Un grito de amor desde el centro del mundo (17 page)

Read Un grito de amor desde el centro del mundo Online

Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
9.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Es tan comodona, esa niña! —dijo su madre, y esbozó una pequeña sonrisa—. ¿Sabes? El «hiro» de Hirose, en realidad, es éste.

Y, con la punta del dedo, trazó en la palma de su mano otro carácter más complejo.

—Escribir el nombre y el apellido con caracteres le sumaba un buen número de trazos, así que ella se acostumbró a simplificar y a escribir su nombre en
katakana
. Empezó a hacerlo en primaria.

El padre de Aki estaba estudiando un mapa desplegado sobre el mostrador junto con un guía que habían contratado en la zona.

—A unos cincuenta kilómetros al sur hay un territorio sagrado para los aborígenes —explicó en un fluido japonés el guía que, por lo visto, había estado un tiempo en Japón—. Está prohibido entrar, pero yo he conseguido un permiso especial.

—¿Se puede llegar en coche? —preguntó el padre de Aki.

—Al final tendremos que andar un poco.

—Espero poder seguir —dijo la madre de Aki preocupada.

—¿Van a esparcir allí las cenizas de su hija? —preguntó el guía.

—¡Qué niña tan rara! —repuso la madre—. Antes de morir lo repitió una vez tras otra, como si delirase. Es posible que en aquellos momentos ya no fuera muy consciente de lo que se decía, pero, aun así, es muy importante para nosotros cumplir su voluntad. De no hacerlo, jamás podríamos estar tranquilos.

Miré al otro lado de la ventana. A la sombra de una acacia, un aborigen de mediana edad, con barba, bebía vino directamente del cuello de una botella metida dentro de una bolsa de papel marrón. Un grupo de muchachos negros con sombreros de cowboy pasaron por su lado. Ni siquiera entonces, después de haber llegado hasta Australia, tenía una conciencia real de la muerte de Aki. Me daba la sensación de que ella seguía existiendo en alguna parte. De que iba a verla en cualquier momento.

El camarero me plantó delante una enorme hamburguesa y una botella de coca-cola. Me sentí ridículo comiendo sin parar cuando no tenía el menor apetito.

Una estepa de color pardo se extendía en todo lo que alcanzaba la vista. No se veía ninguna arboleda. Sólo hierbajos aferrándose a la tierra seca. Algunos eucaliptos se erguían en las cimas de las colinas erosionadas. El suelo estaba sembrado de enormes pedruscos que debían de haber sido arrojados allá por una erupción volcánica. No había rastro de animales. El guía nos explicó que, durante el día, dormían bajo las rocas o dentro de los agujeros. Hacía mucho que habíamos dejado atrás el camino pavimentado y, de vez en cuando, el vehículo se embarrancaba en la arcilla. Dejamos atrás varios canguros muertos. Uno de ellos era ya sólo pellejo y estaba adherido a un lado del camino. Me volví. Sepultado por el polvo, había dejado ya de verse.

Llevábamos alrededor de una hora de camino cuando, ante nuestros ojos, apareció un bosque frondoso. Frente al bosque corría un riachuelo. Llevaba poca agua y, en el lecho, crecían unos eucaliptos blanquecinos. En la orilla había una caravana detenida. Dos familias de raza blanca hacían una barbacoa a su alrededor. El guía se apeó del coche y se dirigió hacia las familias que bebían cerveza sentadas en el suelo. Les preguntó algo en tono jovial y ellos, todavía con el plato de asado en la mano, señalaron hacia el río.

—Dicen que está al otro lado del río —dijo el guía al volver al vehículo que conducía el padre de Aki—. Voy a guiarle.

El guía se metió en el río con las botas de montaña puestas y condujo el Land Cruiser hasta un vado donde el suelo era firme. Las familias nos miraban con curiosidad. Una vez que el coche hubo cruzado el río, el guía volvió a sentarse en el asiento del copiloto.

