Seven (9 page)

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Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

BOOK: Seven
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—Bien —repuso Silas—. Bastante bien.

—Venga, George, muévete —instó Kostas—. Las cartas se están enfriando.

—El deber me llama —dijo George a Somerset por encima del hombro con una expresión de fingido hastío—.

¿Seguro que no quieres jugar un par de manos con nosotros?

—No, gracias —repuso Somerset meneando la cabeza—. Tengo trabajo.

—Bueno, pues ponte cómodo. Estás en tu casa.

—Gracias, George —le respondió Somerset con una sonrisa.

Se sacó el cuaderno de notas del bolsillo y se dirigió hacia la sala de lectura; sus pisadas resonaron con majestuosidad en aquel espacio enorme. Retiró una silla, encendió una lámpara y, cuando estaba a punto de sentarse, un trueno retumbó en la cavernosa estancia. El aguacero empezó a golpear el tragaluz de cristal reforzado que se abría en el techo.

Oía a los hombres hablar en el piso superior mientras jugaban al póquer.

—Con todos estos libros —les gritó—, un mundo entero de conocimiento a vuestra disposición, y os pasáis toda la noche jugando al póquer.

George asomó la cabeza por la barandilla y colocó un radiocasete en el borde.

—Pero ¿qué dices? Tenemos tanta cultura que es para cagarse.

Los otros hombres rieron cuando George puso música.

Los compases de un solo de piano se propagaron por el espacio abierto y flotaron sobre las mesas como nieve en polvo. Somerset cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Era una fuga de Bach, de El clave bien temperado.

Arriba, George se estaba encendiendo un puro con una cerilla de madera.

—¿Sabes una cosa, Sonrisas? Nos vas a echar de menos cuando te vayas. No hay bibliotecas abiertas las veinticuatro horas allí, en el culo del mundo, donde te vas a vivir.

—Probablemente tengas razón.

—¿Lo ves? Nos vas a echar de menos, seguro.

—Sí, es muy posible —asintió Somerset.

George volvió a la mesa de póquer y Somerset se dirigió a los ficheros. Mientras caminaba, abrió el cuaderno de notas. En la primera página había apuntado los siete pecados capitales y tachado la gula y la codicia.

Una vez junto a los ficheros, buscó la P y encontró el cajón que buscaba. Lo sacó, lo llevó a una mesa alta que había cerca y volvió la página del cuaderno. Purgatorio, vol. II, La divina comedia, Dante, escribió de memoria.

No le hacía falta comprobarlo. Sabía que aquel libro decía muchas cosas acerca del pecado.

Mientras examinaba las fichas en busca de libros que hablasen de los siete pecados capitales anotaba títulos y autores. Si al asesino le obsesionaban los siete pecados capitales, entonces Somerset tenía que saber tantas cosas acerca de ellos como el asesino. No, tenía que saber más. Aquella persona volvería a matar, a Somerset no le cabía ninguna duda, pero si podía descubrir cómo era aquel tipo, anticiparse a sus pensamientos, quizá podría salvar un par de vidas al final de la lista. Quizá.

Somerset se había propuesto atar todos los cabos posibles antes de marcharse. No encajaba con su carácter dejar pendiente un asunto como aquél. Aun cuando no lograra echar el guante al asesino antes de que acabara la semana, guiaría a Mills en la dirección correcta y le ayudaría en la medida de lo posible. Mills era demasiado testarudo para reconocer que había cometido un error al trasladarse a la ciudad, pero si estaba resuelto a aguantar allí, entonces Somerset tenía la obligación de enseñarle a ejecutar bien su trabajo.

Mientras los compases de la fuga se fundían con el repiqueteo de la lluvia contra el vidrio del tragaluz, Somerset seguía anotando títulos y autores. Sin embargo, aquella lista no era para él, sino para Mills. Si éste pretendía lucirse con aquel caso, tendría que hacer los deberes, empezando por Dante 101.

Capítulo 8

A la mañana siguiente, cuando Mills contempló la multitud de periodistas, focos y cámaras de televisión que se agolpaban en el vestíbulo del edificio donde se hallaba el despacho de Eli Gould, se sintió tentado de guardarse la placa hasta llegar al interior. Nunca había visto nada igual en el escenario de un crimen. Por supuesto, los periodistas siempre acudían a fisgonear cuando se cometía un homicidio en Springfield, pero nunca se producía semejante revuelo. Tampoco el fiscal del distrito de Springfield, por lo general, convocaba ruedas de prensa en los escenarios de los crímenes ni llevaba trajes de Giorgio Armani ni zapatos italianos de marica.

Mills se detuvo al margen de la muchedumbre y observó al fiscal del distrito, Martin Talbot. El hombre era un fantasma allí donde los hubiera: traje caro, corbata de seda pintada a mano, cabeza rapada y un diente de oro que brillaba cuando el hombre exhibía su sonrisa de anuncio de dentífrico. Parecía más un chulo que un fiscal. Pero, a todas luces, le encantaba ser el centro de atención e interpretaba su papel para la multitud como Mick Jagger lo hacía para las masas que se congregaban en los estadios. Mills apostó cualquier cosa a que Talbot se presentaría como candidato a alcalde algún día. Y en aquella ciudad demencial lo más probable era que saliera elegido.

