Seven (12 page)

Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

BOOK: Seven
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que nosotros sepamos —puntualizó Mills llevándose la botella a los labios.

—Tampoco hay testigo de ninguna clase.

—Lo cual no entiendo. El asesino pasó mucho tiempo con esos dos tipos. Y en el asesinato de Gould tenía que volver a salir del edificio. Alguien debería haberlo visto.

—Debería, pero no fue así. Ocuparse de los propios asuntos es toda una filosofía en la ciudad. Si miras mal a alguien puedes acabar con el cuello rebanado. No me extraña que no haya aparecido ningún testigo. —Somerset acercó la silla a la mesa y volvió a concentrarse en las fotos—. Sin embargo, apuesto lo que sea a que nos ha dejado otra pieza de su rompecabezas. No creo que pretenda abandonarnos en un callejón sin salida tan pronto. Quiere que le sigamos la pista.

Mills miró el reloj. Eran las once y media.

—Mire, me alegra tener la oportunidad de hablar de todo esto, pero…

—Esto es sólo para satisfacer mi curiosidad, ya que me voy a finales de semana —lo atajó Somerset mientras estudiaba la hilera de fotografías.

—Exacto.

Mills introdujo la mano en su maletín, que descansaba abierto sobre una silla, y extrajo otra instantánea. Se trataba de una copia de la fotografía en marco de oro de la señora Gould, cuyos ojos aparecían rodeados de círculos de sangre.

—La mujer —dijo—. Si el asesino nos intenta decir que ella vio algo, no sé qué puede ser. Se encontraba fuera de la ciudad cuando ocurrió.

—A lo mejor es una amenaza —aventuró Somerset.

—Ya se me había ocurrido. Está en un lugar seguro.

Otro metro entró traqueteando en la estación e hizo temblar las ventanas, el tazón de Somerset saltó y éste se apresuró a cogerlo antes de que el café se derramara sobre las fotos, aunque sin dejar de observar la instantánea de la señora Gould.

Mills volvió a hacerse masaje en la nuca. ¡Ojalá el metro fuera a la huelga, joder!

Cuando el tren abandonó la estación y el estruendo empezó a disiparse, Somerset deslizó los dedos sobre los círculos que rodéaban los ojos de la señora Gould.

—¿Y si no significa que ella ha visto algo? —sugirió—.

¿Y si quiere decir que tiene que ver algo, pero aún no ha tenido ocasión de verlo?

—Sí, pero ¿qué es lo que tendría que ver?

—Sólo hay un modo de averiguarlo —replicó Somerset encogiéndose de hombros.

El lugar seguro era un motel sombrío que se hallaba en las afueras de la ciudad. El rótulo luminoso de la carretera anunciaba con orgullo: Televisión por cable gratis en todas las habitaciones, pero cuando Mills y Somerset entraron en la habitación de la señora Gould, Mills decidió que la televisión por cable gratis constituía un magro consuelo. Recorrió la estancia con la mirada e intentó adoptar una expresión neutral. Las paredes necesitaban una mano de pintura, en el techo se veía una mancha de humedad del tamaño de una tortuga gigante y en todas las lámparas había bombillas de pocos vatios. Parecía la clase de lugar al que uno acudiría para suicidarse.

La señora Gould estaba sentada en el borde de la cama, sollozando mientras sostenía un pañuelo de papel arrugado ante los ojos.

La cabellera de color rojo fuego parecía descuidada desde hacía días, y tenía el rostro pálido e hinchado de tanto llorar. Tampoco se había molestado en maquillarse, de modo que su aspecto recordaba a uno de aquellos gnomos de juguete con el pelo disparado en todas direcciones. Vestía un chándal fucsia y verde e iba descalza. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo, pero no tenía los pies bonitos, sino que estaban coronados por grandes venas azules y prominentes.

Además de los sollozos de la mujer, el único sonido que se oía en la habitación era el golpeteo intermitente de una pelota de goma contra el otro lado de la pared. El policía de servicio que se hallaba en el pasillo mataba el tiempo con una pelota de goma que lanzaba contra la pared sin pausa.

No sólo se trataba de una falta de consideración, sobre todo a aquellas horas de la noche, sino que estaba volviendo loco a Mills, quien estuvo a punto de salir y hacerle tragar la pelota al agente.

Mills carraspeó e intentó hacer caso omiso del golpeteo.

—Siento molestarla a estas horas, señora Gould, pero…

—No importa. No he pegado ojo desde…

Su rostro se contrajo, y la mujer volvió a estallar en sollozos, cubriéndose la boca con una mano como si intentara acallarse a sí misma.

Mills dirigió una mirada a Somerset, pero el rostro de éste permaneció impasible. Ya habían decidido que Mills formularía las preguntas, puesto que dirigía el caso Gould.

—Señora Gould… —Abrió el maletín y extrajo las fotografías—. Necesito que vuelva a mirar algunas de las fotografías.

Clanc… clanc… clanc…

La pelota. Mills apretó los dientes, dispuesto a salir y hacerle tragar la pelotita a aquel gilipollas.

—Perdone, vuelvo enseguida…

—Ya me encargo yo —lo interrumpió Somerset, al tiempo que se dirigía a la puerta.

Salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí.

Mills no quería que se fuera. No quería quedarse a solas con la viuda. Nunca le había gustado enfrentarse a los familiares de las víctimas. Carraspeó de nuevo y tendió las fotos a la señora Gould.

—Me gustaría que echara un vistazo a estas fotos y me dijera si hay algo que le parece extraño o fuera de lugar.

Cualquier cosa.

Pero la mujer no quiso cogerlas.

—Las he mirado mil veces —gimió—. No quiero volver a verlas… nunca.

Mills apretó los labios. Odiaba ver llorar a una mujer.

Eso hacia que se enfadase consigo mismo, porque nunca sabía qué hacer para lograr que pararan.

—Por favor, señora Gould. Necesito que me ayude para que podamos encontrar a la persona que ha hecho esto.

La señora Gould se enjugó las lágrimas con las manos y alzó la vista hacia él en una sorda súplica para que la dejara en paz. Pero, por mucho que le doliera hacerla pasar por aquello, Mills sabía que no podía dejarla en paz.

—Por favor, señora Gould. Cualquier cosa que falte o le parezca diferente. Cualquier cosa.

La mujer cogió las fotos a regañadientes y le lanzó una mirada enojada. Les echó un vistazo rápido, demasiado rápido.

—No veo nada —sentenció antes de devolvérselas.

—Tómese el tiempo que necesite, señora Gould.

—No hay nada —insistió ella sin hacer ademán de volver a estudiarlas.

—¿Está completamente segura? Podría ser decisivo para encontrar a este tipo o perderlo de vista para siempre.

Lo digo en serio.

En aquel instante, Somerset entró de nuevo en la habitación. Mills ni siquiera se había dado cuenta de que el golpeteo había cesado.

La señora Gould intentó mirar de nuevo la primera fotografía, pero no lo consiguió.

—¡No puedo hacer esto ahora! —gritó—. ¡Por favor!

Mills se volvió hacia Somerset en busca de ayuda.

—Tal vez sería mejor esperar —sugirió el teniente en voz baja—. Yo puedo esperar hasta mañana.

Pero Mills no quería esperar.

—Hay algo en estas fotografías que se nos escapa, señora Gould. Creo que usted es la única persona que puede ayudarnos.

—¡Dios mío! —gimió la mujer—. De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo.

Se obligó a sí misma a mirar las fotos una vez más, pasándolas con rapidez.

Aquello no servía de nada, pensó Mills.

De repente, la mujer se detuvo y frunció el ceño mientras comparaba dos de las instantáneas del despacho de su marido que fueron tomadas desde el mismo ángulo. Eran primeros planos del escritorio y la silla.

—¿Qué ve, señora Gould? —le preguntó con insistencia.

La mujer golpeteó la primera fotografía con una uña roja y mal pintada.

—Este cuadro —dijo.

Mills estudió la fotografía. En la pared que había tras el escritorio de Gould se veía un gran óleo de al menos un metro por un metro veinte. Se trataba de una pintura abstracta: manchas y gotas negras, rojas y verdes.

—¿Qué le pasa al cuadro? —inquirió.

La señora Gould lanzó una mirada acusadora a ambos policías.

—¿Por qué está colgado al revés?

Mills miró a Somerset, que enarcó una ceja mientras observaba las fotografías que sostenía la mujer.

Al revés?

La luna era un pequeño orificio de bala en el cielo negro que se observaba desde la ventana del despacho de Eli Gould, en la decimosegunda planta. Mills encendió las luces mientras Somerset se ponía unos guantes de látex.

—¿Quiere hacer los honores? —ofreció Mills, señalando en dirección al cuadro abstracto de la pared.

Somerset adoptó una expresión algo perpleja.

—Es su investigación.

—Sí, pero es su última semana de trabajo.

Somerset se encogió de hombros y se acercó al cuadro mirándolo fijamente.

—¿Está seguro de que nuestra gente no lo ha movido?

—Aunque lo hubieran hecho, esas fotografías se tomaron antes de que los técnicos empezaran a trabajar.

Somerset cogió el cuadro por el marco y lo descolgó.

Mills esperaba encontrar otro mensaje escrito con sangre, pero aparte del gancho clavado a la pared no había nada.

—¡Mierda! —masculló Mills; su gran presentimiento de que la señora Gould había visto algo se convertía en agua de borrajas—. No quiero ni pensar en todas las horas de sueño que estoy perdiendo por culpa de esto.

—Tranquilo, tranquilo. —Somerset apoyó el cuadro contra el costado de la mesa con el dorso hacia ellos—. Mire esto.

—Señaló los tornillos del marco. Otros orificios sin tornillo se observaban justo debajo de aquéllos—. A lo mejor nuestro amigo cambió la cuerda para poder colgar el cuadro boca abajo.

Somerset se llevó la mano al bolsillo para buscar algo, y Mills se sorprendió considerablemente al ver que extraía una navaja con empuñadura de nácar. El teniente la abrió.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Mills.

—¿No tenían de éstas en Springfield? —replicó Somerset por encima del hombro.

—Los policías no, desde luego.

—Siempre he creído en este tipo de herramientas simples.

Somerset perforó con cuidado la cartulina marrón grapada al dorso del cuadro y practicó un corte a lo largo del borde para acceder al hueco que había tras el lienzo.

Cuando hubo cortado los cuatro bordes, Mills le ayudó a retirar la cartulina. Pero allí no había absolutamente nada; ni en la cartulina ni en el dorso del lienzo.

—¡Mierda! —espetó Mills—. ¡Qué pérdida de tiempo, joder! Debería estar en casa durmiendo.

Pero Somerset no le hizo caso, dio la vuelta al cuadro e introdujo la hoja de la navaja bajo la costra de pintura. Retorció el cuchillo y logró levantar una esquina.

—Vamos, Somerset, sea realista. El asesino no pintó este cuadro de mierda. Larguémonos.

Somerset lanzó una mirada de asco al cuadro, admitiendo que, con toda probabilidad, Mills tenía razón.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Debe de haber algo que quiere que encontremos.

—Estamos jodidos —rechazó Mills meneando la cabeza—. Nos está tomando el pelo.

Pero Somerset no le escuchaba. Seguía haciendo de Sherlock Holmes, absorto en lo que hacía y tratando a Mills como si fuera un doctor Watson imbécil. Bueno, a tomar por culo, pensó Mills. El viejo Sherlock tanteaba el terreno.

Somerset retrocedió un paso y estudió el trozo de pared en el que había estado colgado el cuadro. Recorrió el despacho con la mirada y a continuación retrocedió otro paso.

Se detuvo y volvió a contemplar el hueco.

Mills se estaba cabreando.

—¿Qué coño está haciendo?

—Cállese. Estoy pensando.

Mills apretó los puños, enfurecido porque Somerset lo trataba de nuevo como a un idiota. Ciego de ira, cogió una lámpara pequeña del aparador y estuvo a punto de arrojarla al suelo antes de recuperar el autocontrol.

—¡Capullo de mierda! —masculló mientras devolvía la lámpara a su sitio.

Somerset se llevó la mano al bolsillo y extrajo una cajita de plástico. La abrió y sacó una brocha y un frasco de polvo oscuro.

—¿Sabe hacerlo? —preguntó Mills con suspicacia mientras pensaba que deberían llamar a los de la oficina del forense para que se ocuparan de buscar huellas.

Somerset inspeccionó las cerdas de la brocha.

—No se preocupe. Llevo bastante tiempo en el oficio.

Encontró una silla de respaldo recto y la llevó hasta la pared antes de encaramarse a ella y empezar a cubrir con polvo la zona que rodeaba el gancho.

—¿Esto va en serio o qué, Somerset?

—Espere.

Somerset acercó el rostro a la pared para estudiar el residuo del polvo. Cogió la brocha y aplicó más polvos, separándose cada vez más del gancho y el clavo.

Mills intentó serenarse, pero se moría por saber qué había encontrado el señor Sabelotodo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ve? Nada, ¿verdad?

—No pierda la paciencia.

Somerset siguió trabajando de cara a la pared hasta casi agotar el frasco de polvo. Cuando se bajó de la silla, Mills vio con toda claridad lo que el teniente había descubierto.

El polvo oscuro lo había puesto de manifiesto, como si estuviera impreso: AYÜDENME apareció eserito con huellas digitales.

Joder —pensó Mills mirando a Somerset—. Este hijo de puta es Sherlock Holmes.

Capítulo 11

En la comisaría, Somerset y Mills estaban inclinados sobre el hombro de Michael Washington mientras contemplaban la pantalla verde del ordenador en espera de que sucediese algo. A Washington, un recio negro de cuarenta y tantos años que era el jefe de ánalisis de huellas del departamento, no le hacía ni pizca de gracia cargar con horas extras.

Según Somerset, había sido un tipo normal mientras no fue más que otro de los técnicos de la oficina del forense, pero ahora se consideraba una persona con horario regular, de nueve a cinco, demasiado importante para que lo despertaran en plena noche. Sin embargo, Somerset tuvo que recordarle que se trataba de un asunto urgente y que había vidas en juego, además de que su trabajo consistía en estar al servicio de la policía, no a la inversa. Al cabo de unos diez minutos de gritar por teléfono, Somerset había convencido por fin a WashingTOn de que se espabilara y fuera a la comisaría, aunque no por eso el hombre dejara de quejarse ni un instante.

—No sé qué coño os pasa —refunfuñó mientras tecleaba—. Si quisiera trabajar de noche me habría convertido en detective como vosotros, capullos. Yo trabajo de día. No sé qué narices hago aquí a estas horas. ¿Estáis seguros de que esto no puede esperar hasta mañana?

Other books

WiredinSin by Lea Barrymire
The Seduction Vow by Bonnie Dee
Flowercrash by Stephen Palmer
Blood Lust by Santiago, Charity
Bell, Book, and Scandal by Jill Churchill
Hue and Cry by Shirley McKay
Before Amelia by Eileen F. Lebow
Hands of Flame by C.E. Murphy
Cicero by Anthony Everitt