Parecía un profesor universitario excéntrico, un físico o algo por el estilo. No desvariaba, no estaba enfadado, no aullaba a la luna; su rostro exhibía una expresión casual, casi perezosa.
Su abogado, Mark Swarr, se encontraba sentado frente a él; por lo visto le estaba haciendo preguntas mientras tomaba notas en una carpeta. El micrófono estaba apagado, de modo que Somerset no podía oír lo que decían. Le habría encantado saber de qué hablaban, pero no podía escuchar. Confidencialidad entre abogado y cliente. Escuchar suponía violar los derechos de Doe, la suerte de tecnicismo que podía hacer que un tribunal desestimara su caso.
Era necesario respetar las leyes, se dijo Somerset. Doe no podía salir absuelto. De ningún modo podía obtener la libertad. Ni por un solo minuto.
Somerset entornó los ojos mientras estudiaba al abogado, preguntándose por qué Doe lo habría escogido a él.
Swar aparentaba unos treinta años; traje oscuro, camisa blanca, cabello oscuro y rizado, mala postura. Había finalizado sus estudios universitarios tan sólo hacía dos años y ya tenía su propio bufete; un chico ambicioso, que quería llegar lejos. Lo que a todas luces le faltaba era el instinto asesino de que estaban dotados los abogados criminalistas veteranos. Swarr había representado a un buen número de traficantes de drogas de poca monta, pero hasta el momento ningún pez gordo había contratado sus servicios.
Somerset dudaba de que algún día consiguiera comprarse trajes caros y convertirse en uno de aquellos piquitos de oro que hacían cualquier pirueta legal por sus clientes criminales y se embolsaban grandes cantidades de dinero por sus hazañas. Pero eso era precisamente lo que Somerset no comprendía. Si Doe podía permitirse el lujo de contratar a un abogado, ¿por qué no llamar a un pico de oro de los grandes? ¿Por qué Swarr? Swarr no era mucho mejor que los abogados gratuitos de oficio.
La puerta se abrió detrás de Somerset y Mills entró en la sala de observación, seguido del capitán. Somerset distinguió su reflejo en el vidrio. Mills se acercó directamente al espejo y clavó su mirada en Doe. El capitán le entregó a Somerset una hoja de huellas digitales, en la que aparecían huellas de tinta negra desparramadas y mezcladas con sangre.
—No sirven para nada —empezó el capitán con un resoplido asqueado—. Por lo visto, Doe se corta la piel de las yemas de los dedos con regularidad. Por eso no hemos encontrado ni una sola huella válida en su apartamento. Ha reconocido que lleva bastante tiempo haciéndolo. Dice que sabe lo que se hace, que se corta la piel antes de que vuelva a crecer la línea papilar.
El capitán cogió la hoja y la rasgó en dos.
—¿Qué hay del seguimiento de su cuenta bancaria? —inquirió Mills—. ¿Y las armas que hemos encontrado en su piso? El tipo tendrá un pasado. Debe de haber algo que lo relacione con él.
—Hasta ahora no nos hemos topado más que con callejones sin salida —comentó el capitán—. No tiene historial de créditos, ni laboral. Hace sólo cinco años que abrió su cuenta, y todas las operaciones las ha hecho en efectivo. Incluso hemos intentado averiguar de dónde proceden sus muebles, para comprobar si llegó aquí desde algún otro lugar. Por ahora, lo único que sabemos es que tiene dinero, que parece culto y que está completamente loco. Y es posible que nunca lleguemos a descubrir por qué se convirtió en lo que es.
—Es John Doe por elección propia —intervino Somerset contemplándolo a través del vidrio—. Es su propia creación. El doctor Frankenstein y el monstruo en una sola persona.
—¿Cuándo podremos interrogarlo, capitán? —preguntó Mills.
—Nunca.
—¿Qué?
—Porque está confesando, y el caso pasa directamente a la oficina del fiscal.
Mills se mesó los cabellos.
—Este tipo no se entregaría así como así. No tiene sentido. No tiene remordimientos. Basta con echarle un vistazo para darse cuenta.
—A lo mejor no tiene por qué tener sentido —replicó el capitán—. Me rindo. No lo sé.
Somerset encendió un cigarrillo.
—Todavía no ha terminado.
—¿Qué va a hacer desde la celda? —exclamó el capitán con una carcajada.
Somerset entornó los ojos para evitar que le entrara el humo.
—No lo sé, pero sí sé que todavía no ha terminado. No puede haber terminado.
—Nos está tomando por el pito del sereno, eso es lo que está haciendo —gritó Mills—. ¡Y nosotros se lo aguantamos como gilipollas!
El capitán lo contempló unos instantes.
—¿Quiere un consejo, Mills? Déjelo. Está demasiado histérico. Ahora es asunto de la oficina del fiscal, así que déjelo. Y no se trata de una simple sugerencia. ¿Me entiende?
El capitán tiró la hoja de huellas rasgada a la papelera y se marchó.
Mills apoyó la frente contra el vidrio y oprimió los dedos uno a uno contra la superficie, haciendo crujir los nudillos.
