La única objeción real que encontraba para abandonar el Camino era el propio Camino. Había descubierto que me gustaba andar escuchando el sonido de mis pasos, comer bocadillos de chorizo a la sombra de poderosas encinas, refrescarme los pies en los arroyos pedáneos y aprender las leyendas que nutrían la imaginación de los viejos paisanos.
«Siempre puedes volver», me recordó Gonzalo. Y tenía razón, el Camino no iba a moverse de su sitio, y yo, en mis próximas vacaciones, ya con trabajo fijo y un contrato decoroso, podía lanzarme de nuevo desde Burgos y llegar hasta Santiago, liberado al fin de la engorrosa tarea de escribir un artículo al día, y sin la intromisión de un asesino que quisiera utilizarme.
Aunque de ser así, en mi siguiente Camino no estaría la pandilla.
No era cuestión de dramatizar; yo era un tipo habituado a la soledad y disfrutaba conmigo mismo y mis sandeces, pero tampoco podía negar que durante aquellos días la pandilla había supuesto un amistoso abrigo al final de cada jornada. Claro, yo sabía que esas melancolías duraban apenas una semana, y en cuanto regresase a la normalidad de mi vida barcelonesa se iría diluyendo en mi memoria la contagiosa risa de Masahichi, la frescura irreverente de Tino y el cariño paternal que sentía por Edurne y Ana. Incluso Manu, el pestilente hombre del Camino, me resultaba ahora digno de un buen recuerdo.
No quise mentirles, y aunque dulcifiqué mi retirada argumentando nuevas obligaciones profesionales, también les dije que la decisión del periódico venía impuesta por la incómoda presencia de las mutilaciones del Camino. Masahichi, por supuesto, no se enteró de nada. Lo suyo era reírse y sacar fotos.
Los iba a echar de menos, tal vez porque yo era el mayor de todos ellos, y el contacto diario con la juventud me reconfortaba y me hacía menos vulnerable a la muerte y a todo lo feo. Una incómoda emoción me encogía el estómago; no me gustan las despedidas, pero ellos, testarudos, se habían empeñado en acompañarme a la estación, y no estaban dispuestos a marcharse hasta que no me vieran cómodamente sentado en mi asiento.
Me iba y no conseguía quitarme la angustiosa sensación de dejar siempre las cosas a la mitad: mi profesión de periodista, mis revoluciones, mi vida junto a Nuria… También el Camino se abortaba ahora
in media res
. En cuarenta y siete años no había conseguido terminar nada de manera digna. La fuga hacia delante se había convertido en mi forma de estar en el mundo, pero en aquella estación, mientras abrazaba uno a uno a los miembros de la pandilla, me asaltaban unas súbitas ganas de enmendar el rumbo, y hubiera firmado delante de un notario un documento con mis mejores propósitos de enmienda. Estaba por ver qué haría con el documento cuando diesen las once de la noche en mi piso de Barcelona y las sirenas de los bares más oscuros me llamasen a su encuentro.
Edurne, la rubia de manos poderosas, puso algo en el bolsillo de mi camisa después de besarme en la mejilla. La miré. Era un generoso pedazo de hachís.
—Por si te asalta la tentación —me dijo.
Tino demandó la ayuda de un viajero que pasaba por allí y nos hicimos una foto de grupo.
—Te la mando al correo, loco, para que llores al recordarnos.
—No ha nacido todavía el uruguayo que me haga llorar —le dije fanfarrón.
—Gardel era uruguayo, loco, lo sabe todo el mundo.
Sonreí y lo abracé de nuevo.
«El tren con destino Bilbao, estacionado en la vía dos, saldrá en breves minutos», dijo la voz dulce de una mujer.
Les ordené que diesen media vuelta y se largaran «cagando leches». No me hicieron caso, por eso, cuando ocupé mi asiento pude verlos levantar los brazos, soltar besos al aire y prometer inútilmente que pronto volveríamos a vernos.
El tren echó a rodar y la pandilla, al otro lado del cristal, se fue haciendo cada vez más pequeñita. En menos de un minuto había desaparecido. Noté que una nueva nostalgia se abría paso entre mis tripas y buscaba un lugar donde quedarse a vivir. No había problema, podía soportar una nueva nostalgia sin mayor complicación; sin embargo, no me apetecía ampliar mi cupo de rencores, ya tenía bastantes, y yo sabía que aquella animadversión que desde hacía unos días me punzaba por dentro no iba a hacerme ningún bien si seguía alimentándola. Lo mejor sería matarla.
Saqué el teléfono. Un contestador automático me anunció que el móvil al que estaba llamando se encontraba apagado o fuera de cobertura. Podía dejar un mensaje después de oír la señal.
—Comisario Corbalán, soy Xavier Huguet. «Los de arriba» han vuelto a ganar, me voy a Barcelona y dejo de incomodarlos. ¿Tiene usted buena memoria? Pues anote lo que voy a decirle en la cabeza. 7007 BCN. Esa es la matrícula de la furgoneta que está buscando. Si ambos tenemos suerte usted encontrará a su asesino y yo me olvidaré para siempre de que le he conocido. Adiós.
