Un grito de amor desde el centro del mundo (8 page)

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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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Ella no repuso nada.

—¿Me das la mano? —dijo.

3

Por las vacaciones de verano, hice un trabajo sobre el libro
No llegaron a partir
, de Toshio Shimao. El protagonista es un capitán de los kamikazes que, a finales de la guerra del Pacífico, recibe del cuartel general la consigna de efectuar un ataque suicida. Consciente de que ha llegado su hora, espera junto a sus hombres la orden de despegar. Pero ésta no llega jamás. Suspenso en un paréntesis entre la vida y la muerte, el protagonista se entera de la rendición incondicional de Japón.

Durante aquel tiempo, tampoco nuestra relación experimentó ningún avance. Vernos, nos veíamos todos los días, pero apenas teníamos ocasión de besarnos. ¿Cómo podía acabar con aquella situación de estancamiento y lograr que alcanzáramos el estadio de las «relaciones físicas»? Inmerso en el desconcierto, musité: «¿No llegaron a partir?». En la novela, el protagonista dice rememorando el pasado: «Fue muy difícil sobrellevar la pesada carga de los días que sucedieron a la suspensión de la orden de despegar». Así era exactamente como me sentía yo. Lamentaba lo ocurrido aquel día de mayo cuando habíamos ido al zoológico. Vivía como una vergonzosa renuncia haber salido del hotel, sin más, una vez que ya habíamos entrado. Me veía a mí mismo como un ejemplar en extinción. En los tiempos en que el hombre no era todavía un animal racional, un macho tan apocado como yo seguro que se habría ido de este mundo sin dejar descendencia.

Mientras me atormentaba de este modo, transcurrió medio verano. Una vez cada dos días iba a nadar a la piscina de la escuela. Allí veía a un montón de conocidos. Hacíamos carreras de cincuenta metros y el que las perdía pagaba las hamburguesas que nos comíamos, de regreso, en el McDonald's. Un día me encontré a Ôki. Como él estaba en el departamento de comercio, tenía pocas oportunidades de hablar con él. Por lo visto, seguía con las prácticas de judo que había empezado en secundaria y ahora tenía un cuerpo tipo Arnold Schwarzenegger.

Tras nadar un rato juntos, tomamos el sol al borde de la piscina. Cerca crecía un enorme alcanforero. Me tendí debajo y me quedé contemplando las hormigas que iban acarreando laboriosamente la comida hacia su hormiguero.

—¿Vamos a nadar? —me preguntó Ôki.

—¿Qué crees que hay de divertido en la vida de las hormigas?

—Si no te bañas, me voy yo solo.

—¿Cómo crees que disfrutan las hormigas?

—Pues comiendo bichos muertos o bichos más débiles que ellas, supongo.

Habló con tanta seriedad que me hizo gracia y me eché a reír.

—¿Qué pasa? —dijo él un poco ofendido.

—¿Es divertido el judo?

—Pues sí —dijo haciendo ademán de irse. Luego, tras vacilar un instante, añadió—: Tú sales con Hirose, ¿verdad?

—Pues sí —esta vez fui yo quien lo dijo.

—Uno de los mayores del club de judo va detrás de ella. Así que ándate con cuidado.

—¿Quién?

—Tachibana.

—¡Ah! Ése es un fantasma.

—Ése, a ti, te machaca —dijo con tono de querer decir que yo estaba muy equivocado—. El otro día, durante las fiestas, en el cine, unos tipos del Instituto de Pesca le hincharon las narices y él dejó medio muerto a tres.

—¡Qué miedo! —dije yo.

La luz que se vertía del cielo hacía brillar la superficie del agua. En el fondo, pintado de azul, unos aros transparentes de luz se abrían y cerraban. Los baldosines negros que marcaban la distancia desde el extremo de la piscina se deformaban en ondulaciones bajo el agua. Absorto, dejé de oír los ruidos a mi alrededor. Sólo veía el pausado vaivén del agua.

