantos jóvenes habían hecho una hoguera con cartones y sarmientos, Fiz se acercó hasta ellos y los muchachos lo saludaron por su nombre. Buscó una piedra lisa sobre la que sentarse, abrió la revista y a la luz danzarina de la hoguera se puso de nuevo a leer el artículo de Mauro Andrade.
Teniendo en cuenta la manera en la que Mauro Andrade había terminado sus días, la simple lectura del título,
Dos estatuas sin cabeza
, ya suponía un buen argumento para acudir a la policía. El subtítulo, sin embargo,
Las maravillas del Museo de la Catedral
, no aportaba mayor interés, si acaso una evidente intención de prestigiar la labor de su hermano el deán y hacerle de paso la pelota al arzobispo, que tantos y tan buenos trabajos le había proporcionado.
A lo largo de cinco páginas Mauro Andrade comparaba y describía con detalle dos estatuas del románico gallego que, por motivos desconocidos, habían llegado hasta nuestros días sin cabeza. Ambas se encontraban expuestas en la planta baja del museo catedralicio, «apenas a unos pasos de la entrada», junto al resto de piezas que ilustraban los diferentes procesos de construcción y evolución de la catedral. Insertas en el artículo había también cuatro fotografías que, como si fueran peligrosos detenidos, mostraban a las estatuas de frente y de perfil.
—Parecen gemelas —dijo Cunqueiro.
Bajo el pie de foto de la primera estatua se podía leer «Figura masculina sedente», mientras que la segunda se anunciaba con el sencillo nombre de «Figura decapitada». En realidad, las dos imágenes representaban a varones sentados y ambas estaban sin cabeza, con lo que podían intercambiarse los nombres sin perturbar lo más mínimo la información. Se trataba, como muy bien había dicho Cunqueiro, de estatuas casi gemelas.
Según contaba Mauro en el artículo, dos grandes semejanzas hermanaban a aquellas joyas de granito. La primera tenía que ver con el tiempo en que fueron esculpidas. La «figura masculina sedente» databa de entre los años 1160 y 1165, mientras que la «figura decapitada» era ligeramente posterior y fue construida en el 1200, pero el autor advertía que: «Tratándose de piedras, y dentro del románico gallego, cuarenta años de diferencia son comparables a un par de meses en la vida de los seres humanos, con lo que no es descabellado afirmar que ambas figuras son casi coetáneas».
—Porque tú lo digas —protestó Fiz.
La segunda semejanza se encontraba en las túnicas de piedra que vestían los dos descabezados. Según Mauro, un buen número de las estatuas realizadas en el románico peninsular se le atribuían a un desconocido «Maestro de los paños mojados». El nombre venía de la manera tan singular en que los pliegues de la ropa parecían adherirse a los cuerpos, resaltando brazos y piernas, y dando la impresión de ser ropa mojada. Sin embargo, Mauro Andrade no estaba de acuerdo con esta teoría y defendía la tesis de que el tal Maestro no había existido nunca y más bien debería hablarse de una técnica de «paños mojados», que en rigor se había iniciado con Fidias en la antigüedad clásica, y que habría ido desarrollándose posteriormente a lo largo de las diferentes épocas y escuelas.
—Pues no está mal pensado —opinó Cunqueiro.
—¿Y tú qué sabrás? —le regañó Fiz, que en el fondo intuía que la tesis del catedrático iba por el buen camino.
De repente, un pensamiento binario iluminó la mente de Fiz: dos estatuas sin cabeza, dos hermanos gemelos y, por ahora, un solo muerto descabezado. Algo fallaba. Para que la pieza encajase dentro del puzle era necesario que el deán apareciese decapitado. Quizá fuese solo cuestión de esperar.
El artículo continuaba especulando con la posible ubicación que en su origen tuvieron las dos estatuas. Afamados investigadores suponían que la denominada «Figura masculina sedente» pertenecía al antiguo Pórtico de la Gloria, pero Mauro, ante la falta de indicios claros, prefería no posicionarse. «Muy típica esa falta de compromiso en el enano cabrón», se dijo Fiz.
