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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (14 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—¿Ha ido bien?

—He fingido que iba a llamar por teléfono y me he ido.

—¿Y cómo te encuentras?

—No estoy en mi mejor momento, pero bien.

Había dejado el equipaje en las taquillas de la estación. Una maleta grande y dos más pequeñas para subir a bordo. También había una bolsa de papel con una muda para Aki. Como no me había cabido todo en una sola taquilla, lo había metido en dos. Al sacarlo, formaban un equipaje de un volumen considerable.

—Primero, quítate eso —dije mirando a Aki, todavía en pijama—. Aquí dentro tienes un poco de todo, cámbiate.

—¿Has cogido mi ropa, Saku-chan?

—Me llevé una blusa y una camiseta de tu habitación. También hay unos tejanos y una cazadora míos. Aunque quizá te vayan un poco grandes.

Poco después, Aki salió de los lavabos completamente vestida.

—No te queda mal —dije.

—Huele a ti, Saku-chan —dijo acercándose la manga de la cazadora a la nariz.

—Puede que tengas un poco de frío, ten paciencia hasta que subamos al tren. Piensa que en Australia están a principios de verano.

Ya había adquirido los billetes. Aun después de haberlos pasado por la máquina y de haber entrado en la zona de los andenes, me sentí terriblemente inquieto hasta que llegó el tren. Tenía la sensación de que los padres de Aki iban a aparecer, corriendo, de un momento a otro. Ya dentro del tren, cuando tomamos asiento en un par de plazas libres, me sentí como si hubiera realizado un trabajo ímprobo.

—Es como si estuviera soñando.

Saqué de la caja el pastel que le había comprado mientras esperaba a que saliera del hospital. Aunque pequeña, era una tarta decorada.

—¿Es para mí?

—También tengo las velas. La gorda vale por diez.

Deposité el pastel sobre sus rodillas y puse las velitas correspondientes a los diecisiete años. La más gruesa, en el centro. Las otras siete, a su alrededor.

—Ha quedado lleno de agujeros —dije.

Aki sonreía sin decir nada. Encendí las velitas con un mechero desechable. Al notar el olor, los pasajeros más próximos nos dirigieron una mirada de desconfianza.

—¡Feliz cumpleaños!

—Gracias.

La luz de las velas se reflejaba en la ventanilla negra.

—¡Va! Sopla.

Aki alzó el pastel hasta ponérselo a la altura de la cara, frunció los labios y sopló una vez, otra y otra, hasta que logró, finalmente, apagar las ocho velitas. Este simple esfuerzo parecía haberla agotado.

—No tenemos cuchillo. Tendremos que comérnoslo tal cual.

Le di una cuchara de plástico transparente. La que ella siempre usaba para comerse el flan. Yo me comí la mitad del pastel, empezando por la punta, Aki apenas pudo tragar el pequeño pedazo que se llevó a la boca.

—¡Qué raro!

—¿Qué?

—Que te llames Aki habiendo nacido el diecisiete de diciembre. Un poco por los pelos, ¿no crees?

Ella me miró como si no comprendiera lo que le estaba diciendo. Proseguí:

—Quiero decir que tendrías que llamarte Fuyuko o Fuyumi
[17]
.

—No me digas que piensas que mi nombre es el Aki de la estación del año.

Intercambiamos una mirada.

—¡Oh, no! —exclamó atónita—. No me digas que has estado equivocado durante todo este tiempo.

—¿Equivocado?

—Mi Aki viene de «hakuaki»
[18]
—me explicó ella—. Porque es la era geológica en la que surgieron un montón de animales y plantas nuevos. Como, por ejemplo, los dinosaurios o los helechos. Y a mí me pusieron Aki deseando que mi vida fuera tan próspera como la de ellos.

—¿Tan próspera como la de los dinosaurios?

—¿De verdad no lo sabías?

—Pensaba que era el Aki de primavera-verano-otoño-invierno.

