—Dice que cada mes encontraba un sobre con dinero en el buzón de su oficina. Dice textualmente: Nunca he oído una sola queja del inquilino del apartamento 303, y nadie se ha quejado jamás de él. Es el mejor inquilino que he tenido en mi vida.
Mills lanzó una risita amarga.
—El sueño de todo casero, un inquilino paralizado y sin lengua.
—Que siempre pagaba el alquiler a tiempo —agregó Somerset.
—Y en efectivo.
Somerset meneó la cabeza, asombrado una vez más por el modo en que la gente puede convencerse de que todo va bien cuando a todas luces no es así. Los pagos en efectivo deberían haber puesto al casero sobre aviso. ¿Quién pagaría el alquiler en efectivo? Apostaba lo que fuera a que el casero no declaraba aquel dinero a Hacienda; por eso nunca había hecho preguntas.
Mills arrojó sobre la mesa más cercana el montón de informes que había estado leyendo.
—Estoy harto de quedarme sentado y esperar. Necesito actuar.
—Eh, que de eso va este trabajo —replicó Somerset—.
El único que resuelve los delitos antes de que sucedan es Batman.
—Debe de haber algún seguimiento que podamos realizar. Quiero decir: ¿tenemos que dejar que este chalado tome toda la iniciativa?
A Somerset no le hicieron ni pizca de gracia las palabras de Mills. El muchacho no lo entendía.
—No lo subestime. Afirmar que está chalado resulta demasiado fácil y es un grave error.
—Bah, venga, hombre. Ese tío está loco. Lo más probable es que ahora mismo esté bailando en su habitación, vestido con las bragas de su mamá y embadurnándose el cuerpo con manteca de cacahuete.
—No, ese tipo no —replicó Somerset meneando la cabeza.
—¿Cómo que ese tipo no? ¿Me está diciendo que lo percibe? ¿Que tiene un contacto psíquico con él? ¿Sabe acaso lo que piensa? Eh, yo también he visto esa película, y es una chorrada.
Somerset se limitó a mirarlo. Había creído que Mills sabía más acerca de los asesinos habituales, pero lo cierto era que le quedaba mucho por aprender. Era imposible que se hiciera cargo de aquella investigación él solo.
—¿Sabe lo que creo? —dijo Mills—. Creo que este tipo ha tenido mucha suerte hasta ahora, pero tarde o temprano se le acabará el chollo. Y debemos estar preparados para cuando llegue ese momento.
Somerset se limitó a menear la cabeza.
—No depende de la suerte. La suerte no tiene nada que ver en esto. Entramos en ese piso justo un año después de que atara a Victor a la cama. ¡Un año exacto! Lo planeó así.
Eso es precisamente lo que quería que sucediera.
—No lo sabemos con seguridad.
—Sí que lo sabemos. Piense un momento. ¿Cuáles fueron las primeras palabras que nos dirigió? Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.
—¿Y?
—Cumple su palabra. Para él ha sido un camino largo y duro. Imagine la voluntad que debió de necesitar para mantener a Victor Dworkin con vida y atado de aquella forma durante un año entero para conectarle tubos al pene, vaciar los orinales, amputarle la mano y usarla para dejar huellas digitales; para mantener a Victor suspendido al borde de la supervivencia, sin que muriese. Este hombre es metódico, exigente y, lo que aún es peor, paciente. El camino que conduce al infierno es largo y duro, y este tipo tiene la energía necesaria para recorrerlo.
—¿Sabe? —replicó Mills con una mueca—, tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Cree que todas estas paridas literarias y teológicas son la clave para descubrir cómo es el asesino. Pues no lo es; reconózcalo. El hecho de que el tipo tenga el carné de la biblioteca no lo convierte en Einstein.
El carné de la biblioteca, pensó Somerset. De repente lo asaltó una idea. Observó por la ventana la hilera de coches patrulla que estaban aparcados detrás de la comisaría. El carné de la biblioteca…
—¿Qué? ¿En qué está pensando? —le preguntó Mills mientras se levantaba para acercarse a él—. Conozco esa expresión. Oigo girar las ruedecitas de su cerebro.
—¿Todavía tiene ganas de hacer algo? —le preguntó Somerset.
—Sí, claro.
—Cuánto dinero lleva encima?
—No sé, unos cincuenta pavos.
Somerset examinó el contenido de su cartera. Llevaba ochenta.
—Propongo hacer una excursión de reconocimiento.
—¿Una qué?
—Vamos.
En la sala de consulta del edificio principal de la biblioteca pública, Somerset contemplaba el ir y venir del cabezal de la impresora de agujas por la hoja mientras se imprimía una lista de títulos de obras. Mills se hallaba de pie detrás de él, con los brazos cruzados y expresión aburrida. Se sentía fuera de lugar, y las dos bibliotecarias que trabajaban tras el mostrador no dejaban de mirarlo, como un par de palomas que observaban a un gato callejero. Bueno, que las zurzan, pensó Mills. Al cabo de unos minutos la impresora se detuvo, y Somerset arrancó las cuatro hojas impresas.
