Ahora fue Cárol la que le devolvió una sonrisa radiante.
—Magnífica idea —dijo sin dejar de sonreír.
Sopesó por un instante la posibilidad de llamar al deán y pedirle información directa, pero, de momento, decidió mantenerlo al margen. Su salud nerviosa era quebradiza y no convenía molestarlo.
Junto a la muchacha había un teléfono. La inspectora le hizo una señal con la cabeza.
—Localice, por favor, a un responsable del museo. Dígale que está aquí la policía y que necesitamos hacerle unas preguntas.
La joven obedeció sin ofrecer un mínimo atisbo de resistencia. Trabajar rodeada de obras de arte no era un trabajo precisamente excitante, para una vez que ocurría algo novedoso no estaba dispuesta a perdérselo.
—Don Fernando, han llegado unos agentes de policía que quieren hacerle unas preguntas.
Cárol pudo imaginar el respingo que el tal don Fernando habría dado allí donde se encontrase. La presencia de la policía traía aparejada una serie de tics que ella conocía de memoria.
—No lo sé, creo que es algo sobre la estatua que ayer se llevaron a restaurar.
Colgó el teléfono y miró a la inspectora con cierto aire socarrón.
—En cinco minutos está aquí.
Y no mintió. Cinco minutos más tarde un cura calvo hacía su entrada con evidente nerviosismo, girando la cabeza en todas direcciones. La inspectora se acercó y le tendió la mano.
—Buenas tardes. —Y se identificó con amabilidad.
Las manos del hombre estaban sudadas y blandas.
D
on Fernando era el canónigo que el cabildo había elegido para dirigir el museo de la catedral. Llevaba dos años en el cargo y daba la impresión de que cualquier tipo de responsabilidad le venía grande. Era estrecho de hombros y sumamente inquieto, le costaba pasar más de diez segundos sobre una misma baldosa, y cuando andaba lo hacía con la gracia de una lagartija bajo el sol.
La inspectora no abundó en el motivo de su visita. Querían simplemente localizar la «Figura decapitada» con el león en la espalda. Nada importante, seguro que el canónigo sabía la dirección del taller de restauración, y quizás ellos pudieran acercarse aquella misma tarde para contemplar al apóstol sin cabeza.
—¿Acercarse? —dijo don Fernando pestañeando como una folclórica a punto de llorar.
Cárol y Fátima advirtieron un finísimo ramalazo de humor en la sorpresa del canónigo.
—Acercarse —volvió a repetir—. La estatua está en Italia, tendrán que coger un avión si quieren verla esta misma tarde.
—¿En Italia?
—En Roma, concretamente.
Era evidente que aquel hombre de movimientos eléctricos no estaba tomándoles el pelo, a pesar de la sonrisa que le iluminaba la cara.
El habitáculo que la inspectora tenía reservado dentro de su mente para las casualidades acababa de desbordarse, y comenzaba a expulsar un magma de rabia e incredulidad que le agriaba el carácter y le removía la bilis. De principio, no le había gustado lo más mínimo que el apóstol sin cabeza no se encontrara allí, y más sospechoso todavía le resultaba que lo hubieran llevado a restaurar ayer, justo un día después de que las manos de Mauro aparecieran perdidas en el Camino; pero que la estatua estuviera ahora mismo en Roma, de donde ella había regresado hacía apenas un par días, le resultó algo más que una broma de mal gusto, le pareció que alguien, desde un lugar sombrío y desconocido, estaba jugando con ella, y eso no le sentaba nada bien.
Se puso seria, y con ella el canónigo, que no comprendía en qué podía haberla ofendido.
—Enséñeme ahora mismo la documentación que avale el transporte de la estatua. Quiero saber la dirección del taller donde se va a realizar la restauración.
El rostro del canónigo adquirió tonos violáceos. La determinación de Cárol hizo que la sangre se le bajase a los pies. Se palpó en un gesto de absurdo nerviosismo los bolsillos de la chaqueta, como si fuera a encontrar allí unos papeles que, por cierto, ni siquiera sabía si existían; tendría que llamar al deán para preguntarle qué empresa se encargó del transporte y adónde habían mandado la estatua; no obstante, y aunque aquella mujer le infundía un temor certero, supuso que su cargo le obligaba a mostrar algo de resistencia.
—Permítame que le recuerde que las obras de este museo son patrimonio exclusivo de la Iglesia, y tenemos todo el derecho a restaurarlas, exhibirlas o protegerlas según consideremos oportuno.
La inspectora Cárol no alcanzaba el metro sesenta si no era con zapatos de tacón, pero cuando quería, lanzaba por los ojos un proyectil de fuego capaz de derretir los cascos polares. No le hizo falta abrir la boca, bastó con mirar al canónigo para que este descolgara el teléfono que había sobre la mesa.
La vendedora de entradas sonreía más divertida que nunca.
—¿Don Gregorio? Disculpe que lo moleste, pero tenemos en el museo a una inspectora de policía que quiere saber dónde está la «Figura decapitada» que ayer se llevaron a restaurar. En fin, como fue usted quien llamó a la empresa de transportes…
Escuchó con atención las palabras que le llegaban del otro lado, y una expresión de alivio le fue sonrosando la cara.
