Read Un grito de amor desde el centro del mundo Online
Authors: Kyoichi Katayama
Tags: #Drama, Romántico
—Ellos creen que todo lo que hay encima de la Tierra existe por una razón determinada —dijo en otra ocasión—. Que, en el universo, todo tiene un propósito y que las mutaciones espontáneas y las casualidades no existen. Que si pensamos así es porque no podemos entenderlo. En resumen, que el ser humano no tiene la suficiente inteligencia para comprenderlo.
—Me pregunto qué razón habrá para que nazca un niño acéfalo.
—¿Y eso qué es?
—Un bebé que nace sin cerebro. Claro que hoy en día se estudia utilizar su corazón para trasplantarlo a niños que sufren graves enfermedades cardíacas. Quizá eso signifique que se ha descubierto la razón por la que nacen los niños acéfalos.
—Yo diría que es un poco distinto. Comprender no es lo mismo que utilizar.
Debido al largo periodo de anemia, Aki estaba muy pálida. Seguían haciéndole transfusiones. Había perdido gran parte del cabello.
—¿Crees que también hay alguna razón para la muerte de las personas? —pregunté yo.
—Sí.
—Entonces, si hay una razón o un propósito, ¿por qué queremos escapar a ella?
—Porque aún no podemos entenderla bien.
—Un día hablamos del paraíso, ¿no? Tú dijiste que no creías ni en el otro mundo ni en el paraíso, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo.
—Si la muerte tiene algún sentido, ¿no crees que es incongruente negar la existencia del otro mundo y del paraíso?
—¿Por qué?
—Porque al morir todo acaba, ¿no? Y si no existe un después, es imposible que la muerte tenga un sentido.
Aki dirigió la vista al otro lado de la ventana y pareció quedarse reflexionando sobre lo que le había dicho. Entre los frondosos árboles de la montaña del castillo asomaba el blanco torreón. Unos milanos lo sobrevolaban.
—¿Sabes? Creo que lo que tenemos en el presente lo comprende todo —dijo ella al final, escogiendo cuidadosamente las palabras—. Ahí está todo, no falta nada. Por lo tanto, no hay ninguna necesidad de pedir lo que nos falta a Dios ni de buscarlo en el otro mundo o en el paraíso. Porque ya existe. Y creo que lo más importante es, precisamente, buscarlo —hizo una pausa—. Y lo que no existe, aquí y ahora, tampoco existirá después de la muerte. Sólo lo que hay, aquí y ahora, lo seguiremos teniendo después de muertos. ¿Me entiendes? Es que no sé expresarme bien.
—Mi amor por ti existe aquí y ahora y, por lo tanto, seguro que existirá después de la muerte —proseguí su razonamiento.
—Sí, exacto —asintió Aki—. Eso es lo que quería decir. Por eso, no tiene ningún sentido entristecerse o tener miedo.
Desde la ventana de la cafetería del hospital se veía un cielo cubierto por unos grises nubarrones bajos. Yo estaba sentado frente a la madre de Aki, un poco tenso. Sobre la mesa había dos tazas de café, ya medio frías.
—Quería hablarte de la enfermedad de Aki —dijo. Tras haber estado un rato charlando de cosas sin importancia, la madre de Aki abordó el tema con una cierta brusquedad—. Sakutarô, ¿has oído hablar alguna vez de la leucemia?
Asentí. Mi corazón empezó a latir con violencia. Me dio la sensación de que por mis venas corría alcohol helado.
—Entonces, ya debes de saber de qué tipo de enfermedad se trata —dijo tomando un sorbo de agua—. Quizá lo hayas comprendido ya, pero Aki tiene leucemia. Ahora está tomando unos medicamentos para destruir las células enfermas. Eso es lo que le provoca los vómitos y la caída del cabello.
La madre de Aki alzó el rostro como si espiara mi reacción. Yo asentí en silencio. Ella lanzó un hondo suspiro y prosiguió:
—Por lo visto, gracias a la medicación, ya han sido destruidas gran parte de las células malignas. El médico dice que Aki se encontrará mejor durante un tiempo y que incluso podrá dejar el hospital. Pero es imposible destruir todas las células malignas de una vez. Los medicamentos son muy fuertes y se tiene que repetir el mismo tratamiento muchas veces. Por lo visto se necesitan, como mínimo, dos años, a veces cinco.
—¿Cinco años? —solté, sin pensar. ¿Aquel sufrimiento tendría que durar cinco años más?
—Ya se lo he consultado al médico y, cuando Aki se encuentre mejor y pueda dejar temporalmente el hospital, querría llevarla a Australia. Se perdió el viaje escolar, con la ilusión que le hacía ir. Y cuando rebrote la enfermedad, tendrá que volver al hospital y concentrar todas sus energías en el tratamiento. Así que me gustaría llevármela antes a Australia.
Ella se interrumpió y me miró.
—Sakutarô, ¿te gustaría venir con nosotros? Sé que Aki se alegraría mucho de que vinieras. Claro que, si aceptas, tendré que pedírselo también a tus padres.
—Iré —dije sin vacilar.
