Read Un grito de amor desde el centro del mundo Online
Authors: Kyoichi Katayama
Tags: #Drama, Romántico
Miramos la luciérnaga, conteniendo la respiración. Tras brillar unas cuantas veces, abandonó el hombro de Aki. Ahora se dirigió, sin vacilar, como cuando había venido, en línea recta hacia los hierbajos de la colina, junto a sus compañeras. Yo la seguí con la mirada, aguzando la vista. Se reunió con el enjambre. Se mezcló con sus compañeras y, pronto, se perdió de vista confundida entre la multitud de pequeñas luces.
Cuando volvimos del viaje escolar, a la enfermedad de Aki la llamaban «anemia aplástica». Aki parecía creerse lo que le habían dicho los médicos, que tenía una disfunción en la médula ósea. Evidentemente, yo tampoco tenía motivos para dudarlo.
Una enfermera me instruyó en la «técnica de la bata». Primero debía ponerme una bata y una máscara de las de la taquilla del pasillo. A continuación, tenía que sustituir mis zapatos por unas zapatillas especiales. Y luego, una vez me había desinfectado las manos en la entrada de la habitación, por fin, ya podía penetrar en ella.
Cada vez que me veía con la bata y la máscara puestas, Aki se desternillaba de risa sobre la cama.
—¡Es que no te pegan para nada!
—¿Y qué remedio me queda? —dije, descorazonado—. Si tu médula es tan perezosa que no produce los glóbulos blancos que debería, ¿qué le voy a hacer yo?
—¿Cómo va la escuela? —me preguntó ella, cambiando de tema.
—¡Uf! Como de costumbre —respondí con lasitud.
—Pronto tendréis los exámenes trimestrales, ¿no?
—Sí.
—¿Estás estudiando?
—Más o menos.
—¡Tengo tantas ganas de volver al instituto! —musitó Aki dirigiendo la vista hacia el otro lado de la ventana.
La enfermera asomó la cabeza por la puerta de la habitación y preguntó si todo iba bien. La saludé con una sonrisa. Como iba a diario, las conocía a todas de vista. Las pruebas solían hacerlas por la mañana. Hasta la cena, teníamos unas horas de paz.
—Viene a vigilar, para que no nos besemos —me dijo Aki en voz baja cuando la enfermera hubo desaparecido—. El otro día, la enfermera jefe me dijo que no me besara con ese novio que venía a verme siempre. Que podría contagiarme los microbios.
Por un instante, me imaginé un montón de microbios pululando en el interior de mi boca.
—Da una impresión rara, ¿no?
—¿Te apetece?
—A mí me da igual.
—Podemos, si quieres.
—¿Y si te contagias?
—En el lavabo está el elixir que uso para las gárgaras. Enjuágate bien la boca primero.
Me bajé la máscara hasta la barbilla y me limpié cuidadosamente la boca con un colutorio bucal. Luego nos sentamos en un extremo de la cama, frente a frente. Me acordé de la primera vez que nos besamos. Darse un beso con semejantes medidas profilácticas originaba una tensión mayor que la del primer día. Nos rozamos los labios con suavidad.
—Hueles a elixir —dijo ella.
—Si esta noche tienes fiebre, no me eches la culpa a mí.
—Habrá valido la pena.
—¿Repetimos?
Volvimos a unir nuestros labios. Aquel beso, intercambiado tras haberme lavado la boca y vestido con una bata verde pálido de cirujano, parecía un rito solemne.
—El año que viene, durante la estación de las lluvias, iremos a ver las hortensias de la montaña del castillo, ¿vale? —dije.
—¡Uf! Quedamos en ir en segundo de secundaria —dijo con los ojos entrecerrados, con la mirada perdida en la distancia—. Sólo hace tres años, pero me da la sensación de que ha pasado muchísimo tiempo.
—Es que han sucedido muchas cosas.
—Sí, es verdad.
Aki pareció ensimismarse en sus pensamientos. Luego:
—Aún falta más de medio año —musitó.
—Así tendrás tiempo de sobra para curarte.
—Ya —asintió con vaguedad—. Pero falta mucho aún. Ojalá hubiésemos ido a verlas cuando todavía me encontraba bien. Si lo hubiera sabido…
—Estás hablando como si no fueras a curarte nunca.
En vez de responder, Aki me dirigió una triste sonrisa.
Un día, cuando llegué al hospital, Aki estaba durmiendo. Su madre, que solía acompañarla, tampoco se encontraba en la habitación. Desde el lado de la cama, me quedé contemplando su rostro dormido. Debido a la anemia, estaba muy pálida. Las cortinas de color crema de la habitación estaban corridas. A fin de evitar la luz del exterior, Aki dormía con la cara ligeramente vuelta hacia el lado opuesto al de la ventana. La luz que se filtraba a través de las cortinas flotaba en la habitación como si fuera polvillo de alas de mariposa. La luz caía sobre su rostro y añadía suaves sombras a su expresión. De pronto, me quedé mirando fijamente su rostro dormido con la sensación de que estaba viendo algo extraño. Y, en aquel instante, me asaltó la angustia pensando que una muerte diminuta, casi invisible, estaba brotando de las profundidades del sueño como si fuera la semilla de la adormidera. En clase de plástica, cuando miras el papel de dibujo bajo la luz radiante del sol, te da la sensación de que el papel inmaculado está, en realidad, cubierto de puntitos negros. Era exactamente la misma impresión.
La llamé. La llamé repetidas veces. Ella inició un pequeño movimiento. Luego movió la cabeza hacia ambos lados, como si estuviera rechazando algo. Lo que cubría su rostro se fue desprendiendo, capa a capa. Su expresión cobró un poco de vida y, luego, sus párpados se abrieron como un pajarito que canta.
—Saku-chan —susurró con extrañeza.
—¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor, después de echar un sueñecito.
Se incorporó sobre la cama, cogió la chaqueta que estaba colgada del respaldo de la silla y se la echó sobre los hombros del pijama.
—Esta mañana estaba muy deprimida —dijo. En su mirada se apreciaban todavía rastros de desolación—. Pensaba en mi muerte y cosas por el estilo. En cómo sería si descubriera que tengo que separarme de ti para siempre.
—¡Qué tonta eres! No tienes que pensar en esas chorradas.
—Sí, ya lo sé —dijo ella con un suspiro—. Me parece que me estoy volviendo miedosa.
—¿Te sientes sola, aquí en el hospital?
Ella asintió con un pequeño movimiento de cabeza.
Cuando la conversación se interrumpía, el silencio pesaba como una losa.
—Es que no me imagino lo que debe ser no estar en este mundo —añadió Aki poco después, como si hablara consigo misma—. Te da una sensación muy rara eso de pensar que tu vida tiene un límite. Ya sé que es algo natural, pero nosotros vivimos sin pensar que son naturales las cosas que lo son.
—Tú piensa sólo en cosas agradables. En cuando te cures, por ejemplo.
—O en cuando me case contigo —dijo como si, más que continuar la conversación, lo que quisiera fuese concluirla.
—¿Qué? ¿Voy a lavarme la boca? —dije y, al fin, logré arrancarle una sonrisa.
Cada vez que la visitaba nos dábamos un rápido beso a espaldas de las enfermeras. Para mí, aquélla era la prueba de que estaba vivo. Como Aki nunca tuvo fiebre por el contagio, teníamos la intención de continuar indefinidamente con nuestro pequeño rito.
—Últimamente, al lavarme el pelo, se me cae a puñados —me dijo.
—¿Es un efecto secundario de la medicación?
Aki asintió en silencio.
Le cogí la mano en un gesto espontáneo. En situaciones como aquélla, nunca sabía qué decir. Para salir del apuro, solté:
—Aunque te quedes calva, te querré igual.
Ella me miró con los ojos como platos.
—¡Qué bruto! No hace falta ser tan explícito, ¿no?
—Lo siento mucho —dije con el corazón. Luego, a modo de disculpa—: En los textos antiguos, «explícito» significa «repentino» e «inesperado», ¿no te acuerdas?
Entonces Aki, de repente, sepultó la cara en mi pecho. Y empezó a sollozar como un niño pequeño. Fue algo inesperado. Me sorprendió, me dejó perplejo. Era la primera vez que la veía llorar. Aquella inestabilidad emocional no sabía si se debía a la enfermedad o si era un efecto secundario de la medicación. Pero yo, aquel día, por primera vez, tomé conciencia de la gravedad de su estado.
La cara de Aki había enflaquecido a ojos vistas. Debido a las náuseas, no podía comer. Se encontraba mal todo el día y no sólo no aguantaba la visión de la comida, ni siquiera soportaba su olor. Los días peores, le bastaba con oír el chirrido del carrito de la comida para que le entraran arcadas. Tomaba una medicina para las náuseas, pero apenas le hacía efecto. Era lógico suponer que le estaban dando una medicación muy fuerte, pero no parecía tener ninguna relación con la anemia. ¿De qué diablos la estaban tratando?
Busqué el apartado «anemia aplástica» en una enciclopedia médica. Ponía que era un tipo de anemia que se originaba por una disfunción de la hematopoyesis en la médula. Aquello era exactamente lo que le habían dicho a Aki. El tratamiento consistía en transfusiones de sangre y medicación con hormonas esteroides. De pronto, mis ojos se clavaron en un apartado de la página siguiente. «Leucemia.» Me acordé de la postal que había escrito en segundo de secundaria pidiendo una canción. Aquella broma insensible ¿no se habría vuelto, tal vez, contra Aki con la forma de un sufrimiento auténtico? Descarté de inmediato una idea tan irracional. Y empecé a leer la descripción de la enciclopedia. Pero, en el fondo de mi corazón, quedaron eternamente unos remordimientos que hablaban, una y otra vez, de futuro.
Tal como Aki temía, empezó a caérsele el pelo. Como lo llevaba largo, las zonas sin cabello eran muy visibles. Cuanto más se prolongaba el tratamiento, más deprimida se sentía.
—Estoy muy asustada, ¿sabes? Y si las medicinas no me hacen efecto, ¿qué pasará? —dijo Aki—. Porque si una medicación con unos efectos secundarios tan fuertes no funciona, pues eso quiere decir que no existe nada que pueda curarme, ¿no?
—Hoy en día, casi todas las enfermedades se curan —dije recordando lo que había leído en la enciclopedia médica—. Especialmente las infantiles.
—¿Infantiles? ¿A los diecisiete años?
—Todavía tienes dieciséis.
—Pronto cumpliré diecisiete.
—En todo caso, eres medio niña, medio adulta.
—O sea, que estoy a medio camino de poder curarme, o no curarme.
La conversación se interrumpió.
—A lo mejor están a punto de encontrar una medicina que te vaya bien.
—Eso espero —dijo alzando hacia mí una cara medio incrédula.
—Cuando hacía primaria, estuve en el hospital con neumonía. Entonces, a mí tampoco me hacían efecto las medicinas que me daban. Probaron una y otra, hasta que encontraron la que funcionaba. Mientras, mis padres estaban preocupadísimos pensando que me moría.
—Ojalá a mí también me encuentren pronto una medicina buena. Porque, a este paso, cuando la descubran, ya estaré muerta.
—Me gustaría estar en tu lugar.
—Si supieras lo duro que es, no lo dirías.
¡Crac! En el aire de la habitación pareció haberse abierto una grieta.
—Lo siento —dijo Aki con voz deprimida—. Por lo visto, más que ponerme buena, lo que debería hacer es preocuparme de que no se me estropee el carácter con la enfermedad. Porque si yo dejara de ser yo y tú me cogieras manía, no sé qué sería de mí, la verdad.
Al día siguiente, Aki me recibió con un gorrito de punto de color rosa pálido.
—¿Qué haces con ese gorro?
Con una sonrisa traviesa, Aki se lo quitó. Inconscientemente, tragué saliva. Parecía otra persona. Se había cortado el pelo. En una noche, su larga cabellera había dado paso a un pelo que, más que corto, estaba casi rapado.
—He pedido que me lo corten —fue ella quien habló primero—. Dicen que, cuando acabe el tratamiento, me crecerá de nuevo, que volveré a tener la melena de antes. ¡Qué le vamos a hacer! Hasta entonces, tengo que animarme y pensar sólo en el tratamiento.
—Veo que has decidido luchar.
—Aunque se me caiga el pelo, ¿me querrás igual?
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
Aki se calló, como si mi tono la hubiese hecho sentirse cohibida.
—Hay conventos, ¿no? —dijo poco después.
—¿Conventos de monjas?
—Antes de ponerme enferma, lo pensaba. Que si tú te murieras, yo me metería a monja.
—¡Vaya cosas más tontas!
—Es que no puedo imaginarme cómo sería casarme con otro, tener hijos, ser madre y envejecer al lado de otra persona.
—Yo tampoco me imagino casado con otra, teniendo hijos y siendo padre. O sea que hazme el favor de curarte.
—Claro —dijo pasándose medrosamente la palma de la mano por la cabeza—. ¿Me sienta bien?
A partir de entonces, las náuseas empezaron a remitir. Puede que se debiera a que su cuerpo ya se había habituado a la medicación. O, tal vez, a que la actitud positiva que había adoptado frente al tratamiento la había ayudado a estabilizarse anímicamente. Seguía sin poder ingerir una auténtica comida. Pero empezó a tomar fruta, gelatina, zumo de naranja y, además, pequeñas cantidades de pan. También empezó a poder leer, aunque poco. Se interesaba por el modo de vida tradicional y por la concepción del mundo de los aborígenes australianos.
—¿Sabes? Antes de coger una planta, le imponen las manos —dijo Aki, explicándome lo que había leído—. Y así lo saben. Si está en pleno crecimiento y es demasiado pronto para comérsela o si ya ha recibido la vida suficiente y se puede comer.
Puse las manos sobre el rostro de Aki.
—Tú todavía estás a medio crecer. Es demasiado pronto para comerte.
—Oye, que va en serio.
—¿Qué dirías que comen los aborígenes?
—Pues… aves, pescado, nueces, fruta, plantas…
—Y canguros, lagartijas, serpientes, cocodrilos, orugas… A mí no me apetecería para nada comer estas cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Que si tú te convirtieras en una aborigen, ya no podrías comer flanes ni galletas.
—¿Por qué sólo te fijas en cosas materiales de este tipo?
—Pues a mí, para que lo sepas, no todos los aborígenes me parecieron tan buena gente como tú dices —aseguré, decidido a hablarle de lo que había visto con mis propios ojos durante el viaje—. También había algunos que se veían dejados, poco sanos. Tipos que bebían durante todo el día, o que mendigaban entre los turistas.
Aki repuso, enfadada:
—¡Eso es porque están oprimidos!
Y no dijo nada más durante un buen rato.
«De hecho, no se trata de los aborígenes», pensé al salir del hospital. En el fondo, su modo de vida y su visión del mundo eran un ideal que Aki contrastaba con su propia existencia, una especie de utopía. O, también, una esperanza, algo que daba sentido a su vida lastrada por la enfermedad.