—¿La gente de Fénix haciendo de bandoleros?
—La Humanidad extinguiéndose a sí misma en el aburrimiento, la desesperanza, la amargura…, me sorprende que hayamos durado tanto.
—¿Irás a Marte, Yori?
Ella se le quedó mirando durante varios segundos.
—¿Es eso cierto?
—Sí. Yo tengo que preparar el camino. Después de hacerlo, la Humanidad tendrá un lugar propio.
—Me pregunto qué haremos con él.
—Trabajar duro para impedir que os mate. Podréis vivir allí cuando yo lo haya preparado, pero vuestras vidas no serán fáciles. Si sois descuidados o no podéis trabajar unidos, moriréis.
—¿Podremos tener niños?
—Puedo solucionar eso, pero tendréis que dejar que os ayude un ooloi.
—¡Pero, ¿lo haréis?!
—Sí.
Ella sonrió.
—Entonces sí voy. —Lo estudió un momento—. ¿Cuándo?
—Dentro de unos años. Sin embargo, algunos de vosotros iréis pronto. Algunos de vosotros debéis ver lo que yo haga, y comprenderlo, para que así comprendáis, desde el principio, cómo funciona vuestro nuevo mundo.
Ella se quedó sentada, contemplándole en silencio.
—Y necesitaré que me ayudéis con los otros resistentes —le dijo. Luchó por un instante, tratando de alzar una mano, tratando de desanudar su cuerpo. Era como si se hubiese olvidado de cómo moverse. Y, no obstante, esto no le preocupaba: sabía que, simplemente, estaba tratando de apresurar cosas que no podían ser apresuradas. Podía hablar, y esto debía serle suficiente.
—Probablemente tengo un aspecto mucho menos humano del que tenía antes —continuó—. Ya no podré entrar en contacto con gente que me conocía: no me gusta que me disparen, ni tener que amenazar a la gente. Necesito a humanos que vayan a hablar con los otros humanos, para reunirlos y traerlos.
—Te equivocas.
—¿Cómo?
—Para eso necesitarás sobre todo a los oankali. O a construidos adultos.
—Pero…
—Necesitas emisarios a los que no les peguen un tiro nada más verlos. La gente cuerda sólo les dispara a los oankali por accidente. Necesitas como mensajeros a personas que no sean tomadas prisioneras y se ignore todo lo que digan. Los seres humanos, ahora, son así: disparan a los hombres y roban las mujeres…, ¡si no tienes nada mejor que hacer, monta una incursión contra tus vecinos!
—¿Así de mal están las cosas?
—Peor.
Suspiró.
—¿Me ayudarás, Yori?
—¿Qué es lo que debo hacer?
—Aconsejarme. Necesito consejeros humanos.
—Por lo que he oído, tu madre debería ser uno de ellos.
Trató de leer en el inmóvil rostro de ella.
—No me había dado cuenta de que sabías quién era mi madre.
—La gente me cuenta cosas.
—Entonces, he elegido una buena consejera.
—No sé. No creo que pueda salir de Fénix, si no es con el grupo que se vaya a Marte. He entrenado a otros, pero yo soy la única doctora con unos estudios formales. Aunque, en realidad, todo esto es un chiste: en realidad yo era psiquiatra. Pero, al menos, estudié en la Facultad.
—¿Qué es una psiquiatra?
—Una doctora que se especializaba en el tratamiento de las enfermedades mentales. —Lanzó una amarga carcajada—. Los oankali dicen que la gente como yo se enfrentaba con muchas más enfermedades físicas de las que eran capaces de reconocer.
Akin no dijo nada. Necesitaba a alguien como Yori, que conociese a los resistentes y que no pareciese tenerles miedo a los oankali. Pero ella tenía que autoconvencerse. Debía ver que ayudar a la Humanidad a trasladarse a su nuevo mundo era mucho más importante que el arreglar huesos rotos o curar heridas de bala. Probablemente ya lo sabía, pero le llevaría un tiempo aceptarlo. Cambió de tema.
—¿Qué aspecto tengo, Yori? ¿Cuánto he cambiado?
—Totalmente.
—¿Cómo?
—Pareces un oankali. No hablas como uno de ellos pero, si no supiese quién eres, supondría que eras un oankali bajito, tal vez un niño.
—¡Mierda!
—¿Cambiarás más?
—No. —Cerró los ojos—. Mis sentidos no son tan agudos como serán más adelante, pero la forma que tengo es la que tendré.
—¿Realmente te importa?
—¡Claro que me importa! ¡Oh, Dios..! ¿Cuántos resistentes se fiarán ahora de mí? ¿Cuántos creerán siquiera que soy un construido?
—No importa. ¿Cuántos de ellos se fían unos de otros? Y saben que son humanos…
—No es así en todas partes. Hay poblados de resistentes, más cercanos a Lo, que no se meten en tantas peleas.
—Entonces, tendrás que llevártelos a ellos y olvidarte de alguna de la gente de aquí.
—No sé si podré hacer eso.