Somerset sabía que el capitán tenía razón. Mills estaba histérico, sin lugar a dudas, pero lo que Somerset no sabía era hasta qué punto. ¿Hasta dónde llegaría Mills para vengarse de Doe?
Mills empezó a hacer crujir los nudillos de la otra mano.
—Sabe que nos está tomando el pelo —comentó.
Somerset exhaló un largo suspiro.
—Probablemente, por primera vez desde que nos conocemos estamos de acuerdo. Doe no se detendría de esta forma. Hay algo más.
—Pero ¿qué?
—Todavía le quedan dos asesinatos para completar su obra maestra. Aún le quedan la envidia y la ira. Pero no me imagino cómo piensa terminar. ¿Y usted?
—A lo mejor ya ha terminado y todavía no hemos encontrado los cadáveres.
—No sé, pero no lo creo. A este tipo le encanta transmitir mensajes. ¿Por qué iba a guardar silencio con los dos últimos? Deberían ser su gran número final.
—Quizá… —masculló Mills encogiéndose de hombros, con la cabeza aún apoyada contra el vidrio.
Somerset se concentró en la carpeta amarilla del abogado, en Mark Swarr, que garabateaba notas a cien por hora.
—Creo que tendremos que esperar a escuchar la defensa de Doe.
Mills exhaló aire sobre el espejo, y en el vaho escribió IRA y ENVIDIA.
En la sala de interrogatorios, John Doe se había quedado dormido.
Poco después de la una de aquella tarde, Somerset y Mills fueron convocados a una reunión en el despacho del capitán. Cuando llegaron, el abogado de John Doe, Mark Swarr, y el fiscal del distrito, Martin Talbot, estaban sentados en las dos sillas que había frente al escritorio del capitán. Este tenía el ceño fruncido, los codos apoyados sobre la mesa y los dedos formando un triángulo sobre los labios.
Parecía hervir de indignación. Por el contrario, los abogados tenían aspecto de abogados… Nada llegaba a afectarles.
No obstante, Somerset advirtió una delgada línea de sudor sobre el labio superior del fiscal. Eso no era propio de Talbot. Por lo general no se inmutaba. Por supuesto, aquel caso era terreno inexplorado para todo el mundo.
Mills y Somerset saludaron con la cabeza a todos los presentes y se acomodaron en la atestada oficina. Mills se apoyó contra la repisa de la ventana. Somerset permaneció de pie y apoyó el codo sobre un archivador muy alto.
El capitán miró a Swarr mientras hacía una seña en dirección a los dos detectives.
—Dígaselo.
Swarr giró en su silla para encararse a ellos.
—Mi cliente me ha comunicado que hay otros dos cadáveres… otras dos víctimas escondidas. Dice que revelará su paradero, pero sólo a los detectives Mills y Somerset, a las seis en punto de esta tarde.
Talbot lanzó una carcajada seca al mismo tiempo que sacaba el pañuelo de seda color burdeos del bolsillo de la pechera y se enjugaba el sudor del labio superior.
—Por Dios…
—¿Por qué a nosotros? —preguntó Mills.
—Dice que los admira —replicó Swarr encogiéndose de hombros.
Somerset miró al capitán y meneó la cabeza.
—Esto forma parte de su juego; es evidente.
Podría ser un farol, pensó Somerset. O una trampa. Sin embargo, lo más probable era que los cadáveres existieran.
Doe tenía que terminar su obra maestra, y esos dos cadáveres completarían los siete pecados capitales. Envidia e ira.
—Mi cliente advierte que si los detectives no aceptan su oferta, los cadáveres no aparecerán jamás.
—La verdad, abogado —intervino Talbot mientras volvía a guardarse el pañuelo—, yo me inclino por que esos cadáveres se pudran donde están.
—No hacemos tratos, señor Swarr —añadió el capitán.
—Mire —atajó Mills levantándose de un salto y señalando a Swarr con el dedo—, su cliente ya está en la cola para conseguir una habitación gratis con pensión completa y televisión por cable a cargo del estado, igual que cualquier otro cabrón asesino. Así que, ¿por qué no se larga, amigo? No nos va a sacar nada más.
—Tranquilícese, Mills —advirtió el capitán.
Pero Mills ya era imparable, y aún no había terminado su discurso.
—¿Cómo puede defender a ese hijo de puta? ¿Está orgulloso de ello?
—Detective —repuso Swarr sin inmutarse—, como usted sabe, la ley me obliga a servir a mis clientes a mi mejor saber y entender, a defender sus intereses.
—Ya, claro, pues defienda esto —espetó Mills al mismo tiempo que le dedicaba un gesto obsceno y volvía a apoyarse contra la repisa de la ventana.
—¡Se está pasando, Mills! —masculló el capitán.
—No importa, capitán —le aseguró Swarr—. Comprendo que sus hombres han estado bajo una gran presión por este caso.
Mills volvió a incorporarse de un salto.
—¡No quiero que comprenda mi presión, capullo!
—¡Siéntese! —gritó el capitán lanzándole una mirada furiosa.