—¿Nunca habías visto mi nombre escrito en la lista de la clase?

—La primera vez que te vi, pensé: «Otoño, ¡qué hambre!».

—Ya veo que estabas muy convencido —dijo ella riendo—. Pero no importa. Si es eso lo que pensabas, pues no pasa nada. Para nosotros seguirá siendo así. Me siento como si fuera otra persona, pero es igual.

Camino del aeropuerto, el tren se detuvo en varias ciudades. No había montado en tren junto a Aki desde mayo, cuando habíamos ido al zoológico. Aquel viaje había tenido un destino. Éste también lo tenía, cierto. Pero yo ignoraba si este lugar existía en la superficie de la Tierra o no.

—Acabo de darme cuenta de algo muy importante.

—¿Qué pasa ahora? —dijo ella, que había estado mirando por la ventanilla, volviéndose hacia mí con expresión de cansancio.

—Tu cumpleaños es el diecisiete de diciembre.

—Y el tuyo es el veinticuatro de diciembre.

—Es decir que, desde que nací, no ha habido un solo segundo en que tú no hayas estado en este mundo.

—Sí, eso parece.

—Nací en un mundo en el que tú ya estabas.

Ella frunció las cejas con aire de apuro.

—A mí me es totalmente desconocido un mundo en el que tú no estés. Ni siquiera sé si existe o no.

—No te preocupes. Aunque yo desaparezca, el mundo seguirá existiendo.

—¿Y cómo lo sabes?

Miré hacia fuera. Estaba tan oscuro que no se veía nada. El pastel depositado en la mesita de los asientos se reflejaba en el negro cristal de la ventanilla.

—¿Saku-chan?

—No tenía que haber escrito aquella postal —dije, como si quisiera ahuyentar su voz—. Todo ha sido culpa mía. Yo hice caer la desgracia sobre ti.

—Me entristece que digas esas cosas.

—También yo estoy triste.

Volví a dirigir los ojos hacia la ventanilla negra. No se veía nada. Ni el pasado ni el presente… Sólo el pastel a medio comer como un sueño malogrado.

—Esperaba a que tú nacieras —dijo Aki, poco después, con voz reposada—. Te estaba esperando, sola, en un mundo en el que tú no estabas.

—Sólo una semana. ¿Y cuánto tiempo crees que tendré que vivir yo en un mundo sin ti?

—¿Crees que la duración del tiempo es un problema? —dijo ella en tono adulto—. El tiempo que he estado contigo ha sido corto, pero muy, muy feliz. Tan feliz que no podía serlo más. Seguro que he sido más feliz que nadie en este mundo. Incluso en estos momentos… Con eso basta. Una vez hablamos de eso, ¿te acuerdas? De que lo que hay, aquí y ahora, seguirá existiendo eternamente.

Lancé un hondo suspiro.

—Te conformas con muy poco, Aki —dije.

—No, qué va. Pido muchísimo —respondió—. Lo que pasa es que no quiero perder esa felicidad. Tengo la intención de llevármela conmigo, vaya a dónde vaya, y para siempre.

La estación estaba lejos del aeropuerto. Había servicio de autobuses pero, como el tiempo apremiaba, cogimos un taxi. El vehículo circuló por una calle oscura tras otra. El aeropuerto estaba en un barrio apartado del centro, junto al mar. Los recuerdos que habíamos creado entre los dos parecían ir quedando atrás, sin más, al otro lado de la ventanilla. Corriendo hacia el futuro de esta forma, no podíamos encontrar una esperanza ante lo que todavía estaba por venir. Al contrario, cuanto más nos acercábamos al aeropuerto, mayor era mi desesperación. Ésta era lo único que aumentaba. ¿Adónde había ido a parar la alegría del pasado? ¿Por qué era ahora todo tan amargo? Tanto que me costaba creer que esa amargura pudiera ser real.

—Saku-chan, ¿tienes un pañuelo de papel? —preguntó Aki presionándose la nariz con la mano.

