Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (15 page)

BOOK: Seven
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Está alterando las pruebas.

California apartó la mano, hipnotizado aún por la espantosa visión del cuerpo.

Mills tenía una rodilla apoyada en el suelo. Bajo la sábana que habían descolgado de la pared encontraron una caja de zapatos abierta. En un costado, escritas en rotulador con letra de imprenta, se leían las palabras AL MUNDO DE MI PARTE. Somerset se agachó para ver el contenido.

Junto a la cama, California estaba inclinado sobre el rostro escuálido de Victor.

—Te han dado tu merecido, Victor.

—¡Apártese, sargento! —gritó Somerset.

—Perdón, teniente —se disculpó California mientras se incorporaba y retrocedía unos pasos.

Somerset hizo caso omiso de él y empezó a examinar el contenido de la caja de zapatos. Cogió una de las bolsitas herméticas. Contenía mechones de cabello castaño. La siguiente contenía varias cucharadas de líquido amarillo.

—Una muestra de orina —constató Mills, asqueado—.

Y una muestra de pelo y otra de heces. Mire, también hay uñas. Se está burlando de nosotros. Ese maldito hijo de puta se está burlando de nosotros.

California había vuelto a acercarse a Victor, y Somerset estaba a punto de echarlo de la habitación cuando de repente el cadáver emitió un sonido profundo y gutural que dio un susto de muerte al sargento. El hombre dio un traspié, tropezó con una silla y volcó una docena de ambientadores. Victor tenía la boca abierta y movía la mandíbula de modo casi imperceptible.

—¡Está vivo! —exclamó California señalando el rostro de Victor.

La voz del sargento se había elevado dos octavas.

Somerset y Mills se acercaron al hombre de los ojos vendados como una exhalación. Los labios de Victor temblaban débilmente. De su garganta brotaba un leve gorgoteo.

—Dios mío… —farfulló Mills.

—¡Está vivo! —repitió California con expresión incrédula.

—¡Pidan a una ambulancia! —gritó Mills—. ¡Ahora mismo!

Capítulo 14

Diez minutos más tarde, California corría por el pasillo del tercer piso, para abrir paso a los enfermeros que le seguían con una camilla plegable.

—¡Apártense! —gritaba—. ¡Apártense!

Numerosos vecinos entrometidos habían salido de sus apartamentos; charlaban y miraban, ansiosos por averiguar qué estaba pasando, y el lugar se convirtió en un verdadero manicomio. Mills y Somerset tomaron posiciones junto a la escalera, resueltos a mantener libre la distancia que mediaba entre el apartamento de Victor y la escalera. Los demás agentes uniformados se hallaban en los rellanos de los pisos inferiores, haciendo lo que podían para controlar a la muchedumbre hasta que llegaran los refuerzos. Mills quería volver al piso, temeroso de que California alterara el escenario del crimen con su maldita curiosidad, pero Somerset ya había impuesto su rango, ordenándole que se quedara donde estaba.

—Pero teniente —insistió Mills—, ¿no cree que debería volver al apartamento para asegurarme de que…?

—No.

—Pero los enfermeros fastidiarán las pruebas.

—Lo harán tanto si está usted presente como si no. Tienen una vida que salvar. Y quizás esa vida sea el único testigo que pueda identificar al asesino.

Somerset empezaba a estar harto de Mills.

—Perdone, oficial —los interrumpió un joven hispano que no llevaba camisa, sino tan sólo unos vaqueros y sandalias, e iba seguido de tres niños pequeños—. ¿Qué ha pasado?

—Todavía no lo sabemos —mintió Somerset—. No se acerque, por favor. Y meta a los niños en casa.

El joven adoptó una expresión agria. Hizo un gesto obsceno a espaldas de Somerset, pero luego obedeció y se llevó a los niños al piso.

—¿Ha visto eso? —exclamó Mills—. ¿Ha visto lo que ha hecho ese tipo?

—No me importa lo que haya hecho —replicó Somerset—. No me preocupa esa clase de cosas.

A Mills no le gustaba la actitud de Somerset. ¿Qué quería decir? ¿Que tenía cosas más importantes en qué pensar?

—Pues entonces, ¿qué es lo que le preocupa?

—Ahora mismo me preocupa ese maldito asesino. Me preocupa el hecho de que tal vez lo hayamos subestimado.

Somerset daba la impresión de cargar sobre sus hombros el peso del mundo, y a Mills también le cabreaba eso.

No era el único policía de la investigación. El que atraparan a ese tipo no dependía sólo de él.

—Yo también deseo atraparlo —aseguró—. Lo entiende, ¿verdad?; y no sólo eso, sino que quiero hacerle daño.

—Eso es lo que quiere el asesino —replicó Somerset mirando a Mills a los ojos—. ¿Es que no lo entiende? Está jugando con nosotros.

—¡No me diga! ¡No me joda!

—Mire, tenemos que prescindir de nuestras emociones.

Por muy duro que sea, tenemos que concentrarnos en los detalles.

Mills se señaló el pecho.