—Uno a uno, por favor, uno a uno —pidió Talbot por el micrófono—. Usted. —Señaló a una rubia que vestía una americana de color rojo fuego con el dedo meñique, cuyo diamante ensombrecía el brillo del rubí del anillo de la universidad.

—Señor Talbot —gritó la mujer—, ¿puede confirmar alguno de los rumores según los cuales el señor Gould fue obligado a mutilarse?

Talbot esbozó una leve sonrisa y meneó la cabeza.

—No puedo referirme a los detalles mientras la investigación siga abierta. Ya lo sabe, Margaret.

Mills no daba crédito a sus oídos. Aquel tipo estaba flirteando en una rueda de prensa dedicada a un homicidio.

¡Increíble!

—Usted —indicó Talbot a una escultural mujer negra que sostenía un micrófono en el que aparecía impreso el logotipo de su canal de televisión sobre una placa pegada en la parte delantera.

—Señor Talbot, algunas personas afirman que existe un conflicto de intereses por el hecho de que su oficina dirija la investigación sobre la muerte de un abogado defensor que derrotó a sus ayudantes de forma espectacular en numerosas ocasiones, especialmente en el caso del Vampiro de las Bañeras. ¿Podría hacer algún comentario al respecto?

Talbot volvió a esbozar aquella sonrisa y la miró con expresión reprobadora.

—Selena, si esa afirmación no fuera tan ridícula resultaría ofensiva. No existe absolutamente ningún conflicto de intereses en esta investigación, y cualquier queja que surja, o que pudiera surgir al respecto, es a todas luces absurda, por no decir irresponsable.

—¡Señor Talbot! ¡Señor Talbot!

Otros periodistas se lanzaron a formular preguntas a gritos.

—Un momento, un momento. Todavía no he terminado. Quiero que sepan que acabo de reunirme con el comisario de policía, y me ha asegurado que ha asignado este caso a sus mejores hombres.

Mills se sonrojó. Aunque él dirigía oficialmente la investigación en el homicidio de Gould, sabía que Talbot se refería a Somerset, no a él. La comisaría entera había comentado aquella mañana la relación que existía entre Gould y el hombre gordo, el asunto de la codicia y la gula.

Todo el mundo decía que Somerset no podía mareharse aún, que aquello era su especialidad, que si se trataba de un asesino en serie Somerset era quien podía desenmascararlo.

Nadie había expresado en voz alta la opinión de que Mills no estuviera a la altura de la misión, al menos que él supiera, pero eso se hallaba implícito en sus comentarios.

—Les adelanto —prosiguió Talbot— que este caso será la definición misma de la justicia rápida.

Justicia rápida. Y una mierda, pensó Mills mientras se abría paso entre la muchedumbre para llegar a los ascensores.

—¡Detective! ¡Detective! —gritó la rubia de la chaqueta roja mientras pugnaba por alcanzar a Mills entre el gentío—. ¿Me concede unos instantes?

—No.

—Pero…

Mills siguió andando y entró en un ascensor.

—Detective, sólo le pido unos cuantos…

Mills pulsó el botón de cierre. La puerta del ascensor se cerró delante de las narices de la periodista.

Cuando llegó al decimosegundo piso, el pasillo estaba abarrotado de agentes uniformados y técnicos de la oficina del forense que entraban y salían del bufete de Gould. Uno de los socios de Gould, un hombre de cincuenta y muchos años y cabello negro mal teñido, discutía con un sargento y exigía saber cuándo podría regresar a su despacho.

—Detective Mills —lo llamó el sargento en cuanto lo vio—. Este es el señor Sanderson…

—Sí, ya nos conocemos —lo atajó Mills, deseoso de evitar aquello y poner manos a la obra de inmediato.

Sanderson se abalanzó sobre Mills.

—Detective Mills, esto es un despacho. Necesito saber cuándo…

—Nos iremos lo antes posible, señor Sanderson —le aseguró Mills sin detenerse.

—Pero ¿cuándo, detective? Necesito saber cuándo.

—Todavía no lo sé. Cuando lo sepa ya se enterará.

Mills entró en la sala de espera del bufete y atravesó con paso apresurado la estancia enmoquetada de color verde hierba. La puerta doble de teca que conducía al despacho privado de Gould estaba abierta. La mujer a la que llamaban Mancha estaba encaramada a una escalera de mano, cubriendo de polvo el techo para verificar la existencia de huellas en torno a la palabra CODICIA.

—Lo va a jorobar todo —decía en aquel momento a otro técnico que estaba de rodillas y tomaba muestras de fibras de la moqueta—. ¿Cuántos años puede tener? ¿Veintinueve? ¿Treinta? No tiene ni puta idea de nada.

De repente, el técnico que trabajaba en el suelo reparó en Mills y carraspeó.

Smudge lanzó una mirada de hastío a Mills.

—Buenos días, detective.

