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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (13 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—¿Y cómo? —preguntó Aki con voz ronca.

—Ya pensaré la manera. Yo no voy a hacer como mi abuelo.

—¿Tu abuelo?

—Sí. Yo no acabaré pidiéndole a mi nieto que robe tus cenizas.

En sus pupilas se reflejaba la sombra de la duda. Para borrarla, decidí concretar un poco más:

—Iremos a Australia —dije—. No dejaré que te mueras sola en un lugar como éste.

Ella bajó la mirada y pareció reflexionar. Luego alzó la cabeza, me miró fijamente a los ojos y asintió con un pequeño movimiento de cabeza.

5

Aki se iba debilitando día a día. Había perdido casi todo el cabello. Tenía el cuerpo entero cubierto por pequeñas equimosis lívidas. Las manos y los pies se le habían abotargado. No había tiempo que perder. Empecé a pensar, en serio, en cómo llevármela a Australia. Reuní información, estudié diferentes opciones. Por suerte, los pasaportes y los visados que nos habíamos sacado para el viaje escolar seguían siendo válidos. Al principio pensé en un viaje organizado con un guía de la zona. Eso es lo que me pareció más seguro. Pero los trámites eran muy complicados y no era posible salir de inmediato. Además, los menores de veinte años necesitaban presentar la autorización de algún tutor.

El asunto de los billetes también me causó grandes quebraderos de cabeza. Viajando con un enfermo grave, una tarifa barata era demasiado arriesgada. Y el precio de un billete normal ascendía a cuatrocientos mil yenes por persona. También era problemático fijar el día de salida. No hace falta decir que no podía dirigirme al médico de cabecera y preguntárselo. Y tampoco podía predecir cómo se encontraría Aki durante la próxima semana, o la siguiente.

—Quiero salir lo antes posible —dijo Aki—. En cuanto deje las inyecciones y el gota a gota, se me irán las náuseas. Pero cada día estaré más débil. Quiero irme mientras aún me queden fuerzas.

Después de contrastar varias opciones, decidí que la más viable era una oferta de las líneas aéreas australianas. Salía por ciento ochenta mil yenes por persona. Y, pagando una pequeña comisión, podías cancelar el viaje hasta el último momento. Dado el estado de salud de Aki, era imposible fijar con exactitud la fecha de partida. Y, en el caso de que tuviésemos que cancelar el viaje de improviso, nos reembolsarían el importe del billete. Así podríamos intentarlo en otra ocasión. Además, se podía consultar por internet si había plazas libres, con lo cual sabías de inmediato si podías reservar.

Obviamente, el mayor problema era el dinero. Al reservar los billetes, tenía que adquirirlos. Yo sólo tenía ahorrados unos cien mil yenes, una cantidad a todas luces insuficiente. ¿Cómo podía conseguir el resto? Y, además, de un día para otro. Sólo se me ocurrió una manera.

—¿Quinientos mil yenes? —me preguntó mi abuelo abriendo unos ojos como platos.

—Por favor. Te los devolveré con lo que gane.

—Pero ¿para qué necesitas tanto dinero?

—No me lo preguntes, por favor. Déjame el dinero.

—Eso no puede ser.

Mi abuelo llenó dos copas de burdeos y me alargó una. Luego, con tono de complicidad, me dijo:

—Oye, Sakutarô, tú conoces mi secreto. Te he pedido que cumplas mi última voluntad. Y tú, ahora, no quieres contarme el tuyo.

—Lo siento, pero no puedo decirte nada más.

—¿Por qué?

—La mujer que querías ya está muerta. Y se puede revelar un secreto sobre una persona que ya ha muerto. Pero no sobre una que está viva.

—Vamos, que se trata de un asunto de faldas.

—¡No es ningún asunto de faldas!

