Mills empezaba a ponerse de mejor humor. Tal vez Somerset tuviera razón. Si el asesino era un ratón de biblioteca (como él), quizás aquella pista condujera a algo. Somerset sabía lo que se hacía. Sin embargo, habría sido muy amable de su parte poner en antecedentes a su compañero.
—¿Así que están controlando la lista que usted ha sacado de la biblioteca? —inquirió.
Somerset volvió a asentir con un gesto.
—Si alguien ha estado sacando de la biblioteca algo de Dante, Elparaiso perdido y las biografías de los grandes mártires además de, por ejemplo, Helter Skelter y El hombre de hielo, entonces el FBI nos facilitará un nombre.
—Sí, pero ¿qué pasa si damos con algún universitario que está haciendo un estudio comparativo sobre la delincuencia en la Edad Media y en nuestro siglo?
—Bueno, al menos hemos salido de la oficina —le recordó Somerset.
En aquel momento, el hombre que estaba sentado en el sillón se levantó, y el barbero empezó a cepillarle los pelos sobrantes.
—¿Por qué no se corta el pelo mientras esperamos?
Mills echó un vistazo a la obra más reciente del barbero.
El hombre había afeitado tanto alrededor de las orejas que, de espaldas, el pobre tipo parecía un tarro.
—Creo que paso del corte de pelo —replicó—. Pero dígame una cosa. ¿Cómo ha llegado a averiguar todo esto? Los federales no se distinguen precisamente por su franqueza.
Somerset bajó la mirada hacia la revista.
—No sé nada de todo esto. Y usted tampoco. Por eso lo estamos haciendo así.
Mientras el barbero pulsaba las teclas de su prehistórica caja registradora y el cajón se abría con un tintineo, el tipo grasiento del FBI entró en el local sonriendo como un vendedor de coches usados. Cerró la puerta tras de sí y se sentó junto a Somerset antes de entregarle una pila de hojas impresas.
—¿Algo bueno? —preguntó Somerset.
—Sí —asintió el hombre—, creo que he encontrado algo para usted.
El sol, de un tono rojizo y anaranjado, asomaba entre dos bloques de oficinas. Sentado al volante de su coche, Somerset giró la visera a fin de desviar los rayos directos para poder seguir leyendo. Había aparcado en un estacionamiento del centro, delante de la barbería.
Junto a él, Mills tenía el pie apoyado en el salpicadero y emitía pequeños gemidos y gruñidos mientras leía su mitad de las hojas impresas que les había proporcionado el agente del FBI. En el suelo había una lata vacía de cerveza sin alcohol.
—¡Qué manera de perder el tiempo! —se quejó—.
Aquí no hay nada.
—Nos estamos concentrando —le recordó Somerset sin alzar la vista de la página que estaba leyendo.
Empezaba a molestarle la actitud de Mills. ¿En qué narices creía que consistía el trabajo policial? Desde luego, no en disparar desde la altura de la cadera como un pistolero.
Se trataba de ser puntilloso, de buscar aquel detalle insignificante que pudiera acabar con un delincuente en el juicio.
Los buenos detectives se concentran en los detalles, no en las pinceladas abstractas. Pero eso carecía de sentido para Mills en aquel momento, y Somerset se preguntaba si algún día esa actitud cambiaría. Había pocas personas más cabezotas que Mills.
—Nos estamos concentrando —repitió Mills con sorna—. ¿Concentrando en qué? En una zona diminuta que a lo mejor no conduce a nada.
—¿Se le ocurre algo mejor? Quizá deberíamos detener a todos los sacerdotes y especialistas en Dante de la ciudad.
¿O qué tal le parecería revisar todos los archivos policiales y buscar a alguien cuyo
modus operandi
coincidiese con el del asesino? ¿Cree que podríamos encontrar a alguien allí?
Eh, sólo llevo treinta años en este trabajo. A lo mejor me he olvidado de alguien a quien le gusten las formas extravagantes de desquite y los sacrificios rituales basados en la literatura medieval. Es posible que, simplemente, se me haya escapado.
—Vale, vale. ¡Ya lo he entendido!
—¿De verdad?
Mills le lanzó una mirada furiosa. Era evidente que no le gustaban las críticas. Bueno, pues qué lástima, pensó Somerset. Le quedaba mucho por aprender.
—Y saque el pie del salpicadero…, por favor.
Mills quitó el pie, pero a juzgar por la sonrisa satisfecha que exhibía en el rostro, Somerset concluyó que no estaba haciendo nada respecto a su actitud.
Somerset hizo caso omiso de su compañero y se concentró de nuevo en las hojas impresas. Estaba convencido de que aquel empleo no le duraría ni un año. El año que viene, por estas fechas, será jefe de seguridad en algún centro comercial de las afueras. Garantizado.
Afuera, los empleados de las oficinas se apresuraban a regresar a sus casas antes de que se pusiera el sol. Somerset siempre pensaba en ellos como habitantes de Transilvania que buscaban cobijo antes de que Drácula se levantara del ataúd y empezara a deambular por el campo en busca de sangre fresca. Por supuesto, aquella pobre gente no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación.
Somerset miró de reojo a Mills y lamentó haberlo juzgado de aquel modo. Tal vez estaba siendo un poco injusto.
A fin de cuentas, Mills no había visto ni la mitad de las barbaridades que Somerset había presenciado a lo largo de su vida. Asimismo, Mills poseía una sana dosis de indignación moral, algo que Somerset había perdido mucho tiempo atrás. Quizá la impaciencia de Mills por obtener resultados no fuera tan mala. Demostraba que tenía el corazón en su sitio. Y era posible que por aquella misma razón algún día se convirtiera en un buen detective. Si es que conseguía sintonizar la cabeza con el corazón.
Somerset pasó otra página de papel continuo para revisar la lista de libros de otro posible candidato. Se trataba de una lista especialmente larga.
La Divina Comedia
,
Historia del catolicismo
, un libro titulado
Asesinos y dementes
,
Investigación actual de asesinatos
,
A sangre fría
… Le mostró la página a Mills.
—¿Qué le parece esto?
Mills echó un vistazo a la lista con el ceño fruncido.
—¿Acerca del sadomasoquismo humano?
—No es lo que piensa.
Mills señaló una entrada.
—¿
El marqués de Sade. Origenes del sadismo
?
—Esto sí es lo que piensa.
Mills deslizó el dedo por la lista.
—¿Los escritos de santo Tomás de Aqui… Aquin…?
—Santo Tomás de Aquino. Escribió sobre los siete pecados capitales.
—¿Cómo lo sabe?
—Leo mucho.
—Yo no —replicó Mills lanzándole otra mirada furibunda.
—Esta es la lista más larga que he encontrado que parece encajar con nuestros criterios. ¿Y usted?
—La mayoría de los míos no tienen más que cuatro o cinco entradas. Este tiene… —Mills contó rápidamentemás de treinta.
Somerset puso en marcha el motor.
—Pues entonces quizá deberíamos ir a ver a este tipo.
¿Cómo se llama?
Mills retrocedió una página para leer el nombre.
—¡Por el amor de Dios! No se lo va a creer.
—¿Qué?
—Se llama John Doe
[1]
.
John Doe, ¿eh? —repitió Somerset mientras ponía marcha atrás y salía del hueco—. ¿Cuál es la dirección?
Ya había oscurecido cuando encontraron la vivienda de John Doe. Se hallaba en un estrecho callejón sin salida de una sola manzana, en un barrio pobre que lindaba con el estudiantil. Somerset había aparcado en la avenida, pues creía que los vecinos de aquel diminuto callejón repararían de inmediato en un coche desconocido.
Mientras entraban en el callejón, Somerset se dio cuenta de que el edificio de John Doe no era tan viejo como los demás de la manzana, aunque estaba en el mismo estado lamentable. El vestíbulo aparecía revestido con paneles de madera barata y deformada que sobresalían de la pared. Un par de clavos habría resuelto el problema, pero era la clase de cosas que jamás se llegaban a hacer, porque a nadie le importaba un huevo.
Somerset echó un vistazo a los timbres del interfono.
No se veía nombre alguno junto al timbre del 6A, el apartamento que figuraba en las hojas del FBI, pero no era el único que carecía de nombre.
—Esto es una locura —comentó Mills—. Es demasiado fácil. Las cosas no funcionan así.
Alargó la mano para llamar al timbre, pero Somerset lo agarró por la muñeca antes de que pudiera hacerlo.
—¿Qué pasa? Creí que quería hablar con este tipo.
—Espere.
Somerset se acercó al portal y empujó. Estaba cerrado con llave, la cerradura era de mala calidad. Introdujo una esquina del fajo de hojas impresas entre el borde de la puerta y la jamba; luego empujó hacia arriba y logró abrir la puerta de inmediato.
—No nos conviene ponerlo sobre aviso. Por si acaso.
Somerset empujó la puerta, entró y la sostuvo para dejar paso a Mills.
—¿No creerá que realmente es él? —preguntó Mills—.
Quiero decir… Venga.
—El mundo es un lugar extraño, Mills. Siempre el mismo, pero siempre una sorpresa. Subamos, echémosle un vistazo y escuchemos lo que tiene que decir. Nunca se sabe.
—Ya. Este…, perdone, señor, pero ¿es usted un asesino en serie, por casualidad?
—¡Chist!
A Somerset le parecía increíble que Mills fuera a veces tan estúpido. Aquellos pasillos embaldosados parecían cámaras de resonancia. Era como si hubiera empleado un altavoz para avisar a John Doe de que subían. Somerset se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón. Percibieron un leve olor a excremento de perro. Somerset miró alrededor y comprobó las suelas de sus zapatos, pero de repente se fijó en que una de las bicicletas que había encandenadas a la barandilla de la escalera tenía la rueda trasera embadurnada de mierda. Somerset la contempló con el ceño fruncido. Habría sido mucho más lógico limpiar la porquería antes de entrar la bici en el edificio, pensó con sarcasmo.