Lo mismo daría que hubiera dicho Váyase a tomar por saco, detective.

—¿Cómo va?

—Todavía no hemos encontrado nada —repuso la mujer.

—Sigan trabajando.

—Igualmente.

Mills decidió hacer caso omiso del comentario. No merecía la pena enzarzarse en una pelea con aquella zorra enana. Se llevó la mano al bolsillo lateral de la americana para sacar el cuaderno de notas, y con él extrajo también un libro de bolsillo. Leyó el título: El purgatorio de Dante. Se lo guardó. Con un poco de suerte, lo perdería en alguna parte.

Ojeó sus notas mientras caminaba hacia la parte posterior del escritorio de Gould y se detenía detrás de la silla de cuero de buey y respaldo alto. En la pared que se alzaba detrás del escritorio colgaba un óleo: remolinos abstractos en rojo, verde y negro. Sobre la mesa se veía una balanza antigua de latón junto al teléfono. La balanza de la justicia, pensó Mills. Vaya chiste. El latón estaba manchado de sangre seca, al igual que el teléfono. La sangre de la moqueta estaba seca y granulada. Las letras escritas con sangre en el techo habían cobrado un matiz amarronado.

Recorrió la estancia con la mirada en un intento de verla con otros ojos, ansioso por descubrir algo que a los demás le hubiera pasado por alto para así demostrar que sabía lo que se hacía. Somerset podía encontrar datos en la biblioteca, pero tal como lo había aprendido Mills, las pistas se encontraban en el escenario del crimen.

En el suelo habían trazado un círculo de cinta adhesiva, cuyo centro aparecía marcado con una tira de diez centímetros.

—¿Dónde está la fotografía? —preguntó Mills al técnico que trabajaba en la moqueta.

—Allí. Junto a la pared.

Al otro lado del escritorio, apoyada contra el zócalo de la pared, había una bolsa hermética especial para la recogida de pruebas que contenía una fotografía de dieciocho por veinticinco en un marco de oro. Mills se acercó y la tomó para estudiar la instantánea a través del plástico. Se trataba de un retrato de estudio de una mujer de mediana edad; sonrisa forzada, demasiado maquillaje, perlas y cabello teñido de un rojo muy poco natural. El socio de Gould, Sanderson, había confirmado que se trataba de la señora Gould.

Sobre el vidrio, alguien, con toda probabilidad el asesino, había trazado círculos de sangre en torno a los ojos de la mujer. Habían encontrado el marco en el suelo, de cara al escritorio, justo en el punto donde se hallaba el círculo de cinta adhesiva.

El asesino había colocado la fotografía en aquella posición por algún motívo. Pero ¿cuál? ¿Sería ella su próximo blanco? ¿O había visto ella algo? ¿Acaso el asesino quería que repararan en algo que se hallaba en la dirección que señalaba la foto de la señora Gould? Los de la oficina del forense habían peinado el lugar con toda meticulosidad. ¿Qué podía habérseles escapado? A menos que se tratara de algo tan grande y obvio que a todos les hubiera pasado por alto.

Escudriñó la mesa, el teléfono, la balanza de latón, el cuadro, la silla, los papeles ensangrentados, los diplomas enmarcados de la pared, el ficus, la estantería, los libros. No lo comprendía. ¿De qué podía tratarse? ¿Qué le estaba mostrando el asesino? Bajó la vista hacia el rostro de la señora Gould. ¿Qué se le estaba escapando?

—¿Es su tipo, detective? —le preguntó Mancha desde lo alto de la escalera con una sonrisa afectada.

—No, ¿y el suyo?

La sonrisa se borró del rostro de la mujer.

—Que le den por culo.

—No creo.

Aquella noche, Mills estaba apoltronado en el sillón de su sala de estar. Las cajas del traslado, aún sin desempaquetar, ocupaban la mayor parte del suelo, pero el televisor y el equipo de música ya estaban conectados y encendidos. En la tele, un partido de baloncesto, pero sin volumen; los Bulls estaban ganando a los Sonics en el cuarto tiempo. En el equipo de música sonaba un solo de guitarra que desgranaba notas de blues lentas y tristes. Intentó concentrarse en el libro que descansaba en su regazo, pero era inútil. Carecía de sentido para él.

—¡Que le den por saco a Dante! —gritó, al mismo tiempo que arrojaba el libro hasta la otra punta de la habitación—. ¡Maldito poeta maricón!

Eran las notas de Cliff a La Divina Comedia.

Alargó el brazo para coger el tazón de café que había sobre una de las cajas llenas y tomó un sorbo antes de darse cuenta de que estaba frío. Frunció el ceño y volvió a dejarlo en el suelo, aunque no le apetecía tanto un café caliente como para levantarse y prepararse una taza.

Sobre otra caja tenía el cuaderno de notas, abierto por la página en la que había apuntado los siete pecados capitales: codicia, gula, orgullo, envidia, pereza y lujuria. Desvió la mirada hacia las notas de Cliff. Mojo se acercó al libro con las pezuñas repiqueteando sobre la madera desnuda, lo olisqueó unos segundos y a continuación se alejó.

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