—Yo no sé usted, teniente, pero yo me alimento de mis emociones.

De repente, Somerset lo agarró por las solapas.

—¿Me está escuchando, Mills?

Mills le propinó un empujón.

—¿Sabe cuál es su problema, joder? ¡Eh!

Mills se cubrió los ojos cuando el flash de una cámara lo deslumbró. Desde la escalera les llegó el sonido de la película al avanzar automáticamente. Mills parpadeó en un intento de recuperar la visión. Un tipo provisto de una cámara, un periodista, estaba de pie en mitad de la escalera y los apuntaba con el aparato. Tanto Mills como Somerset se protegieron los ojos cuando el hombre disparó la máquina tres veces seguidas.

—¿Cómo se llaman, oficiales? —preguntó el periodista.

Hablaba con voz estridente y nasal. Llevaba el traje arrugado y unas gafas de cristales gruesos. De estar más calvo, habría sido idéntico al granjero de Bugs Bunny.

Cabrón de mierda, pensó Mills mientras corría escaleras abajo y agarraba al hombre por las solapas.

—¿Qué coño hace aquí? ¿Cómo narices ha llegado hasta aquí? —gritó al agente uniformado que se encontraba en el rellano inferior.

El policía estaba haciendo lo que podía para controlar a la gente que clamaba por ver qué estaba pasando arriba.

—¡Joder, hago lo que puedo, detective!

El periodista se retorcía para zafarse de Mills. Logró coger el carné de prensa plastificado que llevaba colgado del cuello con una cadena y lo blandió ante Mills.

—Soy de la Unión Internacional de Prensa. Tengo…

Mills perdió los estribos y le propinó un empujón tre mendo. El periodista dio un traspié, cayó y aterrizó en el rellano inferior.

—Me importa un huevo lo que tenga, amigo. Ese carné me lo paso por el forro. Esto es el escenario de un crimen, ¿entiende?

Somerset bajó la escalera y aferró a Mills por el codo, pero el joven se zafó de su mano. El periodista temblaba mientras recogía su cámara y pugnaba por incorporarse.

—¡No puede hacerme esto! —gimió—. ¡No tiene derecho!

—¡Lárguese de aquí de una puta vez! —gritó Mills.

Con el rostro blanco como el papel, el periodista puso pies en polvorosa. Mills se asomó a la barandilla y lo siguió con la mirada para cerciorarse de que se marchaba.

—¡Tendrá noticias de mi abogado! —chilló el periodista sin detenerse—. ¡Tengo una foto suya! ¡Tengo varias fotos suyas!

—¡Que te den por culo, maldito…!

Somerset agarró a Mills y tiró de él para apartarlo de la barandilla y obligarlo a sentarse en la escalera.

—Ya basta.

Mills levantó las manos y exhaló un profundo suspiro.

—Vale, vale. Pero dígame una cosa. ¿Cómo es que esas cucarachas llegan siempre tan deprisa?

Somerset esbozó una sonrisa afectada, como si Mills tuviera que saberlo.

—Pagan a los policías para que les den pistas,y pagan bien.

Mills asintió con un gesto. Volvió a suspirar para calmarse.

—Lo siento. No sé, he perdido los estribos… Lo siento.

—No se preocupe —repuso Somerset con sarcasmo—.

Siempre me impresiona la visión de un hombre que se alimenta de sus emociones.

Mills apretó los dientes y lanzó una mirada enfurecida a Somerset. Hijo de puta…

—¡Dejen paso! ¡Dejen paso! —gritó California.

Los enfermeros bajaban a Victor Dworkin. Mills corrió hasta el siguiente rellano y se apretó contra la pared para dejar paso a la camilla. Cuando pasaron vio el rostro de Victor, que ya no tenía los ojos vendados, sino que exhibía unos ojos hundidos en el cráneo; entre los párpados se vislumbraba un brillo húmedo y tenue. Parecía un polluelo reseco que se hubiera caído del nido y al que su madre hubiera abandonado.

—¡Vamos! ¡Adelante! ¡Adelante! —espetó California.

Cuando doblaron la esquina del rellano, Mills tuvo que apretarse aún más contra el rincón para dejarles paso.

El rostro de Victor se encontraba a escasos centímetros del suyo, y Mills no pudo evitar mirarlo. De repente advirtió que el hombre movía los ojos. ¿Lo estaba mirando Victor? Se quedó inmóvil mientras la sangre se le helaba en las venas.

El corazón le latía con violencia. Esa maldita momia lo había mirado.

El color de Victor Dworkin daba una impresión todavía peor sobre las sábanas blancas y limpias del hospital que en su piso mugriento. Tenía la piel oscura y reseca, como si hubiera pasado por la curtiduría. Yacía inmóvil dentro de una burbuja de oxígeno, con un cuentagotas intravenoso conectado al cuello mientras le practicaban una transfusión de sangre a través del muslo. La habitación se hallaba sumida en la penumbra, y le habían cubierto los ojos con una toalla húmeda. Mills escuchaba el sonido del electrocardiógrafo.