—¿Y tú, con Hirose, hasta dónde has llegado? —me preguntó Ôki un poco después.

—¿Hasta dónde?

—Vamos…, que si ya habéis follado.

—Los de judo sois unos patanes —dije con los ojos cerrados.

—Yo sólo me preocupo por ti —dijo, descorazonado.

—¿Qué quieres decir?

—Si aún no lo has hecho, hazlo ya —por lo visto, Ôki no pensaba en otra cosa. Aunque la verdad era que yo tampoco—, y entonces, a lo mejor, Tachibana pasará de ella.

«¡Imbéciles!», pensé. Ir a por ella, pasar de ella. Me repugnaban los fanfarrones que iban por ahí diciendo «mi mujer» o «mi novia». Si a ese retrasado mental de judo, a ese tal Tachibana, tanto le gustaba Aki, que fuera y se lo dijera directamente a ella. ¿Qué sentido tenía lo de que «si follábamos, a lo mejor, él pasaría de ella»? Aki no era propiedad de nadie. Aki sólo se pertenecía a sí misma.

—Los de judo sois un poco cortos —dije.

—¡Oye, que me cabreo! —dijo como si ya estuviera medio enfadado.

—No te mosquees, hombre.

Soltó un hondo suspiro.

—Si quieres, te arreglo la cosa.

—¿El qué?

—El lugar de la cita, la situación. Seguro que allí funciona.

Achiqué los ojos, dubitativo.

—No me digas que los de judo hacéis ahora de alcahuetes.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Veo que te tomas muchas molestias por mí.

—Cuando estaba en el hospital con la pata rota, Hirose y tú vinisteis a verme —dijo Ôki, conmovido—. Me alegraban mucho vuestras visitas.

—Hace mucho de eso.

También yo me puse un poco sentimental al oírlo. Recordé cómo Aki y yo habíamos ido paseando hasta el castillo. Los dos estábamos emocionados.

—Bueno, ¿te interesa lo que te cuento o no?

—Te escucho.

—Aquí no es un buen sitio —dijo echando un vistazo a su alrededor—. ¿Y si nos vamos al McDonald's?

—¿Al McDonald's?

—Tengo hambre.

—Yo no.

—Yo sí —Ôki remarcó enfáticamente el «yo». En un abrir y cerrar de ojos se desvanecieron mis sentimientos nostálgicos—. ¿Quién dijo que ésta era una época triste donde la amistad se compraba con dinero?

—Yo nunca lo había oído —repuse. Y al levantarme, dejé caer—: Un Big Mac y una ración grande de patatas fritas, ¿trato hecho?

4

La casa de Ôki estaba en un pueblo de la costa y sus padres se dedicaban al cultivo de perlas. En secundaria, él recorría cada día en bicicleta los cinco kilómetros que había hasta la escuela. Ahora decía que los entrenamientos de judo eran muy duros e iba en autobús. Yo había ido varias veces a visitarlo. Su casa estaba junto a la orilla del mar y, frente a ésta, había una balsa para el cultivo de perlas de un tamaño similar al de una pista de tenis. Nos dejaban nadar allí. El extremo de la balsa estaba a más de diez metros de la orilla, y en aquel punto ya no se veía el fondo del mar. Nosotros cogíamos carrerilla sobre la pasarela de la balsa y, una y otra vez, nos zambullíamos en el agua. Por más lejos que saltáramos, por más hondo que nos sumergiéramos, el mar poseía una amplitud asombrosa, una profundidad de espanto. Cuando teníamos hambre, comprábamos leche y bollos en la cooperativa de pescadores y nos los tomábamos sobre la balsa. Y volvíamos a nadar. Debajo se agrupaban un montón de pececillos. Cogíamos algunos mejillones adheridos a la balsa, los abríamos con una roca y utilizábamos su carne como cebo para pescar. Incautos, picaban
kawahagi
y
mebaru
que pasaban a formar parte de nuestra cena.