—Sí, señor, ahora mismo se la paso. —Y le tendió el teléfono a Cárol.
—Buenas tardes, don Gregorio.
Fiz se había alejado hasta una esquina de la sala, y permanecía sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza caída contra el pecho; sin embargo, la joven de las entradas, Fátima y don Fernando habían formado un pequeño círculo alrededor de la inspectora y atendían expectantes a la conversación.
Cárol escuchaba y asentía en silencio; cabía suponer que las explicaciones del deán le resultaban satisfactorias. Echó la mano al interior del bolso y sacó un bolígrafo y un papel. Apresó el aparato entre el hombro y la oreja y mientras anotaba le escucharon decir en voz baja:
—Via Michele Mercati, número 18, Parioli, 00142, Roma. —Al otro lado, el deán seguía hablando—. Sí, sí, Parioli, con pe de Pamplona, entendido, entendido —le confirmó la inspectora.
Levantó la vista del papel y se encontró con la atenta mirada de un público entregado.
—Bueno, por ahora es mejor esperar; cuando tengamos algo más que simples conjeturas será usted la primera persona en enterarse, descuide. Además, no conviene hablar de estas cosas por teléfono.
El interés de los espectadores se vio seriamente defraudado.
—Había pensado en llamar a Davide Leone para que se acerque a verla —le confesó la inspectora. Si había estado dispuesto a llevarla a la cama no iba a negarle la pequeña ayuda de inspeccionar una estatua, ¿no?
Al otro lado de la línea don Gregorio le hizo una propuesta, y Cárol, después de pensarlo un instante, consideró que el deán tenía razón, porque Belén Castresana, al igual que Mauro Andrade, era especialista en románico y estaría mejor capacitada para ir en busca de la «Figura decapitada» y encontrar no se sabía qué, porque, en aquellos momentos, Cárol ya no tenía ninguna duda de que las amputaciones de Andrade, las estatuas «gemelas», el artículo de la revista y la restauración en Roma tenían algo que ver entre sí, pero no alcanzaba ni siquiera a imaginar cuál podía ser el nexo de unión entre asuntos tan dispares. Además, Belén era mujer, y Cárol se fiaba del instinto femenino para detectar las anomalías más minúsculas; eran siglos y siglos perfeccionando los sentidos en busca de infidelidades, algo debía haberse quedado en la memoria genética.
—Perfecto, llamaré a Belén por si puede acercarse a esta dirección.
Un renovado silencio anunció que era el turno del deán.
—De acuerdo, usted se encarga de avisarlos. Muchas gracias, don Gregorio, y en cuanto sepa algo le llamo.
Cárol colgó el teléfono y miró hacia el lugar en que Fiz se encontraba con el cuerpo lánguido y desinflado. Fátima advirtió un velo de preocupación en sus ojos y le explicó que no había nada que temer, era la reacción lógica de las pastillas.
Se despidieron de don Fernando, que se alegró de perderlas de vista. La chica sonriente se levantó de la mesa y empezó a desmontar su chiringuito.
Fuera la plaza seguía concurrida y el sol caía oblicuo sobre la piedra. Era la hora del aperitivo y Cárol les propuso tomar algo en el Derby. Fátima accedió, más por intriga que por apetito; Fiz no estaba en condiciones de opinar, seguro que un tentempié no le hacía daño.
Cuando llegaron al bar un camarero les indicó una mesa esquinera en la que podrían sentarse cómodamente. Miró a Fiz de arriba abajo como si fuese un mendigo inoportuno. En casa de los Romanesco la higiene era un acto voluntario, y en los días que Fiz había pasado junto a ellos no encontró un buen motivo para ducharse.
La inspectora se pidió su Mencía habitual del mediodía, y después del primer sorbo le explicó a Fátima:
—Según el deán, la estatua está en manos de uno de los más eminentes restauradores de Europa. Por lo visto, un hongo está dañando los escasos restos de policromía que quedaban en la piedra y este tipo es el que mejor mata esa clase de bichitos.
Fiz tenía la mirada perdida en el marrón profundo de su Coca–Cola. Había perdido todo el interés por las estatuas mancas y descabezadas. Tampoco Álvaro Cunqueiro encontraba razones para manifestarse.
—¿Oiga, Fiz, conoce usted a Belén Castresana?
Asintió un par de veces, pero tardó bastantes segundos en colocar las palabras en el orden exacto en que quería hacerlas salir.
—Está buena —dijo con una cadencia larga y narcótica—. Muy, muy buena —confirmó.
En fin. Cárol agarró el móvil y se lo llevó al oído.
—Hola, Belén, soy la inspectora Cárol, de Santiago.
—
Ciao
, Cárol, ¿qué tal?
—Necesito que me hagas un favor.
—Si está en mi mano.
—En el barrio de Parioli, en el número 18 de la calle Michele Mercati, tiene su taller un prestigioso restaurador de obras de arte, tal vez lo conozcas, se llama Tomasso Cundari.
