Bravíssimo, bambina
. Eso sonaba muy bien, a música celestial. Suso se concentró de nuevo en la chimenea. Quizá tuviera la facultad de cascar nueces a distancia.
—Cuenta, cuenta —dijo con cierta inquietud infantil.
—No ha sido complicado dar con el momento en que Andrade entró al metro porque Davide Leone recordaba que lo despidió sobre las doce y media en la boca de Piramide. Así que he calculado una variación de cinco minutos arriba y abajo, y efectivamente, a las doce y treinta y cuatro el señor Andrade aparecía en la pantalla bajando las escaleras con una camisa clara y un pantalón gris.
Suso soltó un exceso de aire que le pululaba por el interior de la barriga. Cárol tenía la hermosa virtud de levantarle el humor y ordenarle el cuerpo.
—Las imágenes no eran muy buenas, se ve que la empresa ahorra en tecnología, pero a mi favor estaba el pelo blanco y abundante de Andrade que me ha servido de guía, aun así, era complicado seguirlo en las diferentes salidas y entradas a los vagones.
—¿Cuántos transbordos tenía hasta el hotel?
El comisario le leía el pensamiento. Debía de ser la experiencia de los años compartidos.
—Pues ese es el asunto, Suso. El hotel de Andrade estaba cerca de la Piazza del Popolo y para llegar hasta allí desde Piramide hay que pasar tres estaciones y bajarse en la parada de Termini para hacer un transbordo con la otra línea de metro antes de…
El comisario la interrumpió.
—¿La otra línea?
—La otra. En Roma solo hay dos líneas, la A y la B.
—Qué gente más sobria —dijo irónico.
—¿Nunca te has parado a pensar que debajo de Roma está la antigua Roma? ¿Cómo
carallo
van a hacer un metro con más de dos líneas?
Efectivamente, el comisario nunca había pensado en la antigua Roma, y dudaba si en alguna ocasión, quizá con la excusa de algún evento deportivo, había pensado en la Roma actual. Ofreció su silencio como única respuesta y la inspectora continuó con el relato.
—Pues, como era de prever, pasó las tres primeras estaciones y se bajó en Termini, que para que te hagas una idea es la estación central de Roma, veinte veces más grande que la de Renfe en Santiago.
Bueno, que no supiera cuántas líneas tenía el metro de Roma tampoco le daba derecho a tratarlo como a un crío.
—Ya imagino —dijo de forma escueta.
—Cada hora pasan por Termini miles de personas, pero la cabeza blanca de Andrade dibujaba una mancha en la pantalla relativamente fácil de seguir entre la vorágine de pasajeros y turistas. Subió un par de escaleras mecánicas y se coló por el túnel que lleva a los trenes de la línea A; hasta ahí todo dentro de la lógica. Lo importante ocurre a mitad de túnel cuando se ve a una persona que se acerca por detrás a la mancha blanca, le posa una mano en el hombro y lo detiene.
Suso dio un ligero respingo, como si la mano se la hubiesen puesto a él.
—La mancha blanca se vuelve, comienza a hablar con él y también le toca el hombro.
—¿Se conocían? —preguntó ilusionado.
Cárol arqueó los labios.
—Al menos, esa es la impresión que da en las imágenes.
«Ya está», dijo Suso para sí mismo y para la chimenea, «la punta de un cabo, un pequeño asidero desde el que comenzar a tirar del caso. Algo, joder, por fin algo».
La inspectora permaneció en silencio por unos instantes como si estuviera sopesando el alcance de sus próximas palabras.
—El vídeo continúa y segundos después las dos figuras se apartan hacia un lado del túnel para no entorpecer el trasiego de la gente, y eso nos jode bastante porque se colocan en un lugar donde no llega el tiro de la cámara, así que nos quedamos sin imagen.
«Vaya por Dios».
—Pero pasado minuto y medio, más o menos, las dos figuras vuelven a aparecer en la pantalla. Un minuto y medio de charla, Suso; demasiado tiempo para regalárselo a un desconocido, ¿no te parece?
Sí, le parecía.
—¿Era un hombre?
—Sin duda, aunque no tengo muchos más detalles. En realidad, solo hay dos instantes en los que, al detener la grabación, se observa una imagen más o menos nítida del tipo. Complexión media–ancha, uno ochenta de altura, ropa negra y deportiva, y en la cabeza una gorra de visera larga que hace imposible la identificación del rostro. Si acaso, lo único destacable es que el tipo anda raro, como de puntillas. ¿Sabes esta gente que camina dando saltitos?
Suso Sonrió.
—Mi abuela andaba así.
—Bueno, pues eso. Sinceramente, Suso, la gorra y el detalle de alejarse del tiro de la cámara me dan que pensar, son tics típicos de profesionales, de gente acostumbrada al negocio de la muerte. No existen esa clase de casualidades si varios días después aparece tu cabeza rodando en «casa Dios».
Sin duda, convino en silencio el comisario, pero eso no ligaba muy bien con el hecho de que, según las imágenes, Mauro y el hombre de la gorra se trataran con cierta confianza. ¿Qué tipo de relación podía unir a un catedrático y a un asesino a sueldo? Cárol no supo qué contestar.