—¡Qué bien! —dijo la madre con alivio—. Gracias. Estoy segura de que Aki estará muy contenta. Por cierto, no le digas qué enfermedad tiene. El médico opina que, de momento, lo mejor es que siga creyendo que es anemia aplástica. Evidentemente, llegará un día en que tendrá que saberlo. Tratándose de una enfermedad con un tratamiento tan largo. Pero creo que es mejor esperar a ver cómo van las cosas antes de decírselo.
Con el ordenador de la biblioteca, busqué libros que hablaran sobre la leucemia y me leí, de cabo a rabo, todo lo que ponían. Leyeras el libro que leyeses, su información coincidía con lo experimentado por Aki aquel último mes, tanto respecto al curso de la enfermedad como al tratamiento. Por lo visto, los efectos secundarios que habían ido apareciendo, uno tras otro, se debían a la medicación contra la leucemia. Al atacar las células malignas, destruía también los glóbulos blancos buenos, por lo cual el enfermo era muy vulnerable al contagio de microbios y hongos. No me fue difícil imaginar por qué me habían enseñado la técnica de la bata. En uno de los libros ponía que actualmente, en el setenta por ciento de casos de leucemia, se producía un restablecimiento temporal y que, entre éstos, había casos en los que se lograba la curación total. ¿Quería eso decir que, aún hoy en día, era raro que alguien se curara por completo?
A la vuelta del colegio, al levantar los ojos al cielo, vi unas nubes blancas que brillaban bañadas por el sol de invierno. Parado en medio de la calle, me quedé largo tiempo contemplándolas. Me acordé de los cúmulos que había visto cuando habíamos ido los dos a la isla durante las vacaciones de verano. La piel blanca de Aki, su cuerpo sano, todo había sido apartado hacia el pasado. Fui incapaz de pensar durante un rato. El timbrazo de una bicicleta a mis espaldas me devolvió a la realidad. Cuando volví a alzar los ojos al cielo, debido a la luz cambiante del sol, las sombras de las nubes se habían hecho más profundas. ¡De qué manera tan veloz, tan trágica, transcurría el tiempo! La felicidad era como aquellas nubes que cambiaban de apariencia a cada instante. Brillaban doradas, o se teñían de gris, sin permanecer más que un momento en el mismo estado. Las horas más radiantes pasan de largo veloces, como un capricho o como una broma.
Me acostumbré a rezar para mis adentros antes de ir a la cama. Ya no me preguntaba si Dios existía o no. Necesitaba algo parecido a Dios como receptor de mis plegarias. Claro que, a aquello, más que plegaria, tal vez debería llamarlo trato. Yo quería negociar con un ser poderoso que trascendiera a la inteligencia humana. Si Aki se curaba, yo me ofrecía en su lugar. Mi preocupación por Aki era tan grande que yo había dejado de importarme. Del mismo modo que la luz del sol oculta otras estrellas.
Aunque todas las noches me dormía pensando en ello, rezando, por las mañanas me despertaba sano, y la que seguía padeciendo a causa de la enfermedad era Aki. Yo también sufría, pero mi dolor no era más que un vano intento de experimentar el suyo.
Su estado mejoraba, volvía a empeorar, y vuelta a empezar. De forma paralela, ella se animaba y deprimía, una vez tras otra. Había días en que charlaba por los codos, llena de alegría; en otros, visiblemente abatida, le dijera lo que le dijese, a duras penas lograba arrancarle una respuesta. En estos días, yo sentía que Aki ya no me necesitaba, y permanecer en la habitación se convertía en un penoso deber.
Recordando lo que había leído en los libros, me pregunté si Aki no estaría reaccionando de manera negativa a la medicación contra la leucemia. Si el tratamiento no surtía efecto, a menos que se efectuara un trasplante de médula ósea, las posibilidades de curación eran nulas.
Cuando Aki se encontraba mejor, hablábamos de Australia mientras hojeábamos algunas guías turísticas, pero ninguno de los dos acabábamos de creernos que pudiéramos ir algún día. Tampoco la madre de Aki había vuelto a hablarme del viaje.
—Con lo horrible que es el tratamiento, la enfermedad debe de ser mala, seguro —dijo Aki, en la cama, con los ojos cerrados y expresión de dolor.
—Aunque la enfermedad fuese mala, si te hacen seguir un tratamiento tan duro es sólo porque piensan que vas a curarte —dije haciendo lo imposible por dar un enfoque positivo a la realidad que ella estaba afrontando—. Si no hubiese perspectivas de curación, no te harían sufrir tanto.
Ella ignoró mi razonamiento y prosiguió, quejosa:
—A veces me entran ganas de escaparme del hospital —dijo—. Todos los días tengo un miedo horroroso de hartarme del tratamiento, de no querer seguirlo más.
—Estoy contigo.
—Mientras tú estás aquí, todo va bien. Pero una vez que te has ido a casa, después de cenar, cuando se acerca la hora de apagar las luces, me entra un pánico terrible, no sé, como si no pudiera seguir más aquí.
