Ella le tocó.
Él vio cómo tendía el brazo, notó el calor de su mano mucho antes de que la colocase en su hombro y la pasase por sobre los alisados tentáculos. Por un segundo los consiguió mantener así, luego se aferraron a la mano. Su feminidad le atormentaba más que nunca, pero sólo podía probarla, saborearla. Incluso aunque ella hubiera estado interesada en él sexualmente, él hubiera estado inerme.
—Suéltame —dijo ella. No estaba ni aterrada ni irritada. Simplemente, esperó a que él la soltase. No tenía ni idea de lo difícil que era para él retirar sus tentáculos sensoriales, interrumpir el profundo y frustrante contacto.
—¿Qué es lo que te pasaba? —preguntó Tate cuando hubo recuperado su mano.
Él no fue lo bastante rápido como para pensar en una respuesta inocua antes de que ella se echase a reír.
—Me lo imaginaba —dijo—. Desde luego, tenemos que devolverte a casa. ¿Tienes cónyuges esperándote?
Apenado, no dijo nada.
—Lo siento, no quería avergonzarte. Ha pasado ya mucho tiempo desde que fui adolescente.
—Eso es lo que me llamaban los humanos antes de que cambiase.
—Bueno, pues entonces joven adulto.
—¿Cómo puedes mostrarte condescendiente conmigo, y aun así seguirme en lo de Marte?
Ella sonrió.
—No lo sé. Aún no he ordenado mis sentimientos hacia tu nuevo yo.
Algo en su postura era mentira. Nada de lo que decía era una mentira directa, pero algo no encajaba.
—Tate, ¿irás a Marte o te quedarás en la Tierra? —preguntó.
Ella pareció echarse atrás, sin moverse.
—Serás tan libre de marchar como de quedarte. —Ella tenía cónyuges oankali a los que alegraría sobremanera el que se quedase. Si no lo hacía, quizás ellos jamás se instalasen en la Tierra.
—Tregua —pidió Tate con voz baja.
Akin deseó que ella fuese oankali, para así poder mostrarle lo que realmente quería decir con aquellas palabras. No había querido atacarla en respuesta a su condescendencia, como claramente creía ella. A lo que había respondido era a la falsedad en su postura; pero la comunicación con los humanos era siempre incompleta.
—Maldito seas —dijo suavemente Tate.
—¿Cómo?
Ella apartó la vista de él. Se alzó, caminó hasta la ventana y miró al exterior. Se había colocado a un lado de la misma, haciendo difícil que la viese alguien del exterior. Pero no había nadie al otro lado de aquella ventana. Caminó arriba y abajo por la habitación, inquieta, hosca.
—Pensé que ya había tomado mi decisión —dijo—. Pensé que, por el momento, ya habría bastante con irse de aquí.
—Y lo hay —dijo Akin—. No hay prisas. Aún no tienes que tomar otras decisiones.
—¿Quién se está mostrando ahora condescendiente con quién? —comentó ella amargamente.
Más incomprensiones.
—Toma mis palabras de un modo literal —dijo Akin—. Supón que quiero decir exactamente lo que digo, sin segundas intenciones.
Ella le miró con desconfianza e incredulidad.
—Luego podrás decidir —insistió Akin.
Al cabo, ella supiró.
—No —dijo—, no puedo.
Él no lo entendía, así que no dijo nada.
—En realidad, ése es mi problema —continuó ella—. Ya no tengo elección. Debo ir.
—No es cierto.
Tate agitó la cabeza.
—Hice mi elección hace ya mucho…, del mismo modo que Lilith hizo la suya. Elegí a Gabe y a Fénix y a la Humanidad. A veces, mi propio pueblo me pone enferma, pero sigue siendo mi pueblo. Tengo que ir con ellos.
—¿Tú crees?
—Sí.
Al cabo de un rato se sentó de nuevo, se puso el arma en el regazo y cerró los ojos.
—¿Tate? —dijo él, cuando le pareció que se había calmado.