Ahora sí. Había terminado mi Camino.
La estación de Burgos a las seis de la mañana era un bonito lugar para escenificar un nuevo fracaso.
C
uando Suso Corbalán se despertó en la habitación de un hotel burgalés comprobó que tenía un mensaje en el móvil. Lo escuchó con detenimiento y anotó algo en un papel que había sobre la mesita de noche. En silencio, adormilado y a la vez estupefacto, le dio las gracias a Xavier Huguet. Estuvo tentado de ponerse a trabajar en ese mismo instante, sentado sobre la cama en gayumbos, pero miró el reloj y comprendió que era demasiado temprano, debía esperar al menos media hora para realizar la primera llamada del día.
Terminó de ducharse y regresó a la habitación tarareando una canción juvenil de las que su hija escuchaba en la radio. Buscó unos calzoncillos limpios entre la vorágine de la maleta y antes de que los hubiera encontrado el teléfono sonó. Alguien, al otro lado de la línea, consideró que ya podía empezar una nueva jornada de trabajo.
—¿Comisario Corbalán?
—Sí, dígame.
—Soy el secretario de Estado.
Incomprensiblemente Suso no se puso nervioso al oír la delicada voz del político, e incluso se alegró de volver a escucharlo.
—Me encuentro en Burgos, secretario, supongo que ya sabe que han aparecido las manos de Mauro Andrade.
—Sí, comisario, y lo compadezco, no parece que se trate de un caso ni fácil ni agradable.
—¿Llama para destituirme?
Al otro lado se escuchó una risa finísima y sostenida como el eco de un diapasón.
—No, ¿por qué?
—No sé, me siento como un entrenador de fútbol cuando lo llama el presidente para darle ánimos; según dicen es el paso previo a ponerlo de patitas en la calle.
—A mí no me gusta el fútbol, además, usted es funcionario y no se puede despedir a un funcionario, en todo caso reubicarlo.
—No se apure, es solo cuestión de que los suyos vuelvan a ganar las elecciones.
La risa se renovó en la distancia telefónica.
—Le llamo porque ya tengo la declaración del señor Roth.
Suso ni siquiera cruzó los dedos; de momento no tenía muchas esperanzas depositadas en la trama israelí del caso. Por supuesto, no descartaba que Roth y su cuadrilla de arqueólogos fueran la punta del iceberg blanco y criminal que había terminado con la vida de Mauro, pero la única manera de alcanzar ese pico helado pasaba por encontrar al ejecutor material del asesinato.
Suso había centrado sus esperanzas en una furgoneta frigorífica y su desconocido conductor, y desde hacía apenas unos minutos, gracias a Xavier Huguet, esa esperanza se había multiplicado por cien. «Porque con una furgoneta», se decía Suso, «puedes salir de Roma y un par de días más tarde estar en Zubiri». Suso lo tenía claro, hoy por hoy, el primer peldaño no era Roth sino la furgoneta; además, llevaba los suficientes años en el tajo como para saber que un comisario de provincias no puede alcanzar ciertas cumbres. Lo suyo eran los maridos asesinos, los ajustes de cuentas por el menudeo de drogas y, de higos a peras, un caso raro y misterioso como el de Mauro Andrade. Los grandes criminales no pasaban por las comisarías, de hecho, en no pocas ocasiones, eran los encargados de construirlas. No obstante, no quiso defraudar al secretario.
—Sorpréndame —le retó.
—Me temo que no. El señor Roth no tiene ni idea de la mayoría de los asuntos que usted le plantea. En su vida ha oído hablar de Mauro Andrade, aunque afirma conocer a Davide Leone, que en su opinión es un antiguo alumno, engreído e inepto, además de mal judío. Se muestra encantado de colaborar pero a partir de ahora nos remite a su abogado para cualquier cuestión que queramos plantearle. —Abandonó los papeles en un rincón de la mesa y Suso escuchó un suspiro—. Está enfermo, necesita descanso y tranquilidad.
«Nada nuevo bajo el sol», pensó Suso.
—No se preocupe, secretario, de momento me dedico a la captura del soldado que se llevó por delante al profesor Andrade, si damos con él ya le preguntaremos quién es el general que dio la orden. Después, si todo sale bien, habrá tiempo para que nuestros generales se entiendan con él y firmen un bonito armisticio de silencio.
—Poca fe le veo.
—Es que soy de Vilagarcía.
Suso tuvo la sensación de que el secretario abandonaba la conversación telefónica para hablar con otra persona.
—Perdone un momento, comisario.
Segundos más tarde regresaba.
—Disculpe, es que tengo una reunión…
—Lo comprendo, no se preocupe, gracias por la informa…
—Espere, no sea tan educado, hay algo más que quería decirle. Me he interesado personalmente y he movido dos o tres hilos fiables y confidenciales. —Al secretario le hubiera gustado ver la cara de Suso—. Parece que el señor Roth, a pesar de su edad, arrastra una incómoda fama de mujeriego.
