Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (14 page)

BOOK: Seven
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Somerset lanzó a Mills la mirada más fulminante que éste había visto en su vida.

Somerset abrió un rollo nuevo de caramelos, se metió dos en la boca y le ofreció el paquete a Mills, quien meneó la cabeza y siguió conduciendo con ambas manos sobre el volante y los ojos clavados en la calzada. Estaban siguiendo a California y al equipo de asalto, que iban delante de ellos en una furgoneta negra de incógnito. Aún era temprano, y las calles estaban casi desiertas, pero la luz prístina de la mañana no suavizaba en absoluto el paisaje de gueto por el que pasaban.

Somerset sacó la automática y comprobó el cartucho.

—¿Alguna vez le han dado? —preguntó Mills haciendo una seña en dirección al arma.

—¿Que si me han disparado? No, y toco madera.

Treinta años en el oficio y sólo he sacado el arma tres veces con intención de disparar. Pero nunca lo he hecho. Ni una sola vez. —Encajó el cartucho con un fuerte chasquido y se guardó el revólver en la pistolera—. ¿Y usted?

—No, nunca me han disparado. Saqué el arma una vez… y disparé.

—¿Ah, sí?

—Sí… Era la primera vez que salía a hacer este tipo de trabajo —explicó Mills al tiempo que señalaba la furgoneta negra que se dirigía a toda prisa hacia el apartamento de Victor Dworkin—. En aquella época no lo creía, pero la verdad es que estaba bastante verde. —La furgoneta dobló una esquina y se oyó un fuerte chirrido de neumáticos.

Mills giró el volante y permaneció detrás del otro vehículo—. El tipo había matado a su mujer. Parecía un primo de cuidado. En ningún momento imaginé que opondría resistencia, pero cuando irrumpimos en su apartamento por la puerta principal, el hombre estaba apuntando a mi compañero, que había subido por la escalera de incendios.

—Mills se frotó la nariz mientras recortaba mentalmente la historia con objeto de restar importancia al hecho de que la había cagado—. El tipo disparó una vez; yo, cinco.

—¿Cómo terminó la historia?

Mills efectuó unos cuantos recortes más antes de proseguir.

—Acabé con aquel hijo de puta. Pero fue raro. Fue como si todo sucediera a cámara lenta.

—¿Qué le pasó a su compañero?

—La bala lo alcanzó en la cadera —explicó Mills con el corazón latiéndole violentamente—. Nada grave.

Abrió la ventanilla a medias y dejó que el aire fresco le azotara el rostro. Se preguntaba si debía contarle a Somerset lo que realmente le había sucedido a Rick Parsons. Tal vez Somerset ya lo sabía. Pero ¿cómo iba a saberlo? Somerset aseguró que no había leído su expediente.

—¿Fue ése el motivo por el que le concedieron la medalla al valor? —inquirió Somerset.

Mills asintió, incómodo.

—Sí…, más o menos. En aquella época ya había dirigido muchas detenciones en la calle. Tenía un expediente bastante bueno.

—Bien, ¿y qué sintió? Al matar a un hombre, quiero decir.

Mills suspiró mientras en su mente seguía haciendo recortes.

—Imaginaba que sería terrible. Ya sabe, lo de acabar con una vida humana y todo eso. Pero la verdad es que aquella noche dormí como un angelito. Ni siquiera me paré a pensarlo.

Eso fue sólo porque no se había enterado de lo mal que estaba Rick Parsons hasta el día siguiente. En un principio, los médicos creyeron que se repondría por completo. Pero cuando se enteró de que Rick sería un parapléjico durante el resto de su vida, Mills dejó de dormir como un angelito.

Y así seguía.

Somerset se aferró al salpicadero cuando Mills dobló otra esquina con brusquedad.

—Hemingway escribió en alguna parte…, no recuerdo dónde…, pero escribió que para vivir en un lugar como éste hay que tener la capacidad de matar. Creo que se refería a que realmente hay que ser capaz de hacerlo, no sólo de fingirlo, para sobrevivir.

—Pues parece que sabía lo que decía.

—No sé. Hasta ahora he sobrevivido sin matar a nadie.

Mills se limitó a asentir con un gesto. El corazón le latía con fuerza al pensar en Rick y en aquella noche con Russell Gundersen. Había sido una situación idéntica a la que ahora le ocupaba. ¿Sería Victor Dworkin otro Gundersen?, se preguntó Mills. ¿La cagaría él y permitiría que disparara a Somerset a tan pocos días de su jubilación?

Mills se aferró el volante con más fuerza. Ni hablar, pensó. No dejaría que aquello sucediera de nuevo.

Ante ellos, la furgoneta negra esquivó un coche patrulla que obstaculizaba el paso. Sobre la acera, flanqueando la entrada de un destartalado bloque de pisos, había otros dos coches patrulla. La furgoneta se detuvo delante del edificio y Mills paró el coche a unos siete metros de distancia. El equipo de asalto bajó de la furgoneta por las puertas traseras, seis jóvenes policías uniformados con chalecos antibalas, cascos protectores de plexiglás y numerosas armas.

Somerset y Mills se apearon del coche y los siguieron hacia el interior del edificio. Mills tenía la boca seca. Aquella noche, la de Russell Gundersen, había sido igual, un equipo tomando por asalto un apartamento, la mitad por la puerta principal y los demás por la parte trasera. Mills sacó el arma en cuanto llegó al primer rellano. Ojalá se le tranquilizara el pulso.

Los policías uniformados subían la escalera de dos en dos y en fila india. Somerset iba detrás, y Mills cerraba la comitiva. A juzgar por la expresión de Somerset, daba la impresión de tenerlo todo bajo control, pero estaba sudando como un condenado. Mills lo adelantó en el siguiente rellano. Al tipo le quedaba un día para jubilarse, y Mills no iba a permitir que la historia se repitiera.

Mills apretó el paso para mantenerse a la altura de los agentes uniformados, que se encaminaban hacia el tercer piso. Frascos de crack y jeringuillas crujían bajo sus pies en la escalera desvencijada.

En el tercer piso, un viejo borracho ataviado con un traje de mil rayas muy gastado yacía en el suelo; tenía los ojos vidriosos y no podía levantar la cabeza del suelo más que unos pocos centímetros. Pasaron por encima de él y se dirigieron hacia su objetivo, el apartamento de Victor Dworkin, el 303.

Una rubia oxigenada que llevaba una camiseta enorme de Disney World y zapatillas peludas asomó la cabeza por la puerta de su vivienda. California le hizo señas para que se fuera, y la visión de los policías uniformados bastó para hacerla entrar de nuevo en su apartamento a toda prisa. California llevaba la orden de registro sujeta con cinta adhesiva al chaleco antibalas. Sin decir palabra, indicó por señas a sus hombres que se adelantaran con la barra. Mills intentó avanzar hasta la vanguardia, pero un corpulento policía negro se interpuso en su camino.

—Lo siento, detective —susurró—. Policías primero y detectives después.

A Mills le entraron ganas de decirle que se fuera a tomar por culo, que él tenía que entrar primero, pero Somerset le puso una mano en el hombro.

—Es la política del departamento —explicó.

California indicó a todos que se apartaran de la puerta para que los dos hombres que manejaban la barra tuvieran espacio para forzarla. Mills percibía que el sudor le resbalaba por la espalda. ¡Vamos! Entremos-pensó—. ¡Entremos!

California miró por encima del hombro para asegurarse de que todo el mundo estaba preparado, y a continuación asintió con un movimiento de cabeza.

—¡Policía! —gritó mientras llamaba a la puerta—. ¡Abran!

¡Policía! —De repente se apartó—. ¡A la mierda! ¡Adelante! —ordenó.

La pesada barra de metal astilló la puerta a la primera embestida. El segundo golpe destrozó la cerradura.

—¡Adentro! —ordenó California al mismo tiempo que se adelantaba a sus hombres y empujaba la puerta con el hombro, pistola de 9 mm en ristre—. ¡Policía! —gritó de nuevo—. ¡Agentes de policía!

Los demás policías uniformados irrumpieron en el piso, pero a Mills le pareció que se movían a paso de tortuga. Tenía ganas de entrar.

Cuando por fin lo consiguió, recorrió el salón polvoriento con la mirada en busca de un lugar donde no hubiera un policía, con la esperanza de encontrar a Victor Dworkin antes que nadie, pero era un apartamento pequeño, y los hombres de California lo tenían cubierto. Los agentes uniformados gritaban ¡Policía! ¡Policía!¿, mientras inspeccionaban cada habitación en busca de Victor. Mills se dio cuenta de que el televisor estaba colocado en el suelo, en un rincón junto al sofá, y estaba cubierto de polvo.

—¡Aquí dentro! —gritó California.

Mills avanzó con rapidez y logró entrar en el dormitorio antes que los agentes uniformados. Sobre una cama que se hallaba junto a la pared más alejada yacía un cuerpo.

Mills no logró ver gran cosa, porque California obstaculizaba su campo de visión mientras avanzaba con cautela y aferraba el arma con ambas manos, apuntando a la figura que estaba cubierta con la sábana. Mills también sostenía el arma con ambas manos. Sólo era capaz de pensar en Victor sacando un arma de debajo de la sábana y haciendo un numerito a lo Russell Gundersen con California.

Los demás agentes uniformados llegaron y empujaron a Mills hacia el interior de la habitación. El policía negro se unió a California, y se situó a los pies de la cama, mientras que éste lo hizo a la cabecera.

—¡Buenos días, cariño! —gritó California.

Pero la figura no se movió.

—¡Levántate, hijo de puta! —chilló California—. ¡He dicho que te levantes! ¡Ahora!

Capítulo 13

—¡He dicho que te levantes ahora mismo, cabrón de mierda! —insistió California.

Al asomarse al interior de la habitación, lo único que vio Somerset fueron espaldas y cabezas; todo el mundo se concentraba alrededor de la cama. A toda prisa, recorrió la estancia con la mirada y no comprendió por qué había tantos ambientadores. Se hallaban por doquier, a cientos; tubos y discos de plástico en un arcoiris de colores, algunos pegados a la pared, otros agolpados sobre una mesita y dos sillas, el resto en el suelo. El lugar despedía un penetrante aroma floral, como un infierno de popurrí. Una sábana vieja y amarillenta estaba clavada con tachuelas en la pared que había frente a los pies de la cama. De repente advirtió lo que había en la pared de detrás de la puerta: la palabra PEREZA escrita con mierda. De forma automática, Somerset empezó a respirar por la nariz, aunque la dulzura abrumadora de los ambientadores disimulaba cualquier posible hedor.

California propinó tal patada a la cama que un extremo se elevó del suelo.

—¡Levántate!

Con mucho cuidado, California alargó el brazo y arrancó la sábana de un tirón; de repente, una ola pareció barrer la habitación cuando cada uno de los hombres se puso tenso, consciente de que tal vez debería disparar en la siguiente milésima de segundo. Pero el chasco fue tremendo. Era evidente que lo que vieron no iba a abalanzarse sobre ellos.

—Dios mío —farfulló California al mismo tiempo que se apartaba.

Somerset se acercó para ver mejor. Un cuerpo casi desnudo yacía sobre la cama, arrugado y cubierto de úlceras. Era un hombre o, mejor dicho, la momia de un hombre. La piel presentaba el matiz grisáceo de la masilla. Sus ojos parecían vendados sobre el rostro demacrado y estaba atado a la estructura de la cama con un cable fino que alguien enrolló a su alrededor una y otra vez, como si fuera una mosca atrapada en la tela de una araña. Un taparrabo le cubría la entrepierna. De él salían dos tubos que desaparecían bajo la cama.

—Por el amor de Dios… —masculló el policía negro.

Mills meneó la cabeza, incapaz de apartar la vista del cuerpo.

Joder…

El hedor del cuerpo descubierto fue extendiéndose por la habitación, y Somerset sacó su pañuelo del bolsillo. Los ambientadores ya no servían de nada. Somerset se abrió paso hasta Mills y sacó la fotocopia con las fotografías policiales de Victor.

—¿Es él? —inquirió Mills.

Somerset comparó el rostro del cuerpo con el de las fotografías. Era la misma barbilla puntiaguda, la misma nariz aguileña.

—Sí, es él.

—Teniente, venga a ver esto.

California señaló el brazo derecho del hombre con el cañón del arma. La mano había desaparecido. De hecho se la habían serrado, a juzgar por el aspecto de la herida, cicatrizada largo tiempo atrás.

—Pidan una ambulancia —ordenó Somerset a California.

—Querrá decir un coche fúnebre —replicó California—. Este tipo está más que muerto.

—Teniente, eche un vistazo a esto.

El policía negro había descolgado la sábana amarillenta de la pared. Estaba cubierta de fotografías Polaroid de Victor atado a la cama, y en la parte inferior de cada una de ellas aparecía una fecha escrita con toda pulcritud.

—Hay cincuenta y dos, teniente. Las he contado.

Somerset se acercó a inspeccionarlas. Se trataba de una crónica del deterioro paulatino de Victor, su metamorfosis de un hombre de constitución normal y con un poco de barriga a un saco de piel y huesos. Somerset no pudo evitar pensar en las fotos que había visto de supervivientes de campos de concentración.

—¿Qué día es hoy? —preguntó, con el estómago revuelto.

—Eh… veinte —contestó el policía negro.

Somerset señaló la fecha de la primera fotografía.

—La tortura empezó hace hoy exactamente un año.

Por el amor de Dios… —murmuró—. ¿Qué clase de monstruo es este cabrón?

Mills se guardó el arma y sacó un par de guantes de látex.

—Muy bien, California, saque a su gente de aquí. Esto es un homicidio.

California le lanzó una mirada furiosa, que sólo duró un instante.

—Ya lo habéis oído —ordenó a sus hombres—. Larguémonos de aquí, y no toquéis nada al salir.

Somerset se interpuso entre los dos hombres antes de que las cosas empeoraran. California era tan irritable como Mills. La verdad era que se merecían el uno al otro. Mills siguió mirando enojado a California, hasta que por fin se volvió para examinar las fotos. Somerset levantó la sábana y con sumo cuidado cubrió a Victor Dworkin hasta el cuello. California permaneció junto a él.

—Parece una especie de muñeco de cera, espeluznante —comentó California, hipnotizado ante los ojos vendados de Victor.

Somerset alargó el brazo para comprobar si percibía algún indicio de pulso en el cuello de Victor, aunque la posibilidad le parecía remota, cuando de repente lo llamó Mills.

—Mire esto. Joder, no me lo puedo creer.

Mills tenía el rostro lívido.

—¿Qué? —Somerset advirtió que California estaba intentando retirar la sábana—. Deje eso, sargento —espetó—.

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