—Adelante.

Un sendero de arena se adentraba en el bosque sombrío. El padre de Aki avanzaba despacio, conduciendo el coche con grandes precauciones a través de la luz insegura. Un cielo pálido de colores desleídos asomaba, de tanto en tanto, a través de los árboles. La luz caía con desmayo sobre el suelo arenoso.

—Pues yo no acabo de entender lo que es el
dreaming
—dijo el padre de Aki, al volante.

—Tiene varios sentidos —explicó el guía—. Uno se refiere al antepasado mítico de una tribu. Por ejemplo, una tribu cuyo
dreaming
es el ualabi, lo tiene como fundador.

—¿El ualabi? ¿Te refieres al animal? —intervino la madre de Aki.

—No. En este caso, es como
dreaming
. Su antepasado mítico. Este antepasado creó al ualabi animal y también a ellos. Por lo tanto, ellos y el ualabi animal son descendientes del mismo fundador.

—¿O sea que la tribu y el animal ualabi son hermanos?

—Sí. Por lo tanto, para los miembros de una tribu ualabi, matar y comer uno es como matar a un hermano.

—Muy interesante —dijo, admirado, el padre de Aki—. Eso es totemismo, ni más ni menos.

—Además, también están los
dreaming
propios de cada uno —prosiguió el guía.

—¿Y qué son? —preguntó el padre de Aki.

—Cuando nace una persona, las cosas que ha visto la madre, los animales y plantas con los que ha soñado, se convierten en algo que pasa a formar parte de su alma. Estos
dreaming
no se hacen públicos. Son un secreto, un objeto de culto personal.

—¿Es decir que están los
dreaming
de la tribu y los
dreaming
personales?

—Exactamente.

En un corto espacio de tiempo, se había hecho difícil distinguir un objeto de otro. El campo visual había perdido profundidad, o más bien, había desaparecido la perspectiva en sí y los objetos que debían de estar lejos parecían cercanos y los que debían de estar cerca daba la impresión de que estaban tan lejos que no se podían alcanzar.

—Dicen que los aborígenes sepultan a sus muertos dos veces —continuó el guía—. La primera vez los inhuman en la tierra, como es normal. Éste es el primer funeral. Y luego, dos o tres meses después, desentierran el cadáver, recogen los huesos y los alinean, todos, sobre una corteza de árbol, desde la punta del dedo del pie hasta la cabeza, en la misma posición exacta en que estaban cuando el difunto vivía. Después lo meten dentro de un grueso tronco vaciado. Éste es el segundo funeral.

—¿Y por qué hacen eso? —preguntó la madre de Aki.

—Piensan que el primer funeral es para la carne y el segundo para los huesos.

—Claro. Tiene su lógica —dijo el padre.

—Poco después, los huesos son lavados por la lluvia y vuelven a la tierra. La sangre y el sudor que moraban en el cuerpo del difunto se infiltran, en su totalidad, en el suelo y fluyen hacia la fuente sagrada del interior de la tierra. En pos de ellos, el alma del difunto se encamina también hacia esta fuente y es allí donde habitará convertida en espíritu.

Los árboles se habían ido haciendo más y más espesos hasta que, finalmente, no pudimos seguir avanzando y tuvimos que descender del vehículo. Luego, en un momento dado, el bosque se convirtió en matorral y las largas y delgadas ramas de los arbustos se retorcían y enmarañaban en todas direcciones, formando un paisaje muy extraño. En medio discurría una estrecha senda de animales. No se oía más que nuestros pasos. De vez en cuando se movía algo entre la maleza, pero yo no logré ver ningún animal.

Dejamos atrás unos arbustos con espinas agudas parecidos a erizos gigantes y salimos a una estepa de color pardo. Allí no había nada. Aparte de unos cuantos eucaliptos apiñados los unos contra los otros, en todo lo que alcanzaba la vista no había más que una vasta extensión de tierra árida. Nadie hablaba. El cielo seguía eternamente claro, por lo que era posible que no llevásemos más de treinta minutos caminando aunque a mí me parecieran horas. El aire reseco me había agrietado los labios. También tenía sed. Quería beber agua, pero, por otra parte, sentí como algo ajeno mi propia necesidad de beber.