Suso limpió con la palma de la mano una fina película de polvo que había sobre la mesita de noche.
—Y de entre todas las mujeres se dice que prefiere a las muy, muy jóvenes.
Quizás el secretario esperaba una muestra de asombro por parte de Suso.
—Ya lo sabía, secretario, pero no se preocupe, allí donde no llega la justicia de los hombres llega puntual el cáncer.
El secretario meditó aquella especie de sentencia durante unos segundos. No supo qué contestar.
—Buena suerte, Corbalán.
—Buenos días, secretario.
* * *
En efecto, la jornada laboral había comenzado, pero él necesitaba unos calzoncillos que le tapasen las vergüenzas. Encontró unos de cuadros. Los miró por delante y por detrás como si no estuviera seguro de que fueran unos calzoncillos. Se los colocó y se permitió una pequeña rascada en el trasero.
Un ruido grave y constante llegaba desde afuera. Miró a través de la ventana y maldijo al recepcionista que le había dado una habitación con vistas a un ojo de patio sucio y lleno de máquinas de aire acondicionado. Regresó a la mesita de noche y recogió el papel donde había anotado la matrícula. Descolgó el teléfono. Un tono, dos tonos, tres tonos, cuatro tonos. «Guardia Civil de Tráfico, dígame». Por fin.
* * *
La información de la Guardia Civil le estalló en la cabeza como una granada de mano. El vehículo con matrícula 7007–BCN pertenecía a un hombre llamado Clemente Vázquez y era una furgoneta Citroën Nemo de color blanco. La furgoneta había sido matriculada hacía año y medio en la población coruñesa de Muxía, donde el tal Clemente Vázquez tenía el domicilio. Suso no daba crédito: ¡La furgoneta y su dueño también eran gallegos!
Pensó con cierta puerilidad que el caso de Mauro Andrade se había convertido en un bumerán gigante que alguien había lanzado desde Santiago y giro a giro había llegado hasta Roma, o incluso hasta Jerusalén, para regresar más tarde a Muxía, tan solo a dos pasos de su lugar de origen.
En principio, se alegró de tener un nombre al que agarrarse, pero le bastó seguir escuchando la voz del teléfono para comprender que Clemente Vázquez no iba a ser el conductor que buscaba. Por desgracia para Clemente y para Suso algún desalmado robó la furgoneta hacía tres meses, durante una noche de primavera. A Suso le jodía que hubiera gente tan mal intencionada, pero más le jodió al pobre Clemente, que tenía en la furgoneta su herramienta de trabajo, pues, según constaba en el parte de denuncia, el señor Vázquez se dedicaba a transportar pescado de la Costa da Morte a las poblaciones del interior de la provincia. Lo vendía fresco y congelado, y con eso, mal que bien, se iba ganando la vida.
Para aumentar el daño, al robo del vehículo había que añadirle el de un valioso objeto que la furgoneta guardaba en su interior: una máquina con finísimas hojas de sierra que Clemente utilizaba para cortar en trozos la merluza, la pota, el bacalao, los calamares y el resto de los productos congelados que sus clientes le compraban dos veces por semana.
Suso notó que la boca se le quedaba sin saliva. Recordó la desagradable conversación con el forense de Pamplona. Al preguntarle por el tipo de corte que había decapitado a Mauro, el forense respondió sin vacilar: «El del pez espada congelado, o la rosada o el fletán». Maldita sea, le habían dado la solución a las primeras de cambio, y él había tenido que esperar a que el bumerán estuviera de regreso para darse cuenta.
Buscó un vaso de agua con el que enjuagarse la boca y como no lo encontró corrió hasta el cuarto de baño y bebió con ansiedad del grifo. Algún hijo de puta había confundido a Mauro Andrade con un calamar gigante.
Regresó a la cama y se tumbó sobre las sábanas desordenadas y todavía tibias. Notaba el agua inflamándole el estómago, y la sentía moverse a derecha e izquierda. Su barriga era ahora como la bodega repleta de un pesquero que atracara en el puerto de Muxía.
Con toda seguridad Clemente Vázquez sería un hombre honrado, un esforzado trabajador que se mantenía a base de sacrificios e ingentes madrugones, un hombre humilde que compraba barato en la lonja y vendía por los pueblos de manera ambulante lo justo para sacarse unos cuartos. Pero a Clemente Vázquez alguien le había robado la furgoneta, y no precisamente porque fuera una furgoneta frigorífica, de esas que debía de haber a patadas por toda la Costa da Morte; al honrado comerciante Clemente Vázquez le habían robado la furgoneta porque en su interior había una poderosa máquina con cuchillas aserradas capaz de cortar productos congelados.
El detalle no era baladí. ¿Cuántas personas sabrían que Clemente Vázquez guardaba en su furgoneta aquella máquina? Sus clientes, seguro, también sus amigos y la gente del puerto. El círculo se iba cerrando.