Debido a una fiebre muy alta, estuve unos días sin que me dejaran verla. Por lo visto, Aki había cogido una infección debido a la disminución del número de glóbulos blancos en la sangre. Le habían suministrado antibióticos, pero la fiebre no bajaba. Empecé a albergar dudas sobre la eficacia del tratamiento que recibía en el hospital. Según había dicho la madre de Aki, gracias a la medicación contra la leucemia la enfermedad solía remitir por un tiempo. Había planes de llevarla a Australia en cuanto esto sucediera. Sin embargo, el hecho de que, por más días que pasasen, no hablaran de darle el alta significaba que no habían conseguido controlar la enfermedad. ¿Tan terrible era? ¿O es que el tratamiento fijado por los médicos no era el correcto? En cualquiera de los casos, si las cosas no cambiaban, el cuerpo de Aki iba a ser el que sucumbiera primero.
—Quizá ya no tenga remedio —dijo Aki.
Cuando al fin logré verla tenía los labios rojos como resultado de la fiebre.
—No es verdad.
—Ya me estoy haciendo a la idea.
—¡No puedes acobardarte de ese modo!
Inconscientemente, le hablé con dureza.
—Hasta tú me riñes, Saku-chan —dijo ella bajando los ojos con aire desamparado.
—Nadie te está riñendo —dije. Luego, al volver a pensar sobre ello, le pregunté—: ¿Te riñe alguien?
—Todo el mundo —dijo—. Que si tengo que esforzarme más, que si tengo que comer para coger fuerzas. Y cuando les digo que no puedo comer porque tengo unas náuseas muy fuertes, van y me dicen que me tome la medicina para las náuseas. ¡Pero si con esas arcadas ni siquiera puedo tomármela!
Por entonces, Aki ya parecía saber lo que tenía. Ese tipo de cosas uno acaba comprendiéndolas, antes o después.
—¿Sabes? Aún no me imagino que me vaya a morir. Pero la verdad es que ya tengo la muerte delante de los ojos.
—¿Por qué piensas de una manera tan negativa? —le pregunté en tono de lamento.
—Esta mañana me han dado los resultados del análisis de sangre —dijo ella como si intentara demostrarme que su pesimismo era fundado—. Dicen que aún quedan células malignas y que van a combatirlas con la medicación. Y eso de las células malignas no puede ser más que leucemia.
—¿Se lo has preguntado al médico?
—Es que me da mucho miedo.
Luego prosiguió con voz de estar sumida en profundas reflexiones.
—Por lo visto, las medicinas que he tomado hasta ahora no han conseguido matar todas las células. Y, para acabar con las que quedan, hace falta un medicamento más fuerte. Pero la verdad es que no creo que pueda soportarlo. De seguir así, las medicinas acabarán conmigo antes que la enfermedad.
—No se trata de que la medicina sea fuerte o floja, sino de que sea la apropiada. Que el médico te haya dicho que van a cambiarte la medicación no quiere decir que los efectos secundarios vayan a ser más fuertes.
—Ya.
Aki se quedó reflexionando unos instantes y suspiró como si no hubiese llegado a ninguna conclusión.
—Ayer aún tenía esperanzas. Pensaba que, a lo mejor, podría curarme. Pero ahora tengo la sensación de que ni siquiera voy a llegar a mañana.
Al salir del hospital, de vuelta a casa, el presentimiento de que podía perder a Aki se extendió por el interior de mi cabeza como una mancha de tinta negra. De pronto, sentí el impulso de marcharme a alguna parte. Lejos, a algún lugar donde pudiera olvidarlo todo. El camino que, pocos meses atrás, solía recorrer con ella, ahora lo estaba recorriendo solo. Y la premonición de que jamás volveríamos a recorrerlo juntos la sentí como una certeza innegable.
Tal como era de esperar, la nueva medicación le provocó a Aki unos efectos secundarios muy fuertes. Cuando finalmente le remitieron las náuseas, siguió sin poder comer, ahora a causa de una estomatitis. Y tuvo que recurrir de nuevo a la instilación para alimentarse.
—Ya estoy harta —musitó, como si hablara consigo misma.
—¿De qué?
—De preocuparme. He decidido aprender de los aborígenes australianos. Si todas las cosas tienen una razón, seguro que también la tiene que yo esté enferma.
—Uno se pone enfermo para vencer la enfermedad y hacerse más fuerte.
—Ya basta —ella cerró los ojos y repitió—: Estoy harta. Del dolor, de no parar de pensar en la enfermedad. Me gustaría irme contigo a un país donde no existiera la enfermedad.
Hablaba de deseos con una voz donde no se apreciaba ni un ápice de deseo.
—Al final de todo, nos iremos tú y yo —dije.
Aki abrió los ojos y me miró con aire interrogativo. Sus ojos me preguntaban: «¿Adónde?». Ni yo mismo lo sabía. Me había limitado a expresar en voz alta los deseos que sentía de huir de la realidad. Sin embargo, en cuanto hube traducido estos deseos en palabras, me sentí atrapado por ellas. Sentí que aquellas palabras que se habían deslizado, sin más, de mis labios, me mostraban el futuro camino a seguir.
—Te prometo que te sacaré de aquí —repetí—. Cuando ya no quede ninguna esperanza, lo haré.