Swarr se volvió hacia el fiscal del distrito.
—Mi cliente también desea comunicarles que si no aceptan su oferta, alegará demencia en el juicio.
Talbot lanzó otra carcajada seca.
—Que lo intente. —El sudor volvía a cubrirle el labio superior—. Se lo advierto: no permitiré que se me escape esta condena. Ni hablar.
—Mi cliente también me ha comunicado que si aceptan su oferta bajo las condiciones que especifique, firmará una confesión completa y se declarará culpable de todos los asesinatos en el acto.
En el despacho se hizo el silencio. Talbot y el capitán evitaron mirarse a los ojos, pues no querían admitir que Swarr acababa de jugar el as que guardaba en la manga, y que lo había jugado bien.
Mills miró a Somerset, pero éste estaba ocupado sacando un cigarrillo y encendiéndolo. En su opinión, aquel asunto apestaba. Doe había controlado la situación desde un principio, y su oferta no hacía más que seguir confiriéndole control. ¿Qué más daba si Doe tenía a otras dos víctimas escondidas en alguna parte? Ya estaban muertas.
¿Por qué no dejar que el tipo le diera unas cuantas vueltas a la cabeza? ¿Por qué tanta prisa?
Pero Somerset notaba que Mills se moría por resolver el asunto. Su lenguaje corporal lo clamaba a gritos. Craso error. Nunca hay que dejar que el otro advierta hasta qué punto deseas algo. Somerset se sentía decepcionado. A Mills le quedaba mucho que aprender.
—¿Qué le parece? —preguntó el capitán a Mills.
—Adelante.
Somerset dio una larga calada al cigarrillo. Nada inteligente, pensó.
Swarr giró en redondo para mirar de frente a Somerset.
—Mi cliente exige que vayan los dos.
Somerset no respondió enseguida.
—Si su cliente tuviera intención de alegar demencia, esta conversación sería admisible. El hecho de chantajearnos con ese alegato podría volverse en su contra.
—Es posible —replicó Swarr—, pero mi cliente quiere recordarles que hay otras dos personas muertas. No hace falta que les diga lo que haría la prensa si descubriera que la policía ha mostrado escaso interés por hallar los cadáveres para que sus seres queridos puedan enterrarlos de forma digna.
—Parece que ya ha preparado el comunicado de prensa, abogado —comentó Somerset.
—Como ya he dicho, detective, me limito a defender los intereses de mi cliente.
Somerset se lo quedó mirando mientras exhalaba el humo por la nariz.
—Todo esto suponiendo que realmente haya otros dos cadáveres, abogado.
Talbot torció el gesto y se llevó la mano al bolsillo para extraer una hoja doblada.
—Hace un rato, recibí un informe preliminar del laboratorio. Han efectuado un análisis de urgencia de la ropa y las uñas de Doe. Han encontrado rastros de su propia sangre, producto de los cortes en las yemas de los dedos. —Se detuvo y lanzó un suspiro—. También han encontrado sangre de Linda Abernathy, la mujer cuyo rostro desfiguró… así como sangre de una tercera persona… no identificada por el momento. —Talbot se volvió para mirar a Somerset—. Escoltarían a un hombre desarmado.
Somerset sintió deseos de escupirle. Talbot se estaba rajando. Somerset no lo había esperado de él.
Mills se dirigió hacia la puerta.
—Vamos, hombre. Acabemos con esto de una vez.
Pero Somerset se mantuvo en sus trece. Se cruzó de brazos y clavó la vista en el suelo, con el cigarrillo humeante entre los dedos. Podía sentir el pedazo de papel pintado de su casa nueva en el bolsillo de la camisa.
—Desde ayer, estoy jubilado oficialmente —anunció—.
Ya no tengo nada que ver con todo esto.
—Pero ¿qué coño está diciendo? —gritó Mills, de nuevo enfurecido.
—Mi cliente lo ha expresado con toda claridad —intervino Swarr—. Tienen que ir tanto Mills como Somerset.
No uno de los dos ni algún sustituto.
Todas las miradas permanecían fijas en Somerset.
El capitán se estaba cabreando por momentos. Sabía que todo el procedimiento era muy irregular, pero Swarr los tenía bien cogidos por las pelotas.
La frente de Talbot se estaba cubriendo de sudor. Sin lugar a dudas pensaba en la rueda de prensa, en Swarr contándole al mundo que al fiscal del distrito le importaba un pepino la muerte de dos personas. Las posibilidades de Talbot de presentarse como candidato político se irían al garete si eso sucedía.
Mills se estaba volviendo loco al pensar que no conseguiría resolver aquel asunto. No se daba cuenta de que, en la vida real, casi nunca se obtenía un principio, un desarrollo y un desenlace claros y definidos. Si lo que uno quiere es una conclusión clara, mejor leer una novela.
Por supuesto, Somerset también quería una pequeña conclusión. Deseaba atar al menos los principales cabos sueltos para así poder jubilarse. Si dejaba tras de sí un embrollo impresionante, Mills tendría razón, sería como rendirse.