—¿Piensa decirme de una vez qué coño hacemos aquí, teniente? Tenemos a un psicópata suelto y usted se dedica a verificar la lista de libros que no han devuelto a tiempo.
—No exactamente —replicó Somerset mientras doblaba las hojas y se las guardaba en el bolsillo interior de la americana—. Vámonos.
—¿Adónde? ¿A una librería?
—Paciencia, Mills. El asesino tiene mucha paciencia, y usted debería seguir su ejemplo. Lo entenderá todo dentro de un momento.
Somerset se dirigió hacia la entrada principal.
—Un momento, ¿vale? —exclamó Mills, procurando no quedar rezagado.
—¡Chist! —lo regañó una anciana menuda que empujaba un carrito lleno de libros—. Silencio, por favor.
Mills le lanzó una mirada fulminante. Y a punto estuvo de dedicarle un gesto obsceno, pero se contuvo en el último momento.
—Siempre he odiado las bibliotecas, joder —masculló mientras se daba prisa para alcanzar a Somerset.
Somerset ya había salido y bajaba la escalinata de piedra de la biblioteca. El sol brillaba con calidez, y Somerset parecía rejuvenecido ante aquella excursión de reconocimiento a la biblioteca, aunque Mills no entendía nada.
Bajó la escalinata a toda prisa.
—Espere, teniente.
Somerset se detuvo en el último escalón y se volvió hacia él.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? Primero me arrastra hasta aquí para consultar libros sobre el capullo de Dante, los siete pecados capitales, la Iglesia católica, el asesinato, el homicidio, el sadomasoquismo y todas las demás locuras que se le pasan por la cabeza, y ahora ni siquiera me dice qué se propone.
Ya le he dicho que tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Si cree que va a encontrar respuestas sobre lo que pretende este tío en una biblioteca, pierde el tiempo, amigo.
—Pues pierdo el tiempo —replicó Somerset limitándose a sonreír.
Se acercó al bordillo y cruzó la calle sorteando los vehículos. En la acera opuesta se veía una hilera de comercios, entre ellos una tienda de artículos a precio único, una farmacia, una tienda de pelucas, otra de electrónica y una pizzería. Delante de esta última, un hombre canoso envuelto en un desgastado impermeable marrón repartía octavillas.
Los transeúntes lo evitaban dando un amplio rodeo.
—¡Coged uno, imbéciles de mierda! —gritaba el hombre—. Es un cupón de descuento, por el amor de Dios.
¡Coged uno! ¡Ahorraos un poco de dinero, joder! Toma, hombre.
Mills pasó junto a él y siguió a Somerset al interior de la pizzería.
—Sólo café —estaba pidiendo Somerset al hombre que se hallaba tras el mostrador de formica blanca cuando Mills entró en el local.
—Una ración de pizza con salchichón y una cerveza sin alcohol grande —añadió Mills—. Invito yo —le dijo a Somerset mientras se llevaba la mano al bolsillo.
—Gracias. Iré a coger una mesa.
Somerset estaba examinando las hojas impresas de la biblioteca cuando Mills llegó a la mesa con lo que habían pedido.
—Siéntese aquí —indicó el teniente—. A mi lado.
—¿Por qué? —Preguntó Mills en un intento de comprender qué pretendía Somerset con aquella excursión de reconocimiento—. ¿Es que ahora salimos juntos?
—Espero que no —replicó Somerset imperturbable y sin dejar de leer las hojas.
Mills depositó la bandeja de plástico marrón sobre la mesa y se sentó junto a Somerset. Retiró el envoltorio de una pajita y la introdujo en su bebida mientras esperaba que Somerset levantara la vista de aquellas hojas y le dijera algo. Pero no parecía que aquello fuera a suceder en breve, de modo que cogió la ración de pizza y la dobló para darle un mordisco.
—¿De verdad se va a comer eso? —preguntó Somerset con aire desaprobador.
—Bueno, ¿y qué se supone que tengo que hacer con ello?
—Este local quebrantaba unas cincuenta normas sanitarias la última vez que lo inspeccionaron.
—Y me lo dice ahora.
Mills arrojó la pizza sobre la mesa y recordó el tamaño de las cucarachas que habitaban su piso: aproximadamente tan grandes como las rodajas de salchichón y más o menos del mismo color, aunque no tan redondas.
—¡Mierda! —masculló.
De repente, un personaje de aspecto grasiento que vestía con un traje negro y camisa del mismo color abotonada hasta el cuello se acercó a su mesa. Llevaba gafas de aviador de vidrios rosados y los dedos cargados de llamativos anillos. En una mano sostenía un cigarrillo encendido. ¿De qué coño va esto?, se preguntó Mills. Pero al ver que Somerset no reaccionaba ante la llegada del hombre, Mills supuso que el teniente lo conocía.
—Déme cincuenta dólares —le ordenó Somerset.
