Seven (22 page)

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Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

BOOK: Seven
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¡Me obligó a hacerlo!

Somerset ya había levantado la sábana e hizo una mueca al contemplar el espectáculo. Mills miró por encima de su hombro y quedó desconcertado en el primer momento. La parte superior del tronco de la muerta no mostraba señal alguna, no se apreciaban cortes ni cardenales en el rostro…

Pero entonces se aproximó más y vio su entrepierna y el estómago vuelto del revés. Somerset bajó la sábana.

—Eso es el enchufe —dijo el enfermero de la linterna—.

Ahora eche un vistazo a la clavija.

Retiró la sábana que cubría las caderas del hombre. Llevaba un artilugio muy sofisticado atado a los genitales, un consolador con correas coronado por la hoja de un cuchillo de carnicero. Las puntadas del pene achaparrado de cuero que sujetaban el cuchillo le recordaron a Mills los restos de un miembro amputado. Sobre la hoja se apreciaba sangre seca.

Unas correas anchas de cuero blanco rodeaban la cintura y los muslos del hombre. Estaban atadas con fuerza, hincadas en su carne para evitar que el maldito trasto se soltara.

Somerset sacó la fotografía Polaroid que se había llevado de la tienda de artículos de cuero. Era el mismo consolador asesino, la obra maestra de Wild Bill.

El primer enfermero estaba llenando una jeringa a la luz de la linterna.

—No queremos quitárselo hasta que lleguen los de la oficina del forense. Siempre se cabrean si tocamos las pruebas.

—Quítenmelo —suplicó el hombre desnudo—. ¡Quítenmelo, por favor!

El enfermero de la jeringuilla llamó por señas al policía sudoroso para que le ayudara a sujetar al hombre desnudo mientras le inyectaba un sedante.

—¡Quítenmelo! ¡Dios mío, por favor! ¡Por favor!

Mills no lo resistió. A toda prisa se puso unos guantes de látex y se agachó junto al hombre.

—Sujételo —ordenó al policía—. Yo asumo la responsabilidad si los de la oficina del forense dicen algo.

Empezó a desatar las correas, pero estaban tan apretadas que pellizcaron la piel del hombre mientras lo liberaba.

Cuando por fin logró quitarle el artilugio, varios surcos de color rojo intenso señalaban el lugar donde había llevado el artefacto. Mills percibió el peso de aquel horrible objeto en sus manos. Era brutal y pesado; no quería sostenerlo. Lo dejó al pie de la cama, junto a la víctima.

El cuerpo del hombre empezó a relajarse entre los brazos del agente uniformado, pero era evidente que luchaba contra el sedante, pues parpadeaba y movía los labios sin cesar en un intento por seguir hablando.

—Di…dijo… m-m-me preguntó si estaba casado. Llevaba una p-pistola.

Somerset se acercó algo más y se agachó para poder ver el rostro del hombre.

—¿Dónde estaba la chica?

—¿La chica? ¿Q…qué quiere decir?

—¿Dónde estaba la prostituta? ¿Dónde estaba?

—E-e-estaba en la cama. Estaba s-s-sentada en la cama.

—¿Quién la ató? —preguntó Somerset—. ¿Usted o él?

—¡Tenía una pistola! —chilló el hombre—. ¡Tenía una pistola! El lo provocó. Me obligó a hacerlo. —El hombre prorrumpió en sollozos y se encogió—. Me obligó a ponerme ese… esa cosa. ¡Dios mío! M-m-me obligó a llevarlo y… y me dijo que me la tirara. Me había metido la pistola en la boca. —El hombre se desplomó hacia adelante cuando el policía y el enfermero lo soltaron por fin—. ¡Tenía la pistola metida hasta la garganta, joder! —gritó.