—Yo sí puedo.
La miró. Se había colocado de modo que él pudiera verla con sus ojos, aunque no pudiese moverse. Ella volvería a Lo con él. Y le aconsejaría, y vería la metamorfosis de Marte.
—¿Aún no necesitas comida? —preguntó Yori.
La idea de la comida le repugnaba.
—No. Quizá pronto, pero aún no.
—¿Necesitas algo?
—No. Pero te doy las gracias por haberte ocupado de que nunca me quedase sólo.
—Había oído decir que eso era muy importante.
—Mucho. Debería de poder empezar a moverme en unos pocos días más. Pero aún necesito tener gente a mi alrededor.
—¿Alguien en particular?
—¿Escogiste tú a la gente que me ha estado haciendo compañía…? Aparte de los Rinaldi, quiero decir.
—Lo hicimos entre Tate y yo.
—Hicisteis un buen trabajo. ¿Crees que todos ellos emigrarán a Marte?
—No es por eso por lo que los elegimos.
—¿Emigrarán?
Al cabo de un rato, ella sintió con la cabeza.
—Lo harán. Y también algunos otros.
—Envíame a los otros…, si no crees que mi aspecto actual les va a asustar.
—Todos han visto antes a un oankali.
¿Quería insultarlo con esto?, se preguntó. Hablaba con un tono tan extraño…, amargura, y algo más. Se levantó.
—Espera —dijo él.
Ella hizo una pausa, sin cambiar de expresión.
—Mi percepción no es aún la que tendré más adelante. No sé qué es lo que anda mal contigo.
Ella le miró con innegable hostilidad.
—Estaba pensando en cuánta gente ha sufrido y muerto —dijo—. Tantos que se han convertido en… insalvables. Tantos otros que se perderán.
Se detuvo e inspiró profundamente.
—¿Por qué provocaron todo esto los oankali? ¿Por qué no nos ofrecieron Marte hace años?
—Ellos nunca os ofrecerán Marte. Yo soy quien os lo ofrezco.
—¿Por qué?
—Porque yo soy parte de vosotros. Porque yo afirmo que debéis de tener una nueva posibilidad de eliminar vuestra Contradicción genética.
—¿Y qué es lo que dicen los oankali?
—Que ni con el tiempo y las generaciones podréis escapar a ella, que no la resolveréis en favor de la inteligencia. Que el comportamiento jerárquico elige el comportamiento jerárquico, deba ser así o no. Que ni siquiera Marte será el reto suficiente como para cambiaros. —Hizo una pausa e inspiró profundamente—. Que el daros un nuevo mundo y permitiros procrear de nuevo será…, será como criar seres inteligentes con el único propósito de que acaben por matarse entre sí.
—Ése no sería nuestro propósito —protestó ella.
Él pensó en ello por un instante y se preguntó qué le podía decir. O la verdad o nada. La verdad.
—Yori, el propósito de la Humanidad no es lo que tú digas que es ni lo que yo diga que es…, es lo que vuestra biología dice que es…, lo que vuestros genes dicen que es.
—¿Crees en eso?
—…Sí.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque existe el azar. La mutación. Efectos inesperados del nuevo medio ambiente. Cosas en las que nadie ha pensado antes. Los oankali pueden cometer errores.
—¿Y nosotros?
Se limitó a mirarla.
—¿Por qué te dejan los oankali hacer esto?
—Yo quiero hacerlo. Otros construidos piensan que debo hacerlo. Algunos de ellos me ayudarán. Incluso aquellos que creen que no debería comprenden por qué quiero hacerlo. Los oankali lo aceptan. Hubo un consenso. Ellos no nos ayudarán, excepto para enseñarnos. No pondrán el pie en Marte una vez hayamos empezado. Ni siquiera os transportarán. —Pensó en un modo de hacérselo comprender—. Para ellos, lo que estoy haciendo es terrible. Lo único que podría ser más terrible que esto sería asesinaros a todos, con mis propias manos.
—Eso no es razonable —susurró ella.
—Vosotros no podéis ver y leer las estructuras genéticas del mismo modo que ellos pueden. No es como leer palabras en una página. Ellos lo sienten y saben. Ellos…, no hay una palabra humana para definirlo; decir simplemente que lo saben es algo totalmente inadecuado. Me hicieron darme cuenta de esto antes de que estuviera dispuesto. Ahora lo comprendo de un modo que antes no podía.
—Y, aun así, nos ayudas.
—Aun así, os ayudo. Debo hacerlo.
Ella le dejó. La expresión de hostilidad había desaparecido de su rostro cuando le miró por última vez, antes de cerrar la puerta de madera. Parecía confusa, y sin embargo esperanzada.
—Te mandaré a alguien —dijo, y cerró la puerta.
Akin durmió, y sólo supo periféricamente que Gabe entró a sentarse a su lado. Él hombre le habló por primera vez, pero él no se despertó para contestarle.
—Lo siento —dijo Gabe, cuando estuvo seguro de que Akin estaba dormido. No repitió las palabras, ni las explicó.