Abrió los ojos pero no dijo nada.
—¿Te molesta el aspecto que tengo ahora?
Al principio, la pregunta pareció irritarla. Luego se alzó de hombros.
—Si alguien me hubiese preguntado cómo me sentiría si cambiases de un modo tan completo, le hubiera dicho que, por lo menos, me desazonaría. No es así. Ni creo que tampoco les moleste a los otros…, todos te hemos visto ir cambiando.
—¿Y qué hay de los que no me han visto?
—Creo que, para ellos, serás un oankali más.
Suspiró.
—Por culpa mía, habrá menos emigrantes.
—Por culpa nuestra —corrigió ella.
Por culpa de Gabe, quería decir.
—Pensó que yo estaba muerta, Akin. Se dejó llevar por el pánico.
—Lo sé.
—He hablado con él. Te ayudaremos a reunir a la gente. Iremos a los poblados…, solos, contigo o con otros construidos. Sólo tienes que decirnos qué es lo que quieres que hagamos.
Sus tentáculos se alisaron de nuevo por el placer.
—¿Me dejaréis que mejore vuestra habilidad para sobrevivir a las heridas y curaros? —le preguntó—. ¿Dejarás que alguien corrija genéticamente tu enfermedad de Huntington?
Ella dudó.
—¿La Huntington?
—No querrás pasarle eso a tus hijos…
—Pero los cambios genéticos…, eso significa pasar un tiempo con un ooloi. Mucho tiempo.
—Tate, la enfermedad se ha convertido en activa. Lo era cuando te curé. Pensé que quizá… te hubieras dado cuenta ya.
—¿Quieres decir que me va a afectar? ¿Que me voy a volver loca?
—No. La paré de nuevo. Pero es un apaño temporal: la desactivación por un tiempo de un gene que debería de haber sido reemplazado hace ya mucho.
—Yo…, no podría haber soportado todo eso.
—Quizá la enfermedad fuera el motivo de que te cayeses.
—¡Oh, Dios mío! —susurró ella—. Eso es lo que le pasó a mi madre: se caía una y otra vez. Tuvo… cambios de personalidad. Y leí entonces que la enfermedad causa daños en el cerebro…, cambios irreversibles…
—Un ooloi puede revertirlos. De todos modos, en ti aún no es tan grave.
—¡Cualquier daño al cerebro es grave!
—Puede ser reparado.
Ella le miró, deseando claramente creerle.
—No puedes llevar esa maldición a la colonia de Marte. Sabes que no puedes. En unas pocas generaciones, se extendería por toda la población.
—Lo sé.
—Entonces, ¿dejarás que te lo corrijan?
—Sí. —La palabra apenas si era más que un movimiento de sus labios, pero Akin lo vio y la creyó.
Tranquilizado y sorprendentemente cansado, se hundió en el sueño. Con su ayuda y la de otros pobladores de Fénix, tenía una posibilidad de hacer que la colonia de Marte funcionase.
Cuando despertó, la casa estaba en llamas.
Al principio pensó que el sonido que escuchaba era la lluvia. El olor del humo le hizo reconocerlo como fuego. No había nadie con él. La habitación estaba a oscuras, y sólo tenía un recuerdo almacenado de Macy Wilson sentado junto a su cama, con un arma corta y gruesa sobre las rodillas. Una escopeta de dos cañones, de un tipo que Akin no había visto antes. Se había alzado e ido a investigar un extraño sonido, producido justo fuera de la casa. Akin rememoró su recuerdo del sonido…, aún dormido, había escuchado lo que probablemente no habría oído Macy. Gente susurrando:
—No viertas eso aquí. Échalo contra la pared, que ahí sí que hará efecto. Y también en el porche.
—Cállate. La gente de ahí dentro no son sordos.
Pisadas. Extrañamente tambaleantes.
—Ve a echar un poco bajo la ventana de ese bastardo, nena.