Las familias que cultivaban perlas solían tener barcas o botes. Lo habitual era que contaran con cuatro o cinco y que, como mínimo, uno de ellos estuviera libre. Según Ôki, de abril a junio, que es cuando hacen la implantación en la perla, estaban muy ocupados, pero luego no tenían demasiado trabajo. Así que podíamos tomar sin permiso una barca con motor fuera borda y disponer de ella durante unas horas. Según Ôki, sus padres ni siquiera se enterarían de que había desaparecido.

Mar adentro, a un kilómetro de la casa de Ôki, había una pequeña isla llamada Yumejima. Diez años atrás, una compañía de barcos de vapor de la región había intentado construir en ella un centro de ocio compuesto por baños de mar, un parque de atracciones y un hotel. Sin embargo, el banco que lo financiaba tuvo problemas de gestión y se retiró del proyecto. Al perder el apoyo financiero del banco, la compañía de barcos de vapor congeló temporalmente las obras. Poco después también quebró la empresa, con lo que el proyecto quedó abortado por completo.

—Casi todas las instalaciones ya están listas —dijo Ôki mascando patatas fritas a dos carrillos—. Desde casa se ven la noria y la montaña rusa.

—¿Y por qué no retoma el proyecto otra empresa? —dije bebiendo café—. Si ya casi está listo.

—Porque está clarísimo que si lo abrieran al público perderían cientos de millones cada año —dijo Ôki dándoselas de enterado.

Pensé en las instalaciones en ruinas de la isla. En la época en que ingresé en primaria, cada año había un concurso de pintura sobre Yumejima. Los niños dibujaban sus fantasías sobre la isla y un jurado, en el que se incluían el alcalde y el presidente de la compañía de barcos de vapor, otorgaba el premio y la dotación económica. El ganador recibía costosos regalos, como podían ser una bicicleta o un ordenador. Y nosotros imaginábamos la isla como una ciudad del futuro y enviábamos nuestros dibujos al concurso.

—Pero puede usarse —prosiguió Ôki, dándole un gran mordisco a la Big Mac—. En especial, el hotel.

Agucé el oído. Ôki asintió con aire cómplice.

—Actualmente, el hotel de la isla se ha convertido en la casa de citas de los chavales que tienen barca de la zona —dijo—. Los viernes y sábados por la noche van allí en barca y follan con sus novias en las camas del hotel.

—¿De verdad? —dije adelantando la parte superior del cuerpo.

—Un día en que los de judo fuimos a pescar a la isla, registramos el hotel. Y las habitaciones estaban llenas de condones usados.

—¡Hum! —gruñí bebiéndome el café ya tibio.

—Así que tú puedes llevar a Hirose allí y echar un polvo.

—¿En una habitación llena de condones usados?

—¡Jo! ¡Qué fuerte! ¿No?

Sin embargo, Aki, que había mostrado su repulsión hacia un hotel claro y limpio, parecido a un hotel económico normal y corriente, ¿apreciaría la morbosa emoción de la isla? ¿Y si, una vez allí, no sólo se negaba sino que, encima, le daba un patatús? Entonces, ¿qué? ¿Echar un polvo mientras se hallaba fuera de juego?

—¿Y se puede ir a la isla así, por las buenas? ¿Entrar en los edificios y demás?

—Bueno, yo diría que es propiedad privada, pero no hay nadie que vigile.

—Tampoco me gustaría encontrarme a los chicos del pueblo.

—No pasa nada. Ésos van los fines de semana. Tú puedes ir un martes o un miércoles.

—¿Y tú nos llevarías a la isla?

—Sólo con que me pagues el carburante.

—A partir de hoy te llamaré «Ryûnosuke, el barquero».

—¡Trato hecho, entonces, don Juan Tenorio!

—¿Quién? ¿Yo?

Mientras seguía hablando con Ôki, ya había empezado a pensar qué pretexto podía darle a Aki para llevármela conmigo a la isla.