Los pitidos se sucedían con lentitud. Mills anticipaba cada uno de ellos, temeroso de que el próximo no se produjera, de que Victor falleciera y los dejara sin su único testigo, la única persona en el mundo que podía delatar al asesino.

El doctor Beardsley conversaba con Somerset al otro lado de la cama, y la imagen de ambos se veía borrosa y distorsionada a causa de la carpa de plástico transparente. El facultativo tenía una melena gris y rizada, así como un rostro huesudo y de expresión intensa. Somerset asentía mientras el médico hablaba, y anotaba en su cuaderno todo lo que el hombre le decía.

Mills contempló el rostro de Victor a través del plástico. Quería que Victor despertara, pero temía el momento en que eso sucediera. Sabía que resultaría espeluznante, como algo sacado de una película de terror. Si llegaba a despertar, tendría que ir por la vida con aspecto de Guardián de la Cripta. Observó durante unos instantes, los monitores que se hallaban sobre la cama, pero se movían con tal lentitud que le empezó a entrar sueño. Por fin se levantó y dio un rodeo para escuchar lo que decía el médico.

… un año de inmovilidad parece probable —le explicaba el doctor en aquel momento a Somerset—, a juzgar por el profundo deterioro de los músculos y la columna vertebral. Los análisis de sangre muestran un verdadero buffet libre de fármacos, incluyendo un antibiótico que debieron de administrarle para evitar que las úlceras se infectaran.

Mills echó un vistazo al interior de la carpa e hizo una mueca. Un año entero atado a aquella cama, pensó. Un año entero a merced de aquel monstruo.

Somerset levantó la vista del cuaderno.

—¿Existe alguna posibilidad de que sobreviva?

—Permítame que lo exprese del siguiente modo, detective. Si de repente le iluminara la cara con una linterna, lo más probable es que muriera de shock. En el acto.

Somerset cerró el bolígrafo y se lo guardó. Mills lo miró, pero no había nada que decir. Victor Dworkin no podría ayudarles a atrapar a aquel hijo de puta.

—¿Ha dicho algo Victor, doctor? —preguntó Mills—.

¿Ha intentado expresarse de alguna forma?

El doctor Beardsley adelantó el labio inferior y meneó la cabeza.

—Aun cuando su cerebro no estuviera hecho papilla, que lo está, no podría hablar aunque quisiera.

—¿Por qué no?

—Se comió la lengua en un momento dado del tormento. Probablemente para alimentarse.

Mills clavó la mirada en el suelo y meneó la cabeza. Si no se hubiera sentido tan vacío, habría vomitado.

Capítulo 15

Aquella tarde, en la comisaría, la sala de Homicidios olía a humo de cigarrillo rancio y café quemado. En la parte delantera de la estancia había un podio destartalado frente a una colección desordenada de sillas de oficina y sillas plegables. Dos grandes mesas grises estaban apoyadas juntas contra una pared para ofrecer una mayor superficie. Somerset se hallaba de pie ante una pizarra portátil, y observaba lo que había escrito durante la reunión que acababa de finalizar:

1. Gula.

2. Codicia.

3. Pereza.

4. Envidia.

5. Ira.

6. Orgullo.

7. Lujuria.

Agitó la tiza en la mano como si estuviera preparándose []para lanzar los dados. Avanzó un paso y tachó las palabras []Gula, Codicia y Pereza. El capitán había asignado []otros tres hombres al caso y, durante la reunión, Somerset []y Mills los habían puesto en antecedentes. Somerset dejó la []tiza y se volvió para mirar a Mills, que estaba sentado solo []en una silla plegable y leía las declaraciones preliminares []obtenidas de las personas que vivían en el edificio de Victor []Dworkin. Somerset habría deseado que el capitán no les []hubiera asignado a California. El sargento y Mills se llevarían como el perro y el gato; Somerset lo intuía. La química []que fluía entre ellos era mala, y sólo era cuestión de tiempo que chocaran.

Somerset se apoyó contra el podio. Deseaba poder []entusiasmarse también con la investigación. No cabía []duda de que era necesario detener al asesino, pero Somerset no sabía si estaba preparado para ello. No se trataba tanto de que no pudiera hacerlo, como de que no []quería obligarse a hacerlo. Estaba mentalizado para jubilarse, para alejarse de toda aquella mierda. Pero si volvía a []pasar por otra investigación, no estaba tan seguro de sentirse de nuevo capaz de volver la espalda a la ciudad.

¿Quién atraparía al siguiente monstruo? ¿Mills? Solo no.

Aún no.

Cogió una pila de papeles del podio y se dirigió hacia []las ventanas. Por ellas entraba una brisa fresca muy poco []frecuente. Se apoyó en la repisa y echó la cabeza hacia atrás en un intento de disfrutar del aire mientras éste durara. Los placeres sencillos no duraban demasiado en la ciudad.

—¿Ha leído la declaración del casero? —le preguntó a Mills.

—No —repuso Mills levantando la vista—. ¿Qué dice?

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