Pisadas acercándose a la ventana de Akin…, vacilantes, casi como si vinieran cayéndose. Y alguien cayó. Ése había sido el sonido que había escuchado Macy: un gruñido de dolor, y un cuerpo desplomándose pesadamente.
Akin supo todo esto en cuanto estuvo despierto. Y supo que la gente que había fuera había estado bebiendo. Uno de ellos era el hombre que había querido entrar a verle, a pesar de la oposición de Gabe.
La otra era Neci. Se había superado: de un intento de mutilación había pasado a un intento de asesinato.
¿Qué le había pasado a Macy? ¿Dónde estaban Tate y Gabe? ¿Cómo era que, haciendo el fuego tanto ruido y tanta luz, no despertaba a alguien? Ahora había subido hasta el exterior de una ventana y, como fuera que las ventanas estaban altas sobre tierra, el fuego que estaba viendo debía de estar devorando ya el suelo y la pared.
Comenzó a gritar el nombre de Tate, el nombre de Gabe. Ahora podía moverse un poco, pero no lo bastante como para servirle de nada.
Nadie acudió.
El fuego fue abriéndose paso hacia la habitación, provocando un humo asfixiante, hasta que Akin descubrió que podía respirar mejor si no lo hacía a través de la boca. Ahora, tenía en el cuello un sair, rodeado por gruesos y fuertes tentáculos sensoriales. Éstos se movieron automáticamente para filtrar el humo del aire que respiraba.
Pero todavía no llegaba nadie a ayudarle. Ardería. No tenía protección contra el fuego.
Moriría. Neci y su amigo destruirían las posibilidades humanas de tener un nuevo mundo, porque estaban borrachos y no sabían lo que se hacían.
Y él se acabaría.
Gritó y se ahogó, porque aún no sabía muy bien cómo hablar a través de un orificio que le era familiar y respirar a través de uno que no lo era.
¿Por qué le estaban dejando para que ardiese? La gente le oía. ¡Tenían que haberle oído! Y ahora los podía oír él…, corriendo, gritando, con sus sonidos fundiéndose con los chasquidos y rugidos del fuego.
Consiguió caer de la cama.
El golpe con el suelo no fue fuerte. Sus tentáculos sensores se protegieron automáticamente, aplastándose contra su cuerpo. Una vez estuvo en el suelo de madera, trató de rodar hacia la puerta.
Y entonces se detuvo, intentando comprender lo que le estaban diciendo sus sentidos: vibraciones. Alguien llegaba.
Alguien corría hacia la habitación en la que él se encontraba. Eran las pisadas de Gabe.
Gritó, esperando poder guiar al hombre a través del humo. Vio abrirse la puerta, notó manos sobre su cuerpo.
Con un esfuerzo que casi le resultó doloroso, Akin consiguió no hundir sus tentáculos sensoriales en la carne del hombre. El tacto de Gabe era casi una invitación de investigarlo con sus más desarrollados sentidos de adulto. Pero aquél no era el momento más adecuado: tenía que hacer lo imposible por no obstaculizar a Gabe.
Se obligó a sí mismo a convertirse en un objeto inanimado: como un saco de patatas que alguien se echa a las espaldas. Por una vez, le alegró ser bajito.
Gabe cayó en una ocasión, tosiendo, abrasado por el fuego. Dejó caer a Akin, lo recogió de nuevo, y otra vez se lo echó a la espalda.
La puerta delantera estaba bloqueada por cortinas de fuego. La trasera lo estaría enseguida. Gabe la abrió de un puntapié y corrió escaleras abajo, zambulléndose por un momento en las llamas. Se le prendió el cabello, y Akin le gritó que se lo apagase.
Gabe se detuvo en cuanto estuvo fuera de la casa, dejó caer a Akin por tierra y se desplomó, dándose manotazos para apagar el fuego que llevaba encima y tosiendo.