5

Salí de casa a las seis de la mañana y me encontré con Aki en la parada del autobús. A mis padres les había dicho que iba de excursión. Que cerca de casa de un amigo había un sitio donde podíamos acampar. Y que, como estaba junto al mar, allí podríamos pescar y bañarnos. «En caso de emergencia, podéis llamarme a este número», les dije, entregándoles un papel con el número de teléfono de casa de Ôki. Con que supieran adónde iba, mis padres se quedaban tranquilos y no hacían demasiadas preguntas. Además, a grandes trazos, era cierto lo que les había contado. Que iba a acampar cerca de casa de Ôki.

—¿Y quién es la novia de Ôki? —me preguntó Aki en el autobús.

—Pues no lo sé muy bien. Por lo visto, está en el departamento de comercio.

—¿Y cómo es que Ôki nos ha invitado?

—¿Te acuerdas de cuando fuimos a visitarlo al hospital en secundaria?

—¿Cuando lo ingresaron con la pierna rota?

—Sí, por lo visto se puso muy contento cuando fuimos a verlo.

—¡Qué cumplidor! ¿No?

Pero, cuando bajamos del autobús, la novia del cumplidor Ôki había dejado de poder venir con nosotros.

—¡Qué lástima! —exclamé como si tuviera el corazón destrozado.

—Sí. ¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —dijo Ôki.

—¡Qué le vamos a hacer! Pues vayamos los tres.

—Sí. Vamos. Vamos.

Cargamos nuestras cosas en la barca, amarrada en la balsa de las perlas.

—¿Y tu bolsa, Ôki? —preguntó Aki.

Le dirigí a Ôki una mirada incendiaria.

—Pues, yo…

—Su parte la llevo yo —improvisé, veloz como una centella—. Ya que él nos deja la barca.

—Eso, eso. Yo ya pongo la barca.

Tras cargar las bolsas, fuimos embarcando uno tras otro. Era un bote de fibra de vidrio con capacidad para cuatro personas, y en la popa llevaba un viejo motor fuera borda.

—¡Allá vamos! —dijo Ôki, animoso.

—¡Adelante! —le secundé yo.

Aki estaba sentada en medio del bote con aire poco convencido. Era temprano y una neblina blanca cubría la bahía. Entre la neblina emergían la balsa de cultivo de perlas y unas boyas de plástico. Desde lo alto del cielo, los rayos del sol se vertían sobre el mar a través de la niebla. Al rasgar la superficie del agua, la quilla de la barca levantaba salpicaduras transparentes que brillaban al sol de la mañana. Al salir a alta mar, la niebla se disipó. Un milano sobrevoló la barca describiendo grandes círculos. De vez en cuando nos cruzábamos con un barco que volvía de pescar. Cada una de las veces, Aki les agitaba la mano. Los tripulantes del pesquero siempre le devolvían el saludo. Junto al motor, Ôki, cegado por la luz del sol, la miraba con los ojos entrecerrados.

Conforme nos íbamos acercando a la isla, la noria y la montaña rusa se veían más y más grandes. Antes de llegar al parque de atracciones se encontraban los baños, con sus casetas, duchas y otras instalaciones. Todo se hallaba en un estado lamentable, oxidado, a merced de la lluvia y del aire salobre del mar. Ahora, el sol ya estaba alto en el cielo y los pilares de la noria, llenos de desconchones en la pintura, brillaban en rojo óxido.

A la izquierda del parque estaba el embarcadero, y más allá, en una colina que había detrás, se alzaba, blanco, un hotel de hormigón. El pie del embarcadero también estaba teñido de rojo orín. No había ni dique ni rompeolas. La isla estaba en un mar interior y, a menos que hubiera un tifón o una borrasca, el mar estaba siempre en calma. Ôki aflojó la válvula reguladora y la barca enfiló despacio hacia el muelle. Al mirar el mar desde popa, se veían unos bancos de pececillos azules y amarillos que nadaban por un agua iluminada por los brillantes rayos del sol. Un poco más allá del embarcadero flotaban montones de medusas blancas.

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