Read Un grito de amor desde el centro del mundo Online
Authors: Kyoichi Katayama
Tags: #Drama, Romántico
Nos callamos y seguimos contemplando el mar. Ôki cogió una piedrecita que había a sus pies y la arrojó al agua. Repitió lo mismo varias veces.
—¿Has soñado alguna vez que estabas volando? —le pregunté.
Él se volvió hacia mí y me miró con aire interrogativo.
—¿Volar en avión o algo así? —preguntó.
—No, volar tú. Así, como Ultraman
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.
—Bueno, es un sueño, ¿no? —dijo él riendo, al fin—. Total, cada uno puede soñar lo que le dé la gana.
—Pero tú, Ôki, ¿sueñas con ese tipo de cosas? ¿Con cosas que son imposibles en la vida real?
—Creo que no.
Cogió otra piedra y la arrojó al mar. La piedra rebotó en las rocas con un ruido seco antes de caer al agua.
—¿Y qué pasa con eso de que sueñas que estás volando? —me apremió Ôki.
—Pues que eso de que el cuerpo de uno esté volando por el cielo es algo imposible en la vida real, ¿no? —proseguí—. En teoría, es imposible, ¿verdad?
—Sí, claro —dijo él con recelo.
—Lo que no quita que estés volando en sueños. En la realidad, es imposible. Pero mientras estás soñando, no te lo parece. Mientras estás soñando, ni siquiera piensas que aquello sea ilógico. Y, aunque lo pensaras, seguirías volando igual. Porque tú estás viendo realmente las ciudades, y todo lo demás, desde el cielo, y tienes una sensación muy real de que estás volando. Así que aquello no es una alucinación.
—Pero es que aquello es un sueño —objetó Ôki.
—Sí, es un sueño —reconocí con sencillez.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Ella está muerta. Su cuerpo ha sido incinerado y convertido en cenizas. Las cenizas las esparcí yo con mi propia mano por el desierto rojo. Sin embargo, ella está aquí. Soy incapaz de creer lo contrario. No es una alucinación. No puedo hacer nada contra esta sensación. Igual que en el sueño no puedes negar que estás volando, tampoco yo puedo negar que ella está aquí. No puedo demostrarlo, pero siento que ella está aquí. Y eso es un hecho.
Cuando acabé de hablar, Ôki me estaba mirando con cara de pena.
—¿Estaré soñando?
De vuelta al embarcadero, descubrí una piedra que centelleaba en la playa. Al cogerla entre las yemas de mis dedos, vi que no era una piedra sino un trozo de vidrio lavado por las olas con las aristas completamente romas. Dentro del agua, parecía una joya de color verde. Me la guardé en el bolsillo de la cazadora.
—¿No quieres ir al hotel? —me preguntó Ôki cuando apareció el embarcadero en la distancia—. Debe de traerte muy buenos recuerdos, ¿verdad?
Por un instante, sentí algo duro y frío en el pecho. Sin responder, exhalé un hondo suspiro. Ôki no añadió nada más.
Saqué del bolsillo de la cazadora un pequeño frasco de cristal transparente. Dentro había una especie de arena blanquecina.
—Son sus cenizas.
—¿Vas a esparcirlas? —preguntó Ôki, inquieto.
—Pues no sé qué hacer.
Antes de ir a la isla, pensaba arrojar las cenizas de Aki al mar. Eso era lo que le había dicho a Ôki al pedirle que me llevara en barca. Pero…
—No sé. Me sabe mal. Claro que no gano nada llevándolas encima.
—Estando así las cosas, es mejor que te las guardes —dijo Ôki con aire de preocupación—. Si las esparces y luego te arrepientes, ya no podrás echarte atrás. Mejor que te lo pienses bien primero y que las esparzas cuando estés seguro. Yo volveré a traerte en barca.
Debido a la marea baja, el bote se encontraba bastante por debajo de la viga del puente. El mar estaba en calma, tan azul que te daban ganas de llorar.
—A Hirose, ¿la habías oído cantar alguna vez? —me preguntó Ôki de repente, un poco después—. En secundaria, en clase de música, a veces había exámenes de canto, ¿no? Nos hacían cantar canciones tontas como
Vigor joven
y
Palabras regaladas
, ¿te acuerdas? Pues Hirose cantaba tan flojito que no se la oía. Yo estaba sentado delante de ella, pero no lograba pescar nada de lo que ella cantaba.
—Y entonces alguien pegaba un grito diciendo que no se oía, supongo.
—Sí, sí. Exacto. Entonces, ella bajaba aún más la voz, se ponía tan colorada que daba pena y cantaba hasta el final con la cabeza gacha.
—¡Vaya! Qué bien te acuerdas, ¿no?
—¡Eh, tú! ¡Que no es eso! —dijo Ôki poniéndose nervioso—. Que ella a mí no me gustaba. Bueno, gustarme, sí me gustaba. Pero no del mismo modo que a ti.