—Pero no te hagas muchas preguntas —le previno— porque todavía no sabes lo más desconcertante. —El comisario contuvo la respiración—. Lo realmente inexplicable es que después de hablar con el tipo, Mauro Andrade cambia el rumbo de sus pasos y se marcha por donde había venido, acompañado del hombre de la gorra y descartando coger la línea A, que tendría que haberlo llevado hasta su hotel.
Era evidente que había gente con destinos funestos.
—¿Y adónde se fueron?
—A la calle, Suso, a la puta calle; salieron por la boca de metro de Termini. Una gorra oscura y una mancha blanca subiendo por las escaleras de salida. Esa es la última imagen, luego, una marea humana los engulle y se pierden definitivamente.
—Joder —se lamentó el comisario—, imagino que en ningún momento se advierte violencia.
Cárol negó con la cabeza, como si Suso pudiera verla.
—Imaginas bien. Dos personas la mar de normales abandonando el metro.
—¿Alguien más ha visionado las imágenes contigo?
Un suspiro inconsciente y difícil de interpretar le llegó a Suso desde Italia.
—Davide Leone.
—¿Por qué suspiras?
—Yo no suspiro.
—Ah, me pareció.
Cárol retomó las riendas de la conversación. ¿A qué había venido aquello del suspiro? Desde luego, a veces Suso…
—Davide no reconoce al tipo de la gorra, más tarde ha llegado Belén Castresana y tampoco le encuentra sentido al cambio de rumbo de Andrade. Con nosotros estaba también el encargado jefe de la empresa de seguridad, un mastodonte con la cabeza rapada y una imagen del Duce tatuada en el brazo. Toda una garantía. Hay cosas aquí que me ponen enferma, Suso.
—«En todos los sitios cuecen habas» —dijo el comisario todavía inquieto por la naturaleza del anterior suspiro—. Es mi refrán favorito, un pozo de sabiduría. ¿Sabemos algo nuevo de la embajada?
—Solo silencio, y sinceramente, cada vez estoy más convencida de que se trata de un silencio «cómplice».
—Quizá tú y yo seamos demasiado pequeños, quizá debamos dejar que otros pregunten en nuestro nombre.
—¿Otros?
—Un embajador, un secretario de Estado, por ejemplo; algo así. Personas con más peso que un simple comisario que nunca ha estado en Roma.
La inspectora sonrió y se pasó un mechón rebelde por detrás de la oreja.
—No te mortifiques. Es la Ciudad Eterna, puede esperarte. En cambio yo tengo mucha prisa porque he quedado en quince minutos en un restaurante de comida
kosher
.
—¿
Kosher
?
—La comida elaborada según las reglas judías; algo así como el potaje de bacalao en Semana Santa o el cuscús en Ramadán. Comidas tradicionales, Suso, lo único digno que las religiones van a dejar a la humanidad.
P
ero vamos a ver, Mercedes, ¿lo echaste o no lo echaste?
Los ojos de Mercedes saltaban inquietos y malhumorados de su hermano a la siquiatra. Ya sabía ella que no debía haber acogido en casa al chiflado con cara de absorto; problemas, problemas es lo único que podía traerle aquel tipo escuálido y pajizo al que la ropa le quedaba grande, y no solo la ropa, que parecía que la vida entera le venía con dos tallas de más. Eso le pasaba por tonta, por derretirse cuando veía a su hermano pequeño, que lo había criado ella,
carallo
, y no sabía negarle un favor. Pero ahora mira, no solo tenía que aguantar los interrogatorios del comisario y la vergüenza de ver a tres coches de policía parados junto a su casa, sino que,
aún por encima
, debía soportar que Martiño y aquella mocosa le montaran un consejo de guerra.
—No lo eché, tan solo le dije que estaba en mi casa, y en mi casa se escuchaba la música que a mí me daba la gana; que él en su casa podía hacer su santa voluntad, pero que no olvidara que aquella no era su casa sino la mía. Luego fui donde las vacas y un rato después, al volver a la cocina, ya no estaba. Me faltó, Martiño, no quieres comprender que me faltó, y eso me duele porque yo todo esto lo hice por ti, y ahora me tratas como si la culpa fuese mía.
Martiño resopló y se cubrió la cara con las delicadas palmas de sus manos. Fátima consideró que quizá su experiencia pudiese ayudar y tomó la palabra. Al fin y al cabo, y atendiendo a los argumentos de Mercedes, ahora mismo estaban en el
loft
, es decir, en «su casa», y allí era ella la autorizada.
—No se preocupe, Mercedes, ya sabemos que no fue su culpa.
—Pues claro que no fue mi culpa —saltó—. ¡Mira esta!
—Lo que quiero decir es que nuestro amigo estaba enfermo pero no debió gritarle a usted, y menos en su propia casa.