—¿Qué te pasa?

—Me sangra la nariz.

Rebusqué en mis bolsillos y saqué un paquete de pañuelos de papel, propaganda de una empresa de financiación, que me habían dado por la calle.

—¿Estás bien?

—Sí, seguro que parará enseguida.

Sin embargo, cuando nos apeamos del taxi, la hemorragia aún no se había detenido. El pañuelo había quedado reblandecido, totalmente empapado en sangre. Saqué una toalla de la maleta. Aki se sentó en un sofá del vestíbulo, presionándose la toalla contra la nariz.

—¿Nos volvemos? —le pregunté atemorizado—. Todavía estamos a tiempo de cancelar el viaje.

—Llévame —rogó Aki con voz débil, casi imperceptible.

—No tenemos por qué ir ahora a la fuerza. Aún podemos aplazar el viaje.

—Si no voy ahora, ya no podré ir nunca.

Estaba muy pálida. Me sentí terriblemente inquieto pensando en la posibilidad de que, si embarcábamos en aquellas circunstancias, su estado empeorara en pleno vuelo.

—Es mejor que nos quedemos.

—Por favor.

Aki me cogió la mano. La suya estaba abotargada, cubierta de manchas de equimosis de color púrpura. Las huellas de mis dedos habían quedado grabadas en su piel.

—De acuerdo. Entonces, me voy a facturar el equipaje. Espérame aquí sentada.

—Gracias.

Empecé a andar en dirección al mostrador de la compañía aérea. Me iría con ella, pasara lo que pasase. Ya no tenía miedo. Ningún futuro se abría ante nuestros ojos. Sólo el presente, extendiéndose hasta el infinito.

Y entonces oí un ruido a mis espaldas. Un golpe similar al que hace una maleta al caerse. Al volverme, vi a Aki en el suelo, a los pies del sofá.

—¡Aki!

Llegué corriendo. Ya había empezado a formarse un corro a su alrededor. Tenía la nariz y la boca teñidas del color rojo de la sangre. La llamé, pero no respondió. «Demasiado tarde», pensé. Demasiado tarde para todo. Para casarme con ella, para tener hijos juntos. Demasiado tarde, incluso, y por muy poco, para hacer realidad el último, humilde sueño que le quedaba.

—¡Ayúdenla! —dije dirigiéndome a quienes nos rodeaban—. ¡Por favor, ayúdenla!

Se acercó un encargado del aeropuerto. Por lo visto, alguien había llamado a una ambulancia. Pero ¿adónde pretendían llevarla? No había ningún lugar adónde pudiéramos ir. Nosotros permaneceríamos anclados allí eternamente.

—Por favor, ayúdenla.

Mi voz se fue apagando, poco a poco, hasta que, finalmente, me volví hacia Aki, inconsciente en el suelo, y continué susurrándole las mismas palabras. Yo no me dirigía a Aki, ni tampoco a quienes me rodeaban. Imploraba, una y otra vez, a un ente superior, el único que podía atender mis plegarias. «Ayúdala, por favor. Salva a Aki, por favor. Ayúdanos. Sácanos de aquí…» Pero mi voz no le llegó. Nosotros no fuimos a ninguna parte. Sólo la noche prosiguió su camino.

7

De madrugada, los padres de Aki, y también mi padre, llegaron al hospital adonde habían llevado a Aki. Su madre, cuando me vio, volvió la cara y empezó a sollozar. Mientras abrazaba a su esposa, el padre de Aki me miró por encima del hombro de ella y me dirigió un pequeño gesto de asentimiento. Los padres de Aki escucharon en el pasillo las explicaciones del doctor y, luego, entraron en la habitación. Mi padre, al tomar asiento en el sofá donde estaba yo sentado, posó su mano sobre mi hombro sin decir nada.

Transcurrió un tiempo opresivo. En un momento dado, mi padre me ofreció un vaso de cartón lleno de café.