En cuanto hube pronunciado estas palabras, se rompió el dique de contención que había estado aguantando durante tanto tiempo y mis emociones se desbordaron. De pronto, empecé a sollozar mientras mi abuelo me miraba atónito. Lloré durante largo tiempo. Cuando logré parar, bebí un trago de vino. Mi abuelo no me preguntó nada más. Continué bebiendo vino en silencio.

En un momento dado, me quedé dormido sobre el sofá. Al abrir los ojos, me encontré cubierto con una manta. Ya eran las once de la noche.

—Ha llamado tu madre —me dijo mi abuelo alzando los ojos del libro que estaba leyendo—. Estaba muy preocupada. ¿Te quedas a dormir esta noche?

—No, me voy a casa —respondí atontado—. Mañana tengo que ir a clase.

Mi abuelo se me quedó mirando con aire meditabundo. Luego se levantó, se dirigió a su habitación, volvió con una cartilla de ahorros y la depositó sobre la mesa.

—La contraseña es Nochebuena.

—¿Mi cumpleaños?

—La verdad es que pensaba dártela después de que entraras en la universidad. Pero todas las cosas tienen su momento. No sé qué piensas hacer, Sakutarô. Tú no me lo quieres decir y yo lo acepto. Sólo quiero preguntarte una cosa. Si no lo haces ahora, ¿crees que vas a arrepentirte?

Afirmé con un movimiento de cabeza, sin decir nada.

—Entonces, de acuerdo —dijo mi abuelo con resolución—. Cógela. Creo que hay un millón de yenes.

—¿Puedo?

—No hagas ninguna insensatez —dijo mi abuelo—. Piensa que no estás solo.

Seguí reuniendo información sobre Australia. Leí guías, pregunté en agencias de viajes, envié fax a centros turísticos. Esperé a que estuviéramos a solas y le expliqué mis planes a Aki.

—Tengo billetes para el diecisiete de diciembre —le dije.

—¿El día de mi cumpleaños?

—Sí. He pensado que nos daría buena suerte.

Ella sonrió y musitó con voz débil:

—Gracias.

—Volamos de noche —proseguí—. Tenemos que largarnos del hospital al anochecer. A la hora de la cena es el momento ideal. A esa hora, no creo que te sea difícil escaparte. Y luego cogeremos un taxi, iremos corriendo a la estación y ¡libres!

Aki cerró los ojos y pareció estar representándoselo todo dentro de su cabeza.

—Pasaremos la noche en el avión y llegaremos a Cairns por la mañana temprano. Descansaremos un poco y, después, cogeremos un vuelo nacional hacia Ayers Rock. Allí hay albergues y no nos saldrá muy caro. Y si no quieres volver, podemos quedarnos allí hasta que tú digas.

—¡Oh! Ahora parece que podemos ir de verdad —dijo Aki abriendo los ojos.

—Es que vamos a ir. Te prometí que te llevaría, ¿no?

Saqué dinero de la cartilla que me había dejado mi abuelo y compré los billetes en una agencia. También suscribí un seguro de viaje. Lo que me costó más de lo que esperaba fue conseguir dólares australianos. Pocos bancos los tenían. Seguro que en el Australia-New Zealand Bank los hubiera conseguido con facilidad pero, desgraciadamente, en el lugar donde yo vivía no había ninguna sucursal. No me quedó más remedio que ir llamando, uno tras otro, a todos los bancos de la ciudad hasta dar con uno que tratara con dólares australianos, y fue allí donde adquirí los cheques de viaje.

Por último, me quedaba una importante cuestión por resolver. Y era cómo conseguir el pasaporte de Aki.

—No podemos pedírselo a tu familia. Imposible, vamos.

—Si tuviese un hermano o una hermana, podría pedírselo a ellos.

Al igual que yo, Aki era hija única. El pasaporte estaba dentro del cajón de su escritorio. Apenas lo tocaba, así que debía de encontrarse allí con toda seguridad. Yo había estado en su casa en varias ocasiones. Sólo con que pudiera introducirme dentro, no me costaría nada dar con él. Al principio contemplé la posibilidad de entrar de una manera legal, pero no se me ocurrió ningún pretexto para ir a visitarlos.