El árbol bajo el que se habían detenido se había prendido de las llamas de la casa. Tenían que moverse de nuevo, con rapidez, para evitar la caída de ramas ardientes. Una vez que Gabe hubo apagado sus propias llamas, tomó a Akin y lo llevó tambaleante más allá, hacia el bosque.
—¿A dónde vas? —le preguntó Akin.
No le contestó. Parecía como si todo lo que pudiese hacer fuese respirar y moverse.
Tras ellos, la casa era toda ella una tea. Nada podía estar ya vivo allá dentro.
—¡Tate! —exclamó repentinamente Akin. ¿Dónde estaba? Gabe nunca lo salvaría a él y dejaría que ella ardiese.
—Ahí delante —gimió Gabe.
Entonces, ella estaba bien.
Gabe volvió a caer, esta vez medio encima de Akin. Dolorido, Akin se agarró a él en un reflejo incontrolado. Inmediatamente paralizó al hombre, deteniendo los mensajes que controlaban el movimiento, entre el cerebro y el resto del cuerpo.
—Quédate quieto —dijo, esperando darle a Gabe la ilusión de que le cabía elección—. Quédate ahí y déjame ayudarte.
—Si no puedes ni ayudarte a ti mismo —susurró Gabe, luchando por respirar, por moverse.
—¡Puedo ayudarme curándote! Si vuelves a caerme encima, quizá te aguijonee. Ahora, cállate y deja de intentar moverte. Estás quemado y tienes los pulmones dañados. —El daño en los pulmones era grave, y podía matarle. Las quemaduras sólo eran muy dolorosas. Y, no obstante, Gabe no se estaba quieto.
—La ciudad…, ¿pueden vernos?
—No. Hay un maizal entre nosotros y Fénix. Sin embargo, el fuego es visible. Y se está extendiendo. —Al menos otra casa más estaba ardiendo ya. Quizá la hubiera prendido el árbol en llamas.
—Si no llueve, quizás arda media ciudad. ¡Imbéciles!
—No va a llover. Y ahora estáte quieto, Gabe.
—¡Si nos atrapan, probablemente nos matarán!
—¿Cómo? ¿Quién?
—La gente del pueblo. No todo el mundo…, los buscalíos.
—Estarán demasiado ocupados tratando de apagar ese fuego. Lleva días sin llover. Han elegido la peor estación para esto. Ahora, quédate quieto y déjame ayudarte. No te haré dormir, así que quizá notes algo; pero no te haré daño.
—Ya me he hecho tanto daño, que probablemente no lo notaría aunque me lo hicieses.
Akin interrumpió los mensajes de dolor que los nervios de Gabe le estaban mandando al cerebro, y animó a éste a segregar endorfinas específicas.
—¡Cristo! —exclamó el hombre, jadeando, tosiendo. De repente, el dolor había cesado para él, no notaba nada. Claro que, para Gabe, aquello era menos confuso; pero para Akin representaba un súbito, terrible dolor, y luego un lento alivio. No la euforia. No quería emborrachar a Gabe con sus propias endorfinas; pero sí podía hacer que el hombre se sintiese bien y estuviera alerta. Era casi como tocar música: equilibrando las endorfinas, silenciando el dolor, manteniendo la sobriedad. Claro que él sólo tocaba melodías sencillas; los ooloi creaban grandes sinfonías, entretejiendo a la gente con ellos y compartiendo el placer. Y los ooloi contribuían a la unión con sustancias propias. Akin sabría de esto pronto, en cuanto Dehkiaht cambiase. Por ahora, sólo sentía el placer de curar.
Gabe comenzó a respirar con más facilidad, y el estado de sus pulmones mejoró. No se dio cuenta de cuando su carne comenzó a curarse; Akin dejó que cayese la carne inútil, abrasada. Pronto, Gabe necesitaría agua y alimentos: Akin terminaría estimulando en el hombre las sensaciones de hambre y sed, para que estuviese dispuesto a comer y beber lo que Akin lograse localizar. Era especialmente importante el que bebiese enseguida.