La tierra que pisábamos pronto se convirtió en un erial de rocas y arena. Cerca de unas gigantescas rocas de forma redondeada crecía una especie de palma de sagú. Una gran ave de color marrón planeaba por las alturas. Trepamos por unas terrazas muy empinadas hasta alcanzar una loma donde se erguían unos cuantos árboles. Todos habían perdido sus hojas, y los troncos de color gris estaban tan arrugados como el rostro de una anciana. Un pájaro, cuyo nombre yo desconocía, ululaba. Sobre un seco peñasco corría un lagarto.

—¿Qué les parece aquí? —dijo el guía.

—¿Es aquí? —preguntó la madre de Aki con un cierto aire de insatisfacción.

—Toda la zona lo es.

—¿Las esparcimos aquí entonces? —dijo el padre.

—Espárcelas tú —dijo la madre de Aki entregándole a su esposo la urna.

—Es mejor que lo hagamos entre los tres.

Me encontré con un montoncito de polvo blanquecino, fresco, en la palma de la mano. No podía comprender qué era aquello. Aunque mi cabeza pudiera, mis sentimientos se negaban a entenderlo. Al cogerlo, sentí que iba a romperme en pedazos. Mi corazón iba a hacerse añicos como el pétalo helado de una flor al pellizcarlo con la punta de los dedos.

—Adiós, Aki —oí decir a su madre.

La ceniza blanca se soltó de la mano de sus padres. A merced del viento, se dispersó y acabó mezclándose con la tierra roja del desierto. La madre de Aki lloraba. Su padre le pasó un brazo alrededor de los hombros y ambos empezaron a desandar el camino por el que habíamos venido. Yo no podía moverme. Sentía aquello que había volado hacia la tierra roja como si fueran pedazos de mi propio cuerpo. Ya no podría volver a recuperarlo jamás, como a mí mismo.

—¿Vamos? —me urgió el guía—. Pronto anochecerá. Y en el desierto, la noche es muy dura.

4

Cuando volví de Australia, el invierno ya estaba dando paso a la primavera. Una vez terminados los exámenes finales, las clases eran como los partidos del campeonato cuando ya se ha decidido quién será el ganador de la liga. A la ida y a la vuelta de la escuela, o entre una clase aburrida y otra, me acostumbré a alzar los ojos al cielo. A veces permanecía largo tiempo contemplándolo. Y pensaba: «¿Estará allí?». Tanto en las últimas huellas de la fría luz de invierno como en los suaves rayos del sol de primavera, en todo lo que venía del cielo, yo empecé a sentir la presencia de Aki. A veces, mientras estaba mirando el cielo, se acercaban unas nubes y pasaban de largo sobre mi cabeza. Cada vez que las nubes iban y venían, la estación avanzaba un poco más.

Un tibio domingo de mediados de marzo, le pedí a Ôki que me llevara a la isla. Cuando le expliqué por qué, Ôki accedió de buen grado a sacar la barca. Tras amarrar el bote al pie del embarcadero, empecé a andar solo por la playa. Ôki dijo que me esperaba en el embarcadero. En marzo, el agua aún estaba fría y cristalina. Los suaves rayos del sol hacían refulgir las olas que bañaban las piedras de la orilla. Al mirar dentro del agua, vi unos cangrejos del mismo color que éstas que corrían por el banco de arena huyendo hacia mar abierto. Entre las piedras, las anémonas de mar extendían sus tentáculos de brillante colorido, y había una caracola blanquecina adherida a una roca más grande. Por lo visto, sólo me fijaba en las cosas pequeñas. ¿Por qué sería?

Al fondo de la playa, allá donde no llegaban las olas, había muchas flores rosadas parecidas a la correhuela. Una mariposa blanca volaba por encima. Me acordé de las mariposas que había visto en el patio trasero del hotel cuando vine el verano pasado. Eso sirvió de detonante para que todos los sucesos de aquella noche fueran cruzando por mi cabeza como cegadores relámpagos. Cualquiera de ellos me llenaba de nostalgia e iban resplandeciendo, uno tras otro, aunque yo no acababa de creerme que todo aquello hubiera sucedido de verdad.

Sobre un margen que se alzaba en escalón sobre la playa y que conducía hasta el precipicio del fondo había un viejo Jizô
[20]
de piedra. No sé quién lo había puesto allí ni por qué. Tal vez alguien hubiera naufragado en aquellas aguas. Ni siquiera tenía capilla y estaba expuesto a la lluvia y el viento. Tampoco tenía ninguna ofrenda, ni de flores ni de monedas. El aire salobre que soplaba del mar debía de haber empezado a erosionar la piedra, porque el Jizô había perdido los ojos y los labios. Sólo le quedaba el puente de la nariz, formando una pequeña protuberancia en medio de la cara. Sin embargo, aquellas facciones borrosas le conferían dulzura.

Me senté a su lado, sobre la grava seca, y contemplé el apacible mar en calma. Dentro de aquella franja azul que parecía trazada con pincel, aparecían y desaparecían innumerables destellos. La luz del sol bañaba los árboles de un cabo que, a mi izquierda, se adentraba en el mar, y a mí me dio la impresión de que podía distinguir claramente cada una de las ramas de los pinos que se apiñaban en aquel lugar. El paisaje era demasiado hermoso para contemplarlo solo. Deseé poder verlo junto a Aki. Tenía la sensación de pasarme el día anhelando cosas que no podían hacerse realidad.

Pronuncié su nombre en voz baja. Mis labios estaban hechos, más que los de cualquier otra persona en el mundo, para llamarla. Y, sin embargo, no me fue fácil recordar su rostro. Me daba la impresión de que me costaba cada vez más recordarlo. Esto me producía una cierta inquietud. ¿Se irían erosionando los recuerdos de Aki como aquel Jizô de la playa con las facciones borradas? ¿Sería su nombre lo único que, con el paso del tiempo, me quedaría al final? Sólo su nombre, que yo siempre había confundido con la estación del año.

Me tendí sobre la grava y cerré los ojos. El fondo de mis párpados se tiñó de rojo. El verano pasado, mientras nadaba en el mar, también se me habían teñido de rojo. Y, al igual que entonces, al pensar en la sangre que fluía por el interior de mi cuerpo, tuve una sensación extraña.

Por lo visto, me dormí. Oí que me llamaban, abrí los ojos y me encontré con Ôki, que me miraba extrañado.

—¿Qué pasa? —pregunté, incorporándome.

—Eso tendría que preguntártelo yo —dijo—. Como no aparecías, me he preocupado y he venido a buscarte.

Ôki se sentó a mi lado. Ambos contemplamos el mar en silencio. El viento que soplaba de alta mar traía un fuerte olor a sal. Al alzar los ojos al cielo, vi que el sol había rodeado el cabo a mi izquierda y que, ahora, estaba perpendicular a la superficie del mar.

—Tengo la sensación de que ella todavía sigue aquí —dije—. Aquí, y allí. Esté donde esté yo, ella también está. ¿Crees que eso son alucinaciones?

—Pues… no lo sé —masculló Ôki con apuro.

—Desde fuera, deben de parecerlo. Seguro.

Other books

Nightjohn by Gary Paulsen
Questing Sucks (Book 1) by Kevin Weinberg
Leaves of Flame by Joshua Palmatier
The Sacrificial Daughter by Peter Meredith
A Christmas Affair by Byrd, Adrianne
Alejandro's Revenge by Anne Mather