—Tendré que robarlo —dije.

—Sí. No queda más remedio.

—El problema es cómo penetrar en tu casa.

—Espera. Voy a hacerte un plano.

Me dibujó un esquema de la planta de la casa en un cuaderno y me dio una serie de instrucciones para perpetrar el robo.

—Me da la sensación de que últimamente no paro de hacer gamberradas —dije recordando mis andanzas de los últimos tiempos.

—Lo siento —repuso ella con pesar.

—Quiero volver pronto a ser un chico decente.

Al día siguiente, después de visitar a Aki, estuve esperando en la cafetería de enfrente del hospital a que sus padres aparecieran por allí después del trabajo. Como la cafetería estaba en una primera planta que daba a la calle, sentado junto a la ventana podía ver sin dificultad el aparcamiento del hospital. Conocía el coche y no podía pasárseme por alto. Llevaba acechando alrededor de una hora cuando el coche cruzó la entrada principal y entró en el aparcamiento. Faltaba poco para las siete de la tarde. Tras comprobar que habían descendido del vehículo, salí de la cafetería.

Monté en bicicleta y me dirigí a toda prisa a casa de Aki. Vivía en una antigua casa de madera de la época de sus abuelos donde, después de bajar una escalera de peldaños rechinantes que nacía tras el biombo del recibidor, te encontrabas con su habitación, frente al estanque. Entrando por la fachada principal, parecía estar en el subterráneo, pero, al mirarla desde el jardín, estaba en la planta baja. Debido a los desniveles del terreno, la casa tenía una estructura un tanto complicada y sucedían esas cosas. La ruta de acceso que había ideado Aki contemplaba penetrar en el jardín por el seto de detrás de la casa y forzar la puerta de un cobertizo que había al lado del estanque. Dentro del cobertizo, oculta tras una cómoda, estaba la entrada a un pasadizo. Sólo tenía que apartar la cómoda y seguirlo para desembocar en el interior de un trastero del edificio principal. Y este trastero estaba justo detrás de la habitación de Aki.

Las bisagras de la puerta del cobertizo estaban flojas y me fue muy fácil forzar la puerta. Moví la vieja cómoda como pude. Avancé sorteando los obstáculos, tal como me había enseñado Aki, y pronto me encontré ante una familiar puerta corrediza de papel. La puerta de su habitación. La abrí con cuidado. El cuarto estaba sumido en la oscuridad y, junto con un ligero tufillo a moho, me llegó un olor de dulce recuerdo. Encendí la linterna y registré el escritorio. Enseguida encontré el pasaporte. Al cerrar el cajón, mis ojos se posaron en una pequeña piedra que había sobre la mesa. La apreté entre mis dedos hasta que la palma de mi mano se acostumbró a su frío tacto. ¿Hacía Aki a veces aquel mismo gesto?

Al entreabrir las cortinas, emergió el estanque en la oscuridad de la noche. Estaba iluminado por la luz de un fluorescente, había muchas carpas de colores nadando en su interior. Yo había estado con Aki, de pie ante esa ventana, contemplando el estanque. Habíamos estado mirando sin decir nada cómo las carpas nadaban pausadamente. Tras cerrar la ventana, recorrí de nuevo la habitación con la mirada. En el lado opuesto estaba el armario. Aki me había dicho que en el primer cajón se encontraba su libreta del banco. Todo el dinero que ella había ahorrado para el viaje escolar debía de permanecer allí, intacto. Sin embargo, en vez de éste, abrí otro cajón. Dentro aparecieron las blusas y camisetas de Aki, dobladas con esmero. Cogí una. Al acercarla a mi rostro, percibí, mezclado con el del jabón, el tenue olor de Aki.

El tiempo había pasado. Me dije que tenía que irme, pero mi cuerpo era incapaz de moverse. Quería permanecer allí para siempre. Tomando en mi mano, uno tras otro, todos los objetos que había en la habitación, acercándomelos a la mejilla, oliendo su fragancia. El débil aroma de Aki que permanecía en ellos removió los rescoldos del tiempo. Por un instante, me encontré atrapado dentro de un remolino de radiante alegría. Un dulce gozo capaz de hacer vibrar cada uno de los pliegues de un pequeño corazón. Experimenté de nuevo la alegría de la primera vez que unimos nuestros labios, el gozo de la primera vez que nos abrazamos. Sin embargo, un instante después, aquel remolino brillante fue absorbido sin un sonido por el negro abismo y yo me quedé inmóvil, lleno de desconcierto, en medio del cuarto oscuro con una prenda de Aki en la mano. Había perdido la noción del tiempo. Tuve la alucinación de que ya había perdido a Aki y de que, en aquellos momentos, estaba en la habitación mirando lo que ella había dejado tras de sí. Era una ilusión muy extraña, terriblemente vívida. Como si estuviera recordando el futuro. Sentía que ya había presenciado aquel cuadro con anterioridad. Para ahuyentar el olor de Aki, que había penetrado en el interior de cada una de mis células, finalmente salí de la habitación.

Le dije a Aki que había logrado hacerme con su pasaporte.

—Ahora sólo nos queda marcharnos —dijo ella con calma.

—Ya lo tengo casi todo listo. Sólo me falta comprar algunas cosas, hacer el equipaje y ¡ya está!

—Te he causado muchas molestias, Saku-chan.

—No digas cosas raras.

—A veces, pienso cosas raras —prosiguió Aki, sumida en sus reflexiones—. Como que no estoy enferma de verdad. Sí, ya sé que lo estoy, pero ¿sabes? Incluso cuando duermo, pienso en ti y, como me da la impresión de que estamos juntos, pues no me parece que esté enferma.

Me tragué el nudo que se me hizo en la garganta.

—Y mira que el otro día decías que no podías comer y no parabas de lamentarte.

—Es verdad —dijo ella con una risita—. Ahora me siento muy rara. Tengo la cabeza llena de la enfermedad, pero soy incapaz de pensar en ella de una manera normal. Tengo muchas ganas de huir y, sin embargo, ya no sé de lo que estoy huyendo.

—No vamos a huir, nos vamos a ir.

—Sí —asintió ella, y cerró los ojos—. Últimamente sueño mucho contigo, ¿sabes? ¿Tú también sueñas conmigo?

—Te tengo delante todos los días, no me hace ninguna falta soñar contigo.

Aki abrió los ojos en silencio. No había en ellos sombra de miedo o inquietud. Sólo rebosaban paz, como las aguas de un lago oculto en las profundidades de un espeso bosque. Y, con idéntica serenidad, me preguntó:

—¿Y si dejaras de tenerme delante?

No respondí. No podía. Esta posibilidad estaba fuera de los límites de mi imaginación.

6

La cena es a las seis de la tarde y las visitas deben abandonar el hospital antes de esta hora. Poco antes de las seis, dejan los carritos de la comida en los pasillos. Los pacientes cogen una bandeja y cenan en su habitación. Hay quienes se sirven té, en tazas o termos, de la tetera de la sala de estar. Aki va a aprovechar la confusión del momento para huir.

Después de visitar a Aki, salgo del hospital y la espero en el primer piso de la cafetería de enfrente. Aki no tarda en cruzar el vestíbulo de la entrada principal, confundida con los visitantes que regresan a sus casas. Se ha echado una chaqueta sobre los hombros encima del pijama y, en la cabeza, lleva el gorrito de lana de siempre. Salgo de la cafetería y paro un taxi que pasa por allí en aquel preciso instante. Le doy la dirección al taxista, que nos mira con recelo.

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