—No me suena.
—Quiero que vayas allí cuando puedas y me hagas un pequeño informe sobre una estatua que enviaron ayer desde el museo de la catedral. Se trata de un profeta sin cabeza que tiene el cuerpo de un león esculpido en la parte trasera.
Algo similar a una risa se escuchó a través del teléfono.
—Sí, claro, la conozco. Mi tesis trató sobre «el taller de los paños mojados». La he visto en multitud de ocasiones.
—Sabrás entonces que Mauro hace tiempo escribió un artículo sobre esta estatua en una revista que se llama
La gárgola azul
.
La risa se renovó, aunque el recuerdo de Mauro la convirtió en una risa triste.
—Yo le dejé algunas notas para aquel artículo.
La inspectora sentía que empezaba a pisar en terreno firme.
—Ayer aparecieron las manos de Mauro en un pueblo de Burgos. Las dos estatuas de las que habla el artículo están mancas y decapitadas. Creemos que hay algo detrás de esas coincidencias. Me gustaría que pensaras sobre ello y fueses a echarle un ojo.
Belén Castresana permaneció en silencio por unos segundos. El corazón se le aceleró súbitamente. No le gustaba lo que acababa de escuchar.
—Esta tarde no puedo ir porque tengo que poner un examen, pero mañana a primera hora estoy allí. Repíteme la dirección.
Apuntó las señas en un papel. Las leyó con detenimiento un par de veces.
—Debe de tratarse de un taller muy importante —dijo.
—¿Por qué?
—El barrio de Parioli es el más pijo de Roma. Si alguien puede montar su taller allí debe de dedicarse a trabajos muy exclusivos. Las casas de los políticos más corruptos y de los empresarios más descollantes se encuentran en Parioli. ¿En nombre de quién me presento?
—No te preocupes, el deán se encarga de avisar; basta con que digas que vas a inspeccionar la estatua del museo de la catedral de Santiago.
—De acuerdo. Miraré con detalle, si veo algo raro te cuento.
Cárol iba a darle las gracias cuando Belén Castresana retomó la conversación.
—Iba a llamarte dentro de un rato —le anunció la profesora.
—¿Y eso?
—Por ahora, no intentes localizar a Davide.
Cárol no pudo contener un balbuceo de sorpresa.
—Sus amigos le han encontrado un refugio y ha salido de Roma; me dijo que él se pondría en contacto contigo.
—Perfecto. —Y de alguna manera se arrepintió de no haber besado a Leone en su momento, aunque solo fuera a modo de despedida.
Colgó el teléfono y le dio un breve trago a la copa de Mencía que tenía sobre la mesa. Un sabor de madera ahumada se le quedó entre los labios.
E
ran las seis de la mañana. Me encontraba en la estación de Burgos, a punto de montarme en un tren que me llevaría a Bilbao, donde horas más tarde debía coger un avión con destino a Barcelona. Todavía no comprendía muy bien cómo me había dejado convencer por Gonzalo para abandonar el trabajo y regresar a casa, pero el hecho es que allí estaba, con mis exiguos enseres empaquetados en la mochila y los miembros de la pandilla mirándome con cara de funeral.
Quizá fue que Gonzalo no intentó justificarse, ni se agarró al manido discurso de la ética y la responsabilidad social de los medios de comunicación, algo que él sabía podía producirme vómitos.
—Voy a continuar por libre —le dije.
No demostró el mínimo interés por mi órdago, se limitó a aclararse la voz y destapar su mejor argumento: el dinero.
Y por ahí acabamos entendiéndonos; era lógico, al fin y al cabo estábamos entre catalanes, ¿no?, y la pela seguía siendo la pela, tanto para el periódico como para mí. Sobre todo para mí, que llevaba cuatro meses viviendo de la caridad de Gonzalo, y que ahora, por primera vez en mucho tiempo, había conseguido una nómina decente.
—Se acabó —me dijo sin más ni más—, el periódico te paga el viaje de vuelta y te ofrece un contrato indefinido, si decides quedarte será a cuenta de tu bolsillo y, por supuesto, olvídate del contrato.
Conmigo, con su niño mimado, Gonzalo no acostumbraba a ser tan tajante; en el corazón de Gonzalo siempre había una segunda oportunidad para su «hermano» Xavier, sin embargo, desde que me propuso hacer el Camino yo notaba que a su bondad natural se había añadido un cierto toque de severidad que no sabía muy bien a qué atribuir. Puede que alguien, con buen juicio, le estuviera aconsejando que a los amigos cabrones como yo era mejor tratarlos a palos, porque solo así conseguíamos aprender. Sea como sea, Gonzalo me puso las cosas meridianamente claras, y yo acepté. Desde luego, ya iba teniendo edad para abandonar las viejas trincheras, y dejar que otros tomaran el relevo, además, bien mirado, qué carajo me importaba a mí un catedrático cortado en pedazos, ni el comisario de Santiago, ni las furgonetas con cámaras de refrigeración, ni un asesino retorcido y macabro. ¿Qué clase de trinchera era esa? A la mierda. Que se las apañaran sin mí.