Sin embargo, en lo referente a la «Figura decapitada», Mauro Andrade tenía motivos para fijar su antigua ubicación en la parte exterior del Coro Pétreo: «Atendiendo a sus dimensiones (78 × 45 × 21,5) y a los restos de policromía hallados en la piedra, cabe reconocer a este decapitado como uno de los profetas que junto a reyes y apóstoles formaban la imaginería del desaparecido coro pétreo de la catedral, donde el Maestro Mateo y los artesanos de su taller quisieron representar la Jerusalén Celeste que san Juan describía en su evangelio».
—Hummm… Este va de listo —sospechaba Fiz.
Siguió leyendo, el artículo se acercaba al final y Mauro Andrade recordaba a los lectores que a pesar del idéntico granito con que las estatuas fueron modeladas, de sus similares edades de nacimiento, de sus mismos «ropajes mojados» y de la posterior pérdida de la cabeza en algún mal avatar, aquellas dos amigas se diferenciaban en un detalle muy curioso y de alto «valor simbólico»: en la parte trasera de la «Figura decapitada» alguien había esculpido el cuerpo de un león.
Se trataba de una obra posterior, donde se adivinaba una melena rizada con hermosos caracoles de piedra. Mauro barajaba la idea de que en 1611, una vez desmantelado el coro pétreo de la catedral para sustituirlo por otro de madera, muchas figuras fueron reubicadas y algunas otras (como en este caso) se utilizaron para ser recicladas en distintos menesteres artísticos como frisos, columnas, pedestales o capiteles. De hecho, el león de la parte trasera yacía en horizontal, mientras que el profeta de la parte delantera permanecía sentado; de donde se podía concluir que ambas imágenes no estaban pensadas para compartir un mismo espacio ornamental.
»La piedra —recordaba Mauro Andrade en un canto final a la plasticidad del granito—, a pesar de su aparente dureza puede ser también maleable barro, y reinventarse y cobrar nuevas formas en las manos de canteros y expertos tallistas.
»Algunos de los iconos más reconocibles por el gran público llegaron a las manos del tallista como material reciclable o de desecho. Catedrales, iglesias, fuentes, han sido a menudo adornadas con elementos sobrantes de un derribo. El capricho de los hombres hizo que piedras sin más destino que el vulgar adoquín o la masa de mortero se convirtiera a la postre en pequeñas obras de arte que hoy ornamentan y amplían nuestro patrimonio.
»Es por eso que invito a los aficionados al arte a que se acerquen al Museo de la catedral de Santiago y disfruten de estos dos decapitados románicos y gallegos. Pero acaso me atrevería a pedir una especial atención para ese desconocido profeta que carga un león tendido en su espalda de granito, pues refleja la historia mínima y nunca escrita de aquellas otras obras de arte, anónimas y olvidadas, que, por cosas del destino, no encontraron un hueco en la memoria de los hombres».
—¡Piquito de oro! —dijo Cunqueiro batiendo palmas.
Pero Fiz no se molestó en recriminarle la alabanza a Mauro. El hombre radicalmente libre de mente enferma sonreía. Era una sonrisa íntima y satisfecha, la sonrisa del buscador de tesoros que descubre un arcón oculto en medio de la maleza. Ahora sí, tres días después de su primera lectura, Fiz Couñago había desvelado el secreto que con ahínco buscaba en aquel artículo. Y en realidad era una tontería, pero una tontería que hoy, después de haber visto el reportaje de la televisión, cobraba un nuevo sentido.
—Pues el piquito de oro, el enano cabrón, el prestigioso catedrático de Historia del Arte pasó por alto señalar la otra gran coincidencia que compartían estas dos estatuas. Y sospecho que es una coincidencia que va a gustarle bastante a la policía.
—¿Cuál? —preguntó el escritor intrigado.
La noche caía irremisible sobre el poblado chabolista mientras la hoguera alumbraba la sonrisa de Fiz Couñago. Puso el dedo índice sobre el papel satinado de la revista y con movimientos alternativos lo fue posando en una y otra fotografía.
Y entonces, Álvaro Cunqueiro comprendió que la vida podía ser muy cruel con las estatuas de piedra. Porque ya era lastimoso ir por el mundo sin cabeza, pero aquellos dos señores de granito, en el colmo de los colmos, habían perdido también las manos.