Aún seguía allí algún tiempo más tarde, cuando empezó el ruido fuera. No era estrepitoso ni amenazador, pero Gabe salió a ver qué estaba pasando. Akin se despertó y escuchó.
Rudra había sido encontrada, pero muerta. Sus raptores la habían golpeado y violado hasta dejarla tan malherida que los que habían ido a rescatarla ni pudieron traerla de vuelta a casa con vida. Ni tampoco habían podido capturar o matar a sus asesinos. Estaban cansados y muy airados. Habían traído el cuerpo de Rudra, para que fuera enterrada junto a su esposo. Otras dos personas perdidas. Los hombres maldijeron a todos los bandoleros y trataron de imaginar de dónde podía haber llegado aquel grupo. ¿Contra qué lugar debían dirigir su represalia?
Alguien, no Gabe, trajo a colación lo de Marte.
Otro le dijo que se callase.
Un tercero inquirió cómo estaba Akin.
—Muy bien —contestó Gabe. Había algo raro en el modo en que lo dijo, pero Akin no supo definir el qué.
Los hombres se quedaron en silencio por un tiempo.
—Vamos a echarle una mirada —dijo repentinamente uno de ellos.
—No fue él quien raptó a Rudra o mató a Mehtar —le replicó Gabe.
—¿Acaso he dicho yo que lo hiciera? Sólo quiero echarle una ojeada.
—Ahora tiene el aspecto de un oankali. Igualito que un oankali. Yori dice que, a él, eso no le gusta demasiado, pero que no hay nada que pueda hacer al respecto.
—Yo he oído que, después de su metamorfosis, podían cambiar su forma —dijo alguien—. Quiero decir como esos lagartos que antes había, los camaleones, que podían cambiar de color.
—Ellos esperaban usar algo que consiguieron de nosotros para poder hacer eso —le explicó Gabe—. Pienso que era el cáncer. Pero no he visto señal alguna de que puedan hacerlo.
No podía hacerse. Y no sería intentado hasta que la gente se sintiese más segura acerca de los construidos como Akin…, machos nacidos de humana, que era el grupo que pensaban que era más probable que causase problemas. Y no podría hacerse hasta que no existieran ooloi construidos.
—Vayamos todos a verle —dijo la voz de nuevo. El mismo hombre que antes había sugerido que deseaba ver a Akin. ¿Quién era? Akin pensó un instante, rebuscando en su memoria.
No conocía al hombre.
—Quietos —dijo Gabe—. Ésta es mi casa. ¡Y no podéis, simplemente, meteros en ella cuando os entre la puñetera gana!
—¿Qué es lo que escondes ahí dentro? ¡Todos hemos visto antes a las jodidas sanguijuelas!
—Entonces, no necesitáis ver a Akin.
—Es sólo un gusano más que ha venido a alimentarse de nosotros.
—Él salvó la vida de mi mujer —cortó Gabe—. ¿Qué infiernos has salvado tú alguna vez?
—¡Hey, yo sólo quería echarle una mirada…, asegurarme de que está bien!
—De acuerdo: lo podrás ver cuando pueda levantarse y mirarte también él a ti.
De inmediato, Akin empezó a preocuparse de que aquel hombre fuera a tratar de hallar un modo de entrar en la casa. Era obvio que los humanos se sentían fuertemente tentados a hacer las cosas que se les advertía que no debían de hacer. Y Akin era ahora más vulnerable que nunca desde su infancia. Podían atormentarlo manteniendo las distancias. Podían dispararle. Si un atacante era lo bastante persistente, Akin podía ser asesinado. Y, en este momento, estaba solo. Sin compañía, sin guardián.
Comenzó de nuevo a intentar moverse…, a intentarlo desesperadamente. Pero sólo se movían sus nuevos tentáculos sensores. Se retorcían y anudaban inermes.
Luego entró Tate. Se detuvo, contempló los múltiples tentáculos sensores en movimiento, y después se sentó en la silla que había ocupado Gabe. Sobre su regazo sostenía un largo rifle, color gris mate.
—Oíste esa basura, ¿no? —preguntó.
—Sí —susurró él.
—Temía que lo oyeses. Relájate, esa gente nos conoce. No tratarán de entrar, a menos que tengan ganas de suicidarse. —En otro tiempo, ella se había mostrado totalmente opuesta a las armas de fuego. Y, sin embargo, ahora sostenía aquella cosa en su regazo como si fuera un amigo. Y él tenía que estar contento de que así fuese, contento de su protección. Confuso, se mantuvo en silencio hasta que ella le preguntó—: ¿Estás bien?
—Temo que maten a alguien por mi culpa.
Ella no dijo nada durante un rato. Finalmente quiso saber:
—¿Cuánto falta para que puedas andar?
—Unos días. Tres o cuatro. Quizá…
—Espero que eso sea lo bastante pronto. Si te puedes mover, no te causarán problemas. Tienes todo el aspecto de un oankali.
—Cuