Un grito de amor desde el centro del mundo (7 page)

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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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También aquel día, a la salida de la escuela, habíamos caminado río arriba y, a la vuelta, nos sentamos en los escalones de piedra del santuario y planeamos una excursión para el largo puente de mayo. Aki quería ir al zoológico. Pero en nuestra ciudad no había ninguno. El más cercano estaba en la capital de la región, que era donde estaba el aeropuerto, y se tardaba dos horas de tren en llegar. Cuatro horas, entre la ida y la vuelta. Yo me habría conformado con ir al mar o a la montaña, que estaban más cerca, pero Aki estaba decidida a ir y me dijo que, si salíamos por la mañana temprano, podríamos disponer de unas cinco horas para divertirnos.

—Nos llevaremos la comida —dijo—. Yo haré la tuya. Así nos ahorraremos el dinero del almuerzo.

—Gracias. Queda lo de los billetes.

—¿Crees que podrás?

Yo tenía dinero ahorrado, de lo que ganaba en la biblioteca. Sólo con que renunciara a comprarme algunos cedés, podía costearme el viaje sin problemas.

—¿Y tu familia?

—¿Mi familia? —dijo Aki ladeando la cabeza extrañada.

—¿Qué vas a decirles?

—Pues que voy al zoológico contigo. Es lo que vamos a hacer, ¿no?

Sí, era cierto. Pero al hacerlo tan explícito, me daba la impresión de que aquélla era una excursión de primaria.

—En los textos antiguos, «explícito» significa «repentino» e «inesperado». ¿Lo sabías?

Ella entrecerró los ojos, mirándome con extrañeza.

—¿En qué estás pensando?

—En nada en especial. Sólo me estaba preguntando qué piensan tus padres de mí.

—¿Que qué piensan mis padres de ti?

—Sí. Si me ven como el futuro marido de su hija.

—¡Pues claro que no! —dijo ella riendo.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Tú y yo sólo tenemos dieciséis años, ¿sabes?

—Redondeando, hacen veinte.

—¿Y qué manera de contar es ésa?

Contemplé vagamente las piernas que asomaban por debajo de su falda. En las tinieblas del anochecer, la blancura de los calcetines era cegadora.

—Es que me gustaría casarme contigo pronto.

—A mí también —dijo ella con sencillez.

—Porque quiero estar siempre contigo.

—Y yo.

—Y si los dos lo queremos, ¿por qué no puede ser?

—Cómo te pones, así, de repente.

Ignoré su observación.

—Porque dicen que el matrimonio es fruto del consentimiento de un hombre y una mujer socialmente independientes, ¿no? Entonces, las personas que, por estar enfermas o por lo que sea, no pueden ser independientes, ¿qué? ¿No pueden casarse?

—Ya vuelves a exagerar —dijo Aki con un suspiro.

—¿Y tú qué dirías que quiere decir ser socialmente independiente?

Reflexionó unos instantes.

—Pues trabajar y ganar dinero, supongo.

—¿Y qué quiere decir ganar dinero?

—No lo sé.

—Pues, mira. Una persona, en la sociedad, desempeña una determinada función de acuerdo con su capacidad. Y el dinero es la recompensa. Ahora, piensa en una persona que tenga la facultad de enamorarse de alguien. ¿Qué habría de malo en que le pagasen si esa persona se enamorara valiéndose de las facultades que tiene?

—No lo sé. ¿No será que algo no vale si no es útil para todo el mundo?

—Pues yo pienso que enamorarse es lo más útil que hay.

—¡Y yo estoy pensando en casarme con un tipo que dice los mayores despropósitos del mundo y se queda tan tranquilo!

—Por más que diga, la mayoría de la gente no piensa más que en sí misma —proseguí—. Con que yo coma bien, vale. Con que yo pueda comprarme lo que quiera, vale. Pero enamorarse de alguien significa pensar primero en el otro. Si yo sólo tuviera un poco de comida, querría dártela a ti. Si tuviera muy poco dinero, antes que comprarme algo que me gustara a mí, te lo compraría a ti. Y, sólo con que tú me dijeras que estaba bueno, ya se me quitaría el hambre y, si tú estuvieras contenta, también lo estaría yo. El amor es esto. ¿Crees que hay algo más importante que eso? A mí no se me ocurre ninguna otra cosa. Las personas que encuentran dentro de sí mismas la facultad de enamorarse hacen un descubrimiento más importante que los que han ganado el Premio Nobel. Y si no se da cuenta, o si no quiere darse cuenta, el ser humano es mejor que se extinga. Que haya una colisión con un planeta, o algo por el estilo, y que desaparezca pronto…

—¡Saku-chan! —Aki dijo mi nombre con la intención de calmarme.

—… y las personas que, sólo porque tienen dos dedos de frente, se creen mejores que los demás, ésos son unos imbéciles. A esos tipos me entran ganas de decirles: «¡Pues mátate estudiando si es lo que quieres!». Lo mismo pasa con ganar dinero. Quien sirva para eso, pues que no haga otra cosa en su vida. Y con lo que gane, que nos mantenga a todos.

—¡Saku-chan!

La segunda vez que me llamó, cerré, finalmente, la boca. El rostro de Aki, con su sonrisa un poco cohibida, estaba muy cerca del mío. Ladeó un poco la cabeza.

—¿Nos besamos? —dijo.

El zoológico era como todos los zoológicos. El león dormía, el cerdo hormiguero estaba rebozado en lodo y el oso hormiguero comía hormigas. El elefante iba de un lado para otro en el interior de su reducto soltando defecaciones enormes, el hipopótamo bostezaba como un bobalicón dentro del agua, la jirafa alargaba el cuello y se comía las hojas de los árboles observándonos desde las alturas. Aki estaba fascinada por los animales y se escurría con resolución entre la gente que se agolpaba ante las jaulas. Ante un lémur decía: «¡Mira, mira lo hábil que es usando la cola!». Llamaba a la iguana dentro de su caja de cristal diciéndole: «¡Eh! ¡Ven aquí!».

¿Dónde está la gracia de pagar para ver jirafas y leones? Un zoológico apesta, eso es todo. Yo sentía un gran interés por la preservación de la naturaleza y los problemas medioambientales, pero eso no quería decir que fuera naturista o ecologista. Yo quería vivir feliz con Aki. Y, para ello, quería preservar la vegetación y la capa de ozono. Sólo eso. Simpatizaba con las ideas de protección de los animales, pero era más porque me enfurecía la arbitrariedad y arrogancia de los seres humanos que matan y maltratan a los animales que porque me compadeciera de éstos. Aki lo interpretaba de manera errónea y me tenía por un dulce amante de la fauna. Por eso me había dicho: «¡Saku-chan! ¡Vayamos al zoo estos días de fiesta! ¡Al zoo!». «Pues está muy equivocada si se cree que me entusiasma ver un mapache o una pitón. Preferiría que me dejara besarla o tocarle los pechos, como mínimo…», pensé yo. Claro que no dije nada. Porque me daba vergüenza.

Almorzamos cerca de la jaula del gorila de las tierras bajas. El gorila estaba sentado en un rincón de la jaula rascándose el sobaco. De vez en cuando, aproximaba la nariz y hacía ademán de olérselo. Al principio me pareció que estaba muy preocupado por su olor corporal. Pero lo repitió tantas veces que acabé pensando que se trataba de un tic nervioso.

—Saku-chan, ¿aún tienes las cenizas de la mujer de la que estaba enamorado tu abuelo? —me preguntó Aki después de comer, mientras nos tomábamos una lata de té.

—¡Claro! Es su última voluntad.

—Sí, por supuesto —sonrió ella.

—¿Por qué?

Aki estuvo reflexionando unos instantes.

—Tu abuelo se casó con otra mujer, ¿no?

—Sí. De ahí vengo yo.

—¿Y qué clase de matrimonio debió de ser?

—¿El de mi abuelo y mi abuela?

Ella asintió.

—Mi abuela murió joven y no me acuerdo mucho de ella. Pero yo diría que fue un matrimonio normal y corriente. No creo que se llevaran mal. Porque su hijo es un cachazas.

—¿Un cachazas?

—Sí, mi padre. Y ya sabes lo que dicen. Que de matrimonios que se llevan mal salen hijos problemáticos o inquietos.

Ella no respondió.

—¿De cuál de las dos maneras se debe de ser más feliz?

—¿De qué maneras?

—Sí. ¿Qué es mejor? ¿Vivir con la persona a la que quieres, o estar enamorado de una y casarte con otra?

—Pues vivir con la que quieres, diría yo.

—Pero, al vivir juntos, descubres sus defectos, ¿no? Y te peleas por tonterías. Y esto se va repitiendo un día tras otro hasta que, muchos años después, llega un momento en que ya no debes de sentir nada por esa persona. Puede pasar, ¿no? Por más que la hayas querido al principio.

Hablaba muy convencida.

—¡Qué pesimista eres!

—¿Tú no lo ves así, Saku-chan?

—No. Yo lo veo de una manera más positiva. Suponte que ahora estás muy enamorada de alguien. Pues bien, dentro de diez años lo estarás aún más. Incluso habrán empezado a gustarte los defectos que te fastidiaban al principio. Y, cuando hayan pasado cien años, estarás loca por cada uno de los pelos de su cabeza.

—¿Cuando hayan pasado cien años? —dijo Aki riendo—. ¿Tantos años piensas vivir?

—Eso de que los novios que llevan mucho tiempo juntos se hartan es una gran mentira. Míranos a nosotros. Llevamos saliendo casi dos años y no nos hemos cansado lo más mínimo.

—Sí, pero nosotros no vivimos juntos.

—¿Y qué malo hay en vivir con alguien?

—Pues que si viviéramos juntos, tú verías mis defectos.

—¿Como cuáles, por ejemplo?

—No te los pienso decir.

—¿Tan horribles son?

—Sí —dijo ella bajando la mirada—. Seguro que me cogerías manía.

Me sentí rechazado.

—¿Sabes? Hay un mito antiguo en el que el amor de una pareja de enamorados logra mover la tierra —dije rehaciéndome—. Son un chico y una chica que se quieren muchísimo, pero ocurre algo, no sé qué, y tienen que separarse. Creo que se meten por medio el padre o los hermanos de ella.

—¿Y qué pasa entonces?

—Los separan a los dos. A él se lo llevan a una isla a la que es imposible llegar en barca. Pero su amor es muy fuerte. Tanto que la isla, que está a muchísimos kilómetros, se va acercando al continente hasta que, al final, se queda pegada a él. El amor de los dos ha tirado de la isla.

Miré el efecto que le habían causado mis palabras. Aki mantenía los ojos bajos y parecía estar reflexionando.

—En la antigüedad, la gente debía de creer que el poder de una persona que piensa en otra es increíblemente fuerte, ¿no? —proseguí—. Tanto como para mover una isla. Seguro que hubo un tiempo en que la gente veía esta fuerza como algo normal, o que incluso la experimentaban en ellos mismos. Pero llegó un momento en que el hombre dejó de usar esta fuerza que poseía en su interior.

—¿Y por qué debió de ser?

—Pues porque, si la hubiesen utilizado siempre, habrían acabado armándola muy gorda. Imagínate. Si cada vez que se enamoraran un hombre y una mujer las islas se pegaran y despegaran, la geología cambiaría a una velocidad de vértigo y los del instituto topográfico no pararían. Además, las luchas por amor serían de lo más encarnizado. Piensa en una batalla entre tipos que pueden mover islas a su antojo. ¡Fiu! Eso no podrían aguantarlo ni ellos.

—Sí, claro —asintió ella, convencida.

—Así que debieron de considerarlo un desgaste excesivo, y de lo más improductivo, y decidieron encauzar sus energías hacia la caza y la recolección.

—¡Oh, no! Ahora me recuerdas al profe de orientación profesional —dijo ella riéndose divertida.

—¿Qué?

Aki puso una voz ronca, muy poco natural.

—«¡Hirose! Tener novio está bien, pero deberías estudiar más. No puede ser que suspendas las matemáticas.»

—¿Eh?

—«Ten cuidado, en especial, con ese tal Matsumoto. No pases tanto tiempo con ese chico, que puede arruinar tu vida. Es un chico que, cuando se obsesiona, es capaz de arrastrar islas sin reparar en las consecuencias» —en este punto, Aki volvió a poner su voz normal—. ¡Uf! Ya falta poco para los exámenes.

—A partir de mañana, ¡a estudiar!

Aki asintió con aire lúgubre.

—Pero, hasta entonces, vivamos para el amor.

Cuando, desde la estación del tren, nos dirigíamos al zoológico, a fin de evitar las aglomeraciones, habíamos pasado por unas callejuelas estrechas. A medio camino, había descubierto un hotel que se alzaba solitario. De una ojeada, me había dado cuenta de qué tipo de hotel se trataba. Aunque había pasado por delante como si nada, por el rabillo del ojo me había fijado en la luz verde de «habitaciones libres» y en la tarifa «por tardes», y las había grabado en mi cerebro. Y había comparado la tarifa con el dinero que me quedaba, tras descontar el precio del billete de vuelta.

De regreso, volvimos a pasar por la callejuela. Aún faltaba para el anochecer. La luz verde de habitaciones libres seguía encendida. Conforme nos íbamos acercando al hotel, un incómodo silencio fue cayendo sobre nosotros. Nuestros pasos se hicieron más y más pesados hasta que, al llegar frente al hotel, ya casi se habían detenido por completo.

—Tú no querrías entrar en un lugar así, ¿no? —pregunté yo mirando todavía hacia delante.

—¿Y tú? —me preguntó ella a su vez con la mirada baja.

—A mí tanto me da.

—¿No te parece que todavía es demasiado pronto?

Silencio.

—¿Y si miráramos sólo un poco cómo es? Entramos, y si nos parece raro, pues salimos enseguida.

—¿Tienes dinero?

—Sí.

Empujamos una puerta recia y pesada, similar a las que hay en los restaurantes caros, y penetramos medrosamente en el interior del edificio. Estaba tan nervioso que temía vomitar el almuerzo, pero, al recordar al gorila de las tierras bajas que se olía el sobaco, logré aguantarme. Contrariamente a lo que esperaba, el vestíbulo era luminoso, y parecía higiénico. Tampoco se veía la figura solitaria de ningún recepcionista.

—¡Qué silencio!

En la pared del fondo del vestíbulo había una máquina parecida a las que dan cambio en los salones recreativos. Por lo visto, al meter el dinero y pulsar el botón de la habitación que querías, te caía la llave sobre la bandeja. Así podías utilizarla sin tener que darle explicaciones a nadie. Yo estaba hurgando en el bolsillo de los pantalones para sacar la cartera.

—No quiero —dijo Aki en voz baja—. A mí no me gustan estos sitios.

Detuve la mano que se disponía a sacar la cartera y, a cambio, me di unos golpecitos en el trasero.

—¡Oh, sí! Claro.

—Vamos.

Empezamos a andar por la callejuela en dirección a la estación. Ninguno de los dos habló durante largo tiempo. Me daba la sensación de que el anochecer se aproximaba a pasos agigantados.

—Pues sí, era un sitio bastante raro —dije cuando ya se veía la estación en la distancia.

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