A regañadientes, Mills se llevó la mano al bolsillo del pantalón, extrajo la cartera y tomó unos billetes. Se detuvo y estudió de nuevo al hombre del cabello engominado hacia atrás, sin saber aún que significaba todo aquello.
El hombre se pasó la lengua por los dientes antes de hablar.
—Tenemos un problema —le dijo a Somerset.
Somerset meneó la cabeza.
Mills suspiró y le entregó el dinero a Somerset por debajo de la mesa.
—Le doy esto y por alguna extraña razón creo que debería saber qué coño estamos haciendo aquí. Pero a lo mejor soy yo el raro. A lo mejor soy yo.
Somerset unió el dinero de Mills a una parte del suyo y dobló los billetes antes de introducirlos entre las hojas impresas. Por señas, le indicó al hombre grasiento del traje negro que se sentara.
El hombre se sentó frente a ellos.
—¿Qué tal, Somerset? —saludó, al mismo tiempo que dedicaba una sonrisa rastrera Mills—. No me había dicho que esto iba ser un ménage-á-trois.
—No pasa nada —le aseguró Somerset.
—Amigo mío, estas cosas sólo las hago por usted —replicó el tipo grasiento—. Corro un gran riesgo, pero imagino que después de esto estaremos en paz. Todas las cuentas saldadas.
—Es probable —asintió Somerset, entregándole las hojas impresas y el dinero por debajo de la mesa.
El hombre desdobló las hojas y miró el dinero antes de guardárselo en el bolsillo interior.
—Dentro de una hora aproximadamente —anunció el hombre mientras se levantaba. Antes de marcharse cogió la pizza de Mills y se comió un gran bocado—. Aún no he comido —explicó mientras se alejaba con la pizza.
En cuanto hubo desaparecido, Mills se volvió a Somerset aún más confuso.
—Imagino que será dinero bien empleado, ¿no?
—Paciencia, Mills, paciencia. Venga, vámonos.
El zumbido de la maquinilla eléctrica empezaba a poner nervioso a Mills. El viejo barbero estaba inclinado mientras afeitaba cuidadosamente la nuca de su cliente, algo más joven que él. Mills aguardaba sentado en una de las sillas de la zona de espera, y junto a él Somerset sostenía abierto un ejemplar de National Geographic sobre la pierna cruzada.
Se hallaban en una vieja barbería que exhibía sus frascos de tónico capilar y de polvos de talco en un largo estante situado bajo el espejo que recorría el local en toda su longitud. El barbero, un negro bajo y corpulento de cabello acerado y cortado al uno, parecía suficientemente mayor para haber sido el primero en cortarle el pelo a Somerset. Mills miró al teniente. Todavía no había averiguado cuál era el objetivo de aquella excursión de reconocimiento.
—¿Qué coño hacemos aquí, Somerset? No necesito un corte de pelo.
Somerset lo miró sin apenas levantar la cabeza inclinada, y sus ojos se encontraron con los de Mills en el espejo.
—Tranquilo, Mills. Las cosas suceden en su momento.
Es contraproducente intentar forzar los acontecimientos.
—Volvió a bajar la mirada hacia la revista y pasó la página—. Sin embargo, quiero que sepa que al hacerle venir conmigo a esta pequeña expedición le estoy demostrando que confío más en usted que en la mayoría de la gente.
—¿Por qué no va al grano y me cuenta lo que estamos haciendo? Estoy a punto de explotar.
Somerset pasó unas cuantas páginas más con indolencia antes de mirar a Mills de soslayo.
—Es posible que a fin de cuentas todo esto no conduzca a nada, pero si es así, da igual. ¿Recuerda al hombre de la pizzería?
—Sí.
—Es amigo mío, del FBI.
—¿Ese tipo grasiento es del FBI?
Somerset asintió con un movimiento de cabeza.
—El FBI lleva mucho tiempo conectado a la red de bibliotecas, controlando la situación.
—¿Qué situación? ¿Las multas por retrasos en las devoluciones?
Somerset hizo caso omiso del sarcasmo de Mills.
—Los federales controlan los hábitos de lectura. No controlan todos los libros, sino algunos determinados: libros sobre la fabricación de armas nucleares, por ejemplo, o Mein Kampf. Cualquier persona que saque de la biblioteca un libro tiene sus hábitos de lectura fichados a partir de entonces.
—Está de guasa.
—No. Esos libros cubren todos los temas que al FBI le parecen preocupantes, desde el comunismo al crimen violento.
—¿Y eso es legal? Quiero decir que, por el amor de Dios, el hecho de que leas un libro sobre la fabricación de bombas no significa necesariamente que tengas intención de fabricar una.
—Legal, ilegal —replicó Somerset encogiéndose de hombros—. Esos conceptos carecen de importancia. Los federales no están autorizados a utilizar esa información directamente, pero ésta puede resultar muy útil como orientación para encontrar a posibles sospechosos. Recuerde que no se puede obtener un carné de biblioteca sin el de identidad y sin el recibo del teléfono actualizado.