Yo también pensé en Aki cantando. Pero en una situación distinta a la del examen de canto de la escuela. La noche que pasamos en el hotel, mientras estábamos preparando la cena, de repente me hizo falta algo y fui a buscarlo al segundo piso. Cuando volví, Aki estaba canturreando en voz baja mientras picaba las verduras. Me detuve en la entrada de la cocina y la escuché. Ciertamente, cantaba en voz tan baja que no sólo no se oía la letra de la canción, tampoco se distinguía la melodía, pero Aki parecía sentirse muy a gusto cantando. Y yo pensé que en su casa, mientras preparaba la comida, también debía de cantar de aquel modo. Si la llamaba, dejaría de cantar. Así que permanecí de pie en la entrada de la cocina, aguzando el oído.
—¿Sabes qué te digo?, que me las guardo.
—Bien —asintió Ôki con alivio.
Dentro del bolsillo, mi mano tocó algo frío. Lo saqué. Era el trozo de vidrio que había recogido poco antes en la playa. En contacto con el aire, la superficie del vidrio se había vuelto opaca y blanquecina. Dentro del agua me había parecido una hermosa joya de color verde, pero ahora no era más que un vulgar trozo de vidrio. Lo lancé con todas mis fuerzas hacia el mar. El vidrio trazó un bonito arco en el aire y cayó dentro del agua con un pequeño chapoteo.
—¿Nos vamos, don Juan Tenorio? —dijo Ôki a mis espaldas.
Don Juan Tenorio se dio la vuelta.
—¡Adelante!
El follaje de los árboles de la montaña del castillo era todavía fresco y nuevo. Habían restaurado el torreón y sus muros pintados lucían un brillante color blanco. Al recorrer el sendero que conducía de la entrada norte a la ciudadela, me había dado cuenta de que habían roturado el frondoso bosque que había a mitad de camino y que, ahora, se levantaba allí un novísimo museo del folclore.
Desde la ciudadela se dominaba la vista de toda la ciudad. Al este, la montaña; al oeste, el mar. Debido a las obras de desecación de los últimos diez años, las calles de la ciudad habían ido invadiendo la bahía y a mí me dio la impresión de que el mar se había vuelto muy pequeño.
—¡Qué vista tan bonita! —dijo ella.
—Es lo único que tiene la ciudad —dije, adoptando, sin querer, un tono de disculpa—. Cuando vengo con alguien, nunca sé qué enseñarle.
—No todas las ciudades tienen por qué estar llenas de famosas ruinas históricas. Además, la visita al templo ha sido muy interesante. Lástima que tu abuelo ya haya muerto. Me hubiera gustado mucho conocerlo.
—Creo que los dos os hubierais llevado muy bien.
—¿Sí?
Enmudecimos y, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, dirigimos ambos la mirada hacia la bahía. Tanto el cabo rodeado por el mar como las islas aparecían moteados, aquí y allá, del rosa pálido de los cerezos silvestres.
—¿Sabes que no me acababa de creer aquella historia? —dijo ella poco después como si me hiciera una confesión—. Era demasiado redonda, demasiado romántica. Pero hoy, cuando he visto la tumba y tú me has dicho: «Es aquí», no he tenido más remedio que creerte.
—Quizá sólo sea un cuento muy elaborado.
Ella reflexionó unos instantes y, luego, me dirigió una mirada traviesa como diciendo: «Pues tienes razón».
—Sí. Es posible que sea algo arriesgado creérmela en un cien por cien. Y eso se puede aplicar a todo lo que se refiere a ti.
—A veces, ni yo mismo sé si algo es real o si lo he soñado. Si en el pasado eso ha ocurrido de verdad o no. Me pasa incluso con personas a las que conocía muy bien. Cuando hace muchos años que han muerto, acaba dándome la sensación de que jamás han estado en este mundo.
La ruta de la ladera sur no estaba tan explotada como la de la ladera norte. El camino seguía siendo estrecho y escarpado, y nos cruzamos con muy poca gente. Tampoco los escalones llenos de musgo ni la desnuda tierra roja habían cambiado apenas. Mientras descendíamos descubrí, entre los frondosos arbustos, lo que buscaba.
—¿Qué sucede?
—Hortensias.
Ella les echó una ojeada y se volvió hacia mí con aire de querer decir: «¿Y qué tienen de raro las hortensias?».
—Aún falta mucho para que florezcan —solté con ligereza, y reemprendí la marcha. Sentía un pequeño temblor en el fondo de mi corazón. Poco después, añadí—: Esta parte apenas ha cambiado.
—¿Venías mucho? —me preguntó.
—No, sólo una vez.
Ella se echó a reír.
—¡No me digas! Hubiera jurado que te pasabas el día aquí.
—Ésa es la sensación que me da, pero sólo vine una vez.
A la vuelta, conduje el coche hasta el instituto. En los parterres del portal habían plantado violetas. Ya estábamos a finales de marzo.