El ascensor se anunció con un estruendo inquietante.
Somerset entró, sostuvo la puerta para que Mills pasara y pulsó el botón del sexto.
—¿Qué le va a decir cuando lleguemos? —le preguntó Mills al entrar en la cabina.
—Estaba pensando que quizá sería mejor que hablara usted, que ponga a trabajar ese piquito de oro que tiene.
Somerset deseaba comprobar cómo se desenvolvía Mills, lo bueno que era para sonsacar información a la gente. Con toda probabilidad, Mills desempeñaría bien el papel de poli malo, pero Somerset no lo imaginaba comportándose con sutileza.
La puerta del ascensor se abrió con otro golpe al llegar al sexto. Mills sonreía.
—¿Quién le ha hablado de mi piquito de oro? ¿Acaso se lo ha dicho mi mujer?
—¿Cómo está Tracy? Debería haberla llamado para darle las gracias por la cena del otro día.
—Está bien. Me ha dicho que le cae usted muy bien y que parece demasiado sensible para ser policía.
Antes era demasiado sensible, pensó Somerset. Ahora no. Se había convertido en un callo humano.
—Es una verdadera joya, Mills. Trátela bien.
—Todos los días y en todos los sentidos. Tracy es lo mejor que me ha pasado en la vida, y lo sé.
Somerset quedó impresionado por el hecho de que Mills pudiera decir aquello sin ambages. A la mayoría de los hombres les costaba expresar sus sentimientos, sobre todo en lo que se refería a sus esposas. Para Somerset siempre había supuesto un problema.
Salieron al pasillo del sexto piso, leyeron los números de los apartamentos y descubrieron que el 6A se hallaba en la parte delantera del edificio. Estaba al final del pasillo, justo enfrente de ellos. Lo más probable era que el señor Doe disfrutara de una excelente vista a la calle, pensó Somerset, pero aunque los hubiera visto entrar en el edificio no sabía quiénes eran.
Mills avanzó y llamó a la puerta con energía.
—Piquito de oro —murmuró con una risita ahogada mientras esperaba respuesta.
Los segundos pasaban. Mills volvió a llamar. De repente, Somerset oyó un leve crujido, pero no procedía del apartamento 6A. Se volvió para averiguar quién era el vecino entrometido. Pero no se trataba de la puerta de ningún apartamento, sino de la escalera de emergencia. Una figura esperaba en la oscuridad, completamente inmóvil, observándolos. En aquel instante, Somerset distinguió el destello del cañón de un arma.
—¡Mills! —gritó.
Empezaron a sonar disparos, tres en rápida sucesión, y los destellos iluminaron el pasillo en penumbra mientras Somerset y Mills se echaban cuerpo a tierra al mismo tiempo. Los estallidos resonaron en los oídos de Somerset. La luz natural se filtraba por los orificios desgarrados que los disparos habían abierto en la puerta del 6A. Eran del tamaño de platos de postre. ¡Mierda! —pensó Somerset—. ¡Balas de punta hueca!
—¡Hijo de puta! —gritó Mills mientras se arrastraba por el suelo e intentaba sacar el arma.
La puerta se cerró de golpe cuando Mills se abalanzó sobre ella. A Somerset le dio un vuelco el corazón. Por la mente le cruzó la imagen de Mills alcanzado por una bala de punta hueca y él teniendo que comunicarle a Tracy que su marido estaba muerto. Pero Mills había cruzado la puerta antes de que Somerset pudiera siquiera pensar en detenerlo.
Ten cuidado, imbécil, pensó. Estaba preocupado por Tracy.
Mills bajó la escalera corriendo y saltó los últimos cuatro escalones hasta el siguiente rellano, donde se detuvo a escuchar. Los pasos rápidos de John Doe resonaron en el hueco de la escalera. Mills alzó la vista hacia Somerset, que estaba en el rellano superior, arma en ristre. Parecía abatido, y Mills se preguntó si se encontraría bien, si estaba preparado para aquello.
—¿Qué clase de arma era? —gritó Mills.
Somerset bajaba por la escalera sin escucharle.
—Maldita sea, Somerset. ¿Qué clase de arma era?
¿Cuántas balas?
Mills se dirigió hacia el siguiente rellano, pero se detuvo a medio camino en espera de una respuesta.
—No lo sé —contestó Somerset por fin—. Tal vez un revólver. No estoy seguro.
Mills siguió bajando sin perder de vista a Somerset. De repente tropezó y aterrizó en el siguiente rellano; el arma se le escapó de la mano.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Somerset desde arriba.
—Nada —aseguró Mills mientras recogía la pistola y seguía bajando.
Somerset lo siguió; Mills oía su respiración fatigosa.