Mills sintió ganas de vomitar. Recordaba el sabor de la pistola de Doe en su boca después de que el asesino le golpeara en la cara en aquel callejón. Apartó la vista y se volvió hacia la cama. La palabra LUJURIA parecía desafiarle. Sacó el cuaderno de notas y pasó las hojas hasta llegar a la que tenía anotados los siete pecados capitales.

Otro más —pensó mientras sus manos temblorosas agitaban el papel—. Otro más que podemos tachar. Sólo quedan tres: envidia, ira y orgullo. ¡Mierda!

Bajó la mirada hacia la mancha de sangre que seguia extendiéndose y el consolador asesino.

¿Y ahora qué pasará? —se preguntó enfurecido y asqueado—. Por el amor de Dios, ¿qué más pasará?

Capítulo 20

Un bar de aficionados a todo tipo de deportes no respondía al concepto que Somerset tenía de un buen local, pero después del día que Mills y él habían pasado, un lugar lleno de policías y actividad se le antojaba más adecuado que los antros tenebrosos que solía frecuentar. El Winner's Cirele Saloon era más grande que un supermercado y estaba repleto de juegos, desde minicanchas de baloncesto y hockey hasta plataformas de bateo, mesas de billar, dardos e incluso una pista de sumo donde los participantes se ponían trajes hinchables y se atacaban hasta que uno caía de espaldas al suelo y ahí se quedaba, indefenso como una tortuga vuelta del revés. Cada centímetro del espacio aparecía decorado con trofeos, placas, lazos y banderolas. Somerset y Mills estaban sentados en la barra, con una jarra de cerveza ante ellos.

Somerset bebió un sorbo de una copa helada.

—Cuando llegaba a casa, mi viejo me contaba historias macabras de crímenes —contó—. Los asesinatos de la calle Morgue, Té verde, de Le Fanu, cosas así. Mi madre lo ponía de vuelta y media porque me tenía despierto hasta las tantas.

—Da la impresión de que su padre quería que usted siguiera sus pasos —comentó Mills, inclinado sobre su cerveza.

De repente, Somerset se preguntó si Mills estaba al corriente de que él sabía lo del embarazo de Tracy. Pero ¿cómo iba a saberlo? Habían estado juntos todo el día, y Tracy no se lo habría contado por teléfono. Mills no podía saberlo.

Somerset dejó la copa sobre la barra.

—Una vez, mi padre me regaló mi primer libro nuevo de tapas duras por mi cumpleaños. Era El siglo del detective, de Jurgen Thorwald. Explicaba la historia de la deducción como ciencia y decidió mi destino porque era real, no ficticio. El hecho de que una gota de sangre o un cabello pudieran resolver un crimen me parecía increíble.

Sirvió más cerveza a Mills y luego se llenó la copa. Percibía que Mills estaba muy tenso por el asunto de John Doe y quería que se relajara, que adquiriera cierta perspectiva antes de que el caso lo volviera loco.

—¿Sabe? Aquí no habrá un final feliz. Es imposible.

—Si lo atrapamos tendremos un final lo suficientemente feliz —replicó Mills.

—No. Deje de pensar en el caso en términos del bien contra el mal. Las cosas no funcionan así.

—¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Sobre todo después de lo que ha pasado hoy!

—Escuche. Un hombre pega a su mujer hasta dejarla hecha papilla, o una mujer acribilla a su marido a tiros.

Limpiamos la sangre de las paredes y encarcelamos al asesino, pero ¿quién gana en definitiva? Digamelo.

—Pues uno hace su trabajo…

—Pero no hay victoria —insistió Somerset.

Mills cogió su jarra de cerveza.

—Uno observa las leyes y hace lo que puede. Es lo único que se puede hacer.

—Si atrapamos a John Doe y resulta que él es el diablo, que es el mismísimo Satanás, tal vez eso esté a la altura de nuestras expectativas. Pero no es el diablo. No es más que un hombre.

—¿Por qué no cierra el pico un rato? —sugirió Mills lanzándole una mirada fulminante—. No para de refunfuñar y quejarse por todo. Qué, ¿acaso cree que me está preparando para los malos tiempos? Pues no. Se marcha dentro de nada. Yo soy el que se queda aquí para luchar.

Una fotografía de Mohamed Ali cuando era joven captó la atención de Somerset.

—Pero ¿por quién está luchando? La gente ya no quiere adalides. La gente sólo quiere jugar a la lotería y comer hamburguesas con queso.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Convencerme para que deje de trabajar aquí? ¿Quiere que me escape al campo con usted?

Sí, pensó Somerset. Por el bien de su hijo.

—Por el amor de Dios, teniente, es posible que no sea asunto mío, pero ¿cómo narices ha acabado así? ¿Eh?

Somerset bebió un trago y reflexionó.

—No ha sido una cosa concreta lo que me ha trastocado, por si es eso lo que cree. Es sólo que… no puedo vivir en un lugar donde la apatía se acepta y fomenta como si fuera una virtud. Ya no lo aguanto más.

—Lo cual significa que es usted mejor que todos los demás, ¿no? Porque tiene principios más elevados.

—Se equivoca —negó Somerset—. Mi problema es que comprendo a la perfección la situación de todo el mundo. La comprendo demasiado bien. Pero me niego a aceptar la apatía. Por desgracia, es lo único que funciona de verdad en lugares como éste. Piense en ello. Es mucho más fácil dejarse llevar por las drogas que afrontar la vida; es más fácil robar algo que ganárselo; es más fácil pegar a un niño que educarlo porque realmente cuesta mucho amar y cuidar.

—Está hablando de personas mentalmente enfermas, de personas que…

—No, no es verdad. Estoy hablando de la vida cotidiana, de personas normales que intentan seguir adelante, de personas como usted y como yo. No puede permitirse el lujo de ser tan ingenuo, Mills.

Mills dejó la cerveza sobre la barra con un golpe.

—¡Váyase a la mierda! ¡Escúchese! Me está diciendo que el problema de la gente es que a nadie le importa nada, así que a usted tampoco puede importarle nada. Eso es una parida, tío. No tiene ningún sentido, ¿y quiere saber por qué?

—¿Y a usted le importan las cosas? —lo atajó Somerset.

—Pues claro que sí, joder.

—¿Y usted, David Mills, va a cambiar las cosas?

Mills se volvió hacia Somerset.

—Sí, aunque a lo mejor a usted le parece una ingenuidad. ¿Y sabe una cosa? No creo que se marche porque crea en las cosas que dice. Tengo la impresión de que quiere creerlas porque así se siente mejor. Se siente justificado.

Quiere que yo esté de acuerdo con usted. Sí, tiene toda la razón del mundo, teniente. Esto es una mierda. Vámonos a vivir a una puta cabaña de troncos en el bosque. Bueno, pues no estoy de acuerdo con usted. No puedo permitírmelo, porque yo me quedo. —Se levantó del taburete y arrojó un par de billetes sobre la barra—. Gracias por la cerveza.

Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta.

Dos tipos blancos con panza de cerveza, sudaderas y gorras de béisbol que estaban al otro extremo de la barra lo siguieron con la mirada. Somerset no era consciente de que habían estado gritando. El camarero también lo observaba fijamente. Somerset sacó un cigarrillo e intentó encenderlo, pero el maldito mechero no prendía. Por fin lo logró, pero la mano le tembló al intentar mantener fija la llama.

¡Maldito cabezota de mierda!, pensó. Mills iba a joderse la vida de mala manera. Y no sólo la suya, sino también la de Tracy y la del bebé. Mills estaba emprendiendo el mismo camino inútil que Somerset ya había recorrido.

Somerset intentó levantar la jarra, pero las manos le seguían temblando. En su interior oía el ritmo constante del metrónomo mientras intentaba calmarse como hacía en su casa. Tic… tic… tic… Pero no le sirvió de nada. En el bar había demasiado ruido, con toda esa gente jugando a todos esos juegos, discutiendo sobre deportes o intentando ligar con mujeres que flirteaban con los hombres, gente engañándose a sí misma, apostando creyendo que iban a ganar.

Cogió la copa y se dirigió a las dianas que había al otro extremo del local. Se las quedó mirando y se concentró en una de ellas, intentando apartar de sí todo pensamiento a excepción del sonido del metrónomo.

Tic… tic… tic…

Tiró a la diana, prestando menos atención a su puntería que al ritmo, acelerando hasta que los golpes coincidieron con el tic de su mente, un tac en la diana por cada tic del metrónomo. Tic, tac… tic, tac…, tic, tac…

Somerset siguió lanzando sin pensar. Tic, tac…, tic, tac…, tic, tac…

—Eh, oiga —lo llamó el camarero.

Estaba inclinado sobre la barra con expresión algo nerviosa.

—¿Qué? —replicó Somerset.

Tenía la frente bañada en sudor y no deseaba que lo molestaran en aquel momento.

—¿No cree que podría utilizar dardos en lugar de…?

—preguntó el camarero señalando la diana con la cabeza.

La navaja de Somerset estaba clavada en el corcho justo debajo del blanco.

¡Dios mío!, pensó mientras la retiraba a toda prisa y se la guardaba. Ni siquiera se había dado cuenta de que la había sacado. Aferró el mango de nácar. Las manos todavía le temblaban.

Capítulo 21

Mills sentía pinchazos en la cabeza cuando llegó a casa aquella noche, pero no a causa de la cerveza. Seguía cabreado con Somerset y su maldito sermón mientras atravesaba el salón con el mayor sigilo posible. Si Somerset tenía todas las putas respuestas, ¿entonces por qué era un desgraciado? ¿Qué coño pretendía al decirle a los demás cómo debían vivir su vida, cuando la suya era un completo desastre? ¿Qué clase de persona huye de sus problemas?

Pues la que no puede afrontarlos, eso es. Así que él no era nadie para hablar.

Mills se dirigió a tientas hasta la mesa del comedor, iluminado débilmente por la luz de las farolas. Retiró una de las sillas, se sentó y empezó a sacarse los zapatos. Mojo, el perdiguero dorado, se acercó a su pierna para que le rascara la cabeza. Mills obedeció y le agitó las orejas, pero Mojo no reaccionó meneando la cola, como solía hacer. El perro parecía deprimido, observó Mills. O tal vez sólo cansado.

Mills dejó los zapatos bajo la mesa y se dirigió al dormitorio, avanzando cuidadosamente con sus pies embutidos en los calcetines y deseoso de que los tablones de madera no crujieran tanto. Se desnudó procurando no despertar a Tracy y dejó la ropa sobre una silla. Se despojó de los calzoncillos y les propinó una patada antes de deslizarse entre las sábanas hasta el cuerpo de Tracy, para sentir la calidez de su mujer contra su piel. Se cubrió los hombros con la sábana y avanzó el rostro hasta encontrar el de Tracy; entonces la besó, primero en la frente y luego en la mejilla. No quería despertarla él, sino que se despertara ella misma.

Gracias al cabrón de Somerset se sentía demasiado tenso como para conciliar el sueño. Deslizó el brazo bajo la nuca de Tracy y la abrazó mientras volvía a besarla en la cara.

—Cariño… —murmuró ella medio dormida.

—Chist —la tranquilizó Mills acariciándole la mejilla—. Duérmete.

—¿Qué pasa? —preguntó Tracy.

—Nada… —Se quedó mirando la silueta de su perfil—.

Te quiero.

Tracy emitió un gemido y se giró para abrazarlo.

Mills cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que nunca acabaría como Somerset porque tenía a Tracy. Si Somerset tuviera a alguien como Tracy, nunca se habría vuelto así.

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