—Aquí es donde estudié —le expliqué, de manera sucinta, desde el coche.
—¡Caramba! —dijo ella bajando la ventanilla—. ¿Entramos un momento?
Aquella escuela que yo veía por primera vez en mucho tiempo aparecía sucia y miserable. El muro de bloques de cemento ennegrecido por la lluvia estaba inclinado hacia el camino. Fuera por las vacaciones de primavera o fuera porque ya se acercaba el anochecer, la escuela estaba desierta. Ni siquiera se veía un alma en los campos de deporte donde, en el pasado, siempre que pasaba por allí, había alumnos del club de fútbol o del club de béisbol practicando.
Accedimos por una entrada lateral.
—¡Qué muerto está todo!
Mi susurro me sonó lejano a mí mismo.
—¡Hacía años que no estaba en una escuela! —exclamó ella con voz alegre, correteando hacia el cuadro de juegos.
Me había quedado atrás. «Aquí es donde estudiábamos los dos», me dije para mis adentros. «Aquí es donde conocí a Aki.» Me daba la sensación de que habían transcurrido muchísimos años. Parecía incluso que todo hubiera sucedido en un mundo lejano, más allá del tiempo. Sintiéndome como Urashima
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, eché un vistazo a mi alrededor y vi que los cerezos estaban en plena floración. En aquella época, yo apenas reparaba en las flores del cerezo. Había dejado el instituto casi sin darme cuenta de que existían. Sin embargo, ahora, al mirarlos, pude comprobar lo hermosos que eran aquellos cerezos alineados uno junto al otro.
En aquel instante, en lo más recóndito de mi corazón, se abrió un agujero tan pequeño como el pinchazo de un alfiler. Y, como si se tratara de un agujero negro, en un instante lo engulló todo. El paisaje de alrededor, el tiempo transcurrido. Y, mientras yo mismo era absorbido hacia aquel pasado que tan lejano me había parecido, resurgió la voz de Aki: «Me ha gustado mucho limpiar los pupitres del aula a la hora de la limpieza. Mientras los iba limpiando, iba leyendo lo que otros habían escrito allí. Había cosas escritas por alumnos que se han graduado hace años. Y también había corazones grabados con el nombre del chico o la chica que les gustaba. No creas, había algunos que me ha sabido mal borrar…».
Ella me hablaba al oído. Con su voz tímida que tanto añoraba. ¿Adónde había ido su dulzura? Toda la belleza, toda la bondad, toda la delicadeza que conformaban aquella personita llamada Aki, ¿adónde habían ido? ¿Seguían todavía ahora corriendo bajo las brillantes estrellas como un tren que circulaba de noche por un campo nevado? Sin determinar su destino. Siguiendo un rumbo que no puede medirse con los patrones de este mundo. ¿O es posible que vuelva alguna vez? Sucede a veces que una mañana, de improviso, encuentras, en el sitio donde lo dejaste, algo que perdiste mucho tiempo atrás. Bonito, con idéntica forma a la que tenía. Y aún parece más nuevo que cuando lo perdiste. Como si alguien desconocido te lo hubiera estado guardando con amor. ¿Volvería, de la misma forma, su corazón a aquel lugar?
Saqué el pequeño frasco de cristal del bolsillo de la chaqueta. Tenía la intención de llevarlo conmigo mientras viviese. Pero no había ninguna necesidad de hacerlo, sin duda. En este mundo hay un principio y un fin. Y en ambos extremos está Aki. Me dio la sensación de que era suficiente con eso.
Al dirigir la vista hacia un rincón del campo de deporte, descubrí a una mujer joven que estaba luchando con todas sus fuerzas para alcanzar el punto más alto de un poste. Abrazada al palo con las dos piernas cubiertas por la falda, iba avanzando una mano tras otra, impulsando, poco a poco, su cuerpo hacia arriba. El sol ya se había puesto y la figura de la mujer, junto con los juegos del cuadro, iba a confundirse de un momento a otro con las tinieblas. Yo había estado un día mirando a Aki desde allí mismo. Cómo iba trepando por el poste de aquel rincón del terreno de juegos envuelta en la luz del ocaso… Pero ya no sabía si aquél era un recuerdo verdadero o no.
Sopló el viento y los pétalos de flor de cerezo se dispersaron. Volaron hasta mis pies. Miré de nuevo el frasco de cristal que tenía en la mano. Me sentí inquieto. ¿No me arrepentiría después? Tal vez sí. Pero, ahora, era tan hermosa aquella ventisca de pétalos de cerezo.
Desenrosqué despacio la tapa del frasco de cristal. Luego dejé de pensar. Dirigí la boca del frasco al cielo, alargué el brazo tanto como pude y tracé un gran arco en el aire. Las cenizas blanquecinas flotaron por el cielo del crepúsculo como una nevisca. Volvió a soplar el viento. Las flores del cerezo se deshojaron y, mezcladas con los pétalos, pronto dejaron de verse las cenizas de Aki.