—Está muy caliente —dijo.

Sin embargo, yo no podía notar el calor. Sostuve prudentemente el vaso en la mano hasta que el café se enfrió. Porque, si no, me hubiera abrasado la boca sin darme cuenta.

Media hora después, los padres de Aki salieron de la habitación. Su madre, presionándose el pañuelo contra los ojos, me dijo con voz lacrimosa:

—Ve con ella.

Siguiendo las indicaciones de la enfermera, me puse ropa aséptica, el gorro, los guantes. Aki estaba en una habitación aislada. Llevaba la aguja de la instilación en un brazo y la máscara de oxígeno. Cuando le tomé la mano libre, abrió los ojos en silencio. Estábamos solos en la habitación.

—Tenemos que despedirnos —dijo ella—. Pero no estés triste.

Sacudí la cabeza con desmayo.

—Dejando aparte que mi cuerpo ya no estará aquí, no hay por qué estar triste —prosiguió tras hacer una pausa—. Y sí, ¿sabes? Me da la sensación de que el paraíso sí existe. Empiezo a sentirme como si esto ya lo fuera.

—Vendré enseguida —logré decirle, al fin.

—Te espero —Aki esbozó una sonrisa fugaz—. No hace falta que te des prisa. Aunque no esté aquí, yo siempre estaré contigo.

—Ya lo sé.

—Encuéntrame otra vez, ¿vale?

—Te encontraré enseguida.

Su respiración se hizo dificultosa. Poco después logró acompasarla.

—Sí, vale —dijo—. Porque yo sé adónde voy.

—Tú no vas a ninguna parte.

—Ya lo sé —dijo cerrando los ojos en un gesto de asentimiento—. Eso es lo que quería decirte. Que ya lo sabía.

Aki pareció ir alejándose poco a poco. Su voz, la expresión de su rostro, la mano que yo tenía entre las mías.

—¿Te acuerdas de aquel día, en verano? —dijo ella como si fueran los rescoldos de unas brasas avivados por un soplo de aire—. En aquella barca pequeña, flotando en el mar…

—Lo recuerdo.

Aki iba a decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de sus labios y yo no pude oírlas. «Se ha ido», pensé. «Se ha ido dejando sólo unos recuerdos como un muro de cristal que se yergue.»

El mar azulísimo del verano se extendía por el interior de mi cabeza, ocupándola por entero. Lo abarcaba todo. No faltaba nada. Lo tenía todo. Pero, sin embargo, cuando intentaba tocar su recuerdo, mi mano se teñía del color rojo de la sangre. Quería seguir flotando hasta la eternidad. Deseaba que Aki y yo, juntos, nos convirtiéramos en un destello de este mar.

8

Entre la niebla, surgió el pie del embarcadero. Se oía el rumor de las pequeñas olas lamiendo las piedras de la orilla. En la colina de atrás cantaban los pájaros silvestres. No de un solo tipo, sino de varios tipos juntos.

—¿Qué hora es? —me preguntó Aki desde la cama.

—Las siete y media —le respondí mirando el reloj—. Hay un poco de niebla, pero enseguida despejará. Parece que hoy volverá a hacer calor.

Bajamos con las bolsas a cuestas, nos lavamos la cara en la cisterna. Tomamos un sencillo desayuno compuesto de pan y zumo de frutas. Faltaban todavía tres horas para que Ôki viniera a buscarnos. Hasta que llegara, decidimos dar un paseo por la playa.

Gracias a la lluvia, la mañana era fresca para la estación del año. El camino que conducía a la playa estaba pavimentado de cemento. Se habían abierto grietas, aquí y allá, por donde asomaban unos hierbajos cortos. Éstos aún estaban mojados por la lluvia de la noche anterior. Vagamos por la orilla sin charlar apenas. Las telas de araña de las casetas de la playa estaban llenas de agua que brillaba suavemente al sol.

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