—Desde luego —dijo dándose aire con un folio que pilló de la mesa del despacho—. Pues explícaselo a este, que parece que no lo entiende. —Martiño continuaba con el rostro escondido y la cabeza gacha—. Desde que pasé el luto de Manolín no ha habido mañana, ni una sola, Martiño, y tú deberías saberlo si te preocupases por tu hermana, en que no me haya levantado escuchando a Julio Iglesias. No voy a entrar aquí en cosas de calidades porque está más que demostrado que es el mejor cantante del mundo, y
aún por encima
gallego, pero aunque no lo fuera, yo le tengo devoción, que canta
suaviño
y llena la casa de alegría y me sube las ganas de vivir. Todas las mañanas, Martiño, todas las santas mañanas, porque estoy sola, sola con cuatro vacas y mi única familia eres tú, y ni siquiera tengo la seguridad de que vengas a verme un par de días al mes, pero yo debo arrancar cada mañana, ¿sabe usted, señorita?, y a mí Julio Iglesias me ayuda a levantarme y a tirar de la vida, y en dieciocho años que llevo de viudedad no me ha fallado ni un solo día, y eso es algo que no todos pueden decir. —No miró a su hermano pero tampoco fue necesario—. Así que no soporto que venga un tarado, por muy profesor que sea, a decir que Julio Iglesias es un «hortera calienta viejas», porque eso fue lo que dijo exactamente, un «hortera calienta viejas», y eso en mi casa y a mi edad es un insulto, así que yo salté, señorita, que ahora vosotros decís que debería haberme callado, pues a lo mejor, pero yo salté, y le dije que no solo calentaba a las viejas, que también tiene un montón de hijos con esa rubia tan joven, tan fina y tan guapa, Miranda se llama, y aún se atreve a decirme el muy tarado que ese matrimonio es un apaño, un montaje publicitario para vender discos, que no sabe quién le hará los hijos a la rubia pero que Julio no tiene ya fuerzas para una mujer así.
Se calló de manera abrupta, y con un golpe seco devolvió el papel con que se abanicaba a la mesa. Se sucedieron unos segundos larguísimos en que los tres parecían leer extraños mensajes en las vetas del suelo de parqué. Finalmente, Mercedes rompió en sollozos y la siquiatra se acercó a consolarla.
—No se haga daño, Mercedes, que usted solo ha querido ayudarnos. Lo que ocurre es que Fiz al estar enfermo…
—Envidia es lo que tiene. Pura envidia. —Y la voz se le quebró en un golpe de llanto.
Martiño y Fátima se miraron, él hundió la cabeza entre los hombros y acudió junto a la silla en la que lloraba su hermana. Ocupó el lugar de la siquiatra.
—Mercedes, Mercediñas, ven aquí —le dijo atrayéndola a su pecho—, no llores o voy a tener que
cogerte en colo
como a los niños, y ni tú tienes edad ni yo cuerpo. —Y consiguió arrancarle una sonrisa—. Lo que ocurre es que nosotros ya lo teníamos todo pensado para sacarte el incordio de casa, esa misma mañana incluso, iba a trasladarse al piso de un amigo en Santiago, y claro, pues nos hemos quedado un poco descolocados, y entre su enfermedad, que no sabemos dónde anda y la policía tocando los huevos todo el santo día, pues claro, estamos un poco nerviosos. —Le acarició la cabeza y la besó en la coronilla cubierta de pelo blanco—. Pero ¿de verdad no dijo adónde
carallo
iba?
Mercedes acercó la mano hasta el escote y la introdujo para tentarse el pecho izquierdo, extrajo de él un pañuelo de tela rosa, se lo llevó a la nariz y sopló con todas sus fuerzas. Después negó con la cabeza.
* * *
La noche, con la luna naranja en pleno ascenso y veintidós grados de temperatura, se ofrecía perfecta para paseos románticos, hogueras en la playa o, como Cappi Romanesco propuso, desvalijar pisos vacíos.
Romanesco abandonó la práctica del hurto menor hacía cinco años, después de ser sorprendido en las huertas de O Porriño por unos aldeanos y recibir una soberana y adoctrinadora paliza que le dejó dos costillas fisuradas y un ojo a la virulé. Comprendió que a sus cincuenta años ya no tenía edad para andar por ahí ganándose la vida de un modo tan peligroso, así que le pidió ayuda a su compadre Jakus, que en menos de dos meses le enseñó un par de canciones al violín, con las que más mal que bien iba llenando la pequeña caja de cartón que tendía a la puerta de los supermercados.
Cappi Romanesco vivía en un pequeño poblado chabolista situado a las afueras de Teo, pero esta noche se encontraba en Santiago, agazapado tras una esquina y a la espera de recibir una señal de Fiz para dar comienzo a un patético concierto de violín. El programa se limitaba a las dos únicas piezas que Romanesco sabía destrozar sin el menor miramiento: la
Quinta danza húngara
de Brahms y el
Canon
de Pachelbel. No obstante, ambos estaban convencidos de que a Cappi no le iban a permitir terminar el concierto, bastaría con apuntar unas primera notas para que el madero que hacía guardia a la entrada del portal se alarmase súbitamente y corriera hasta la esquina opuesta del edificio para ahuyentar al gitano y convencerlo de que desistiese en su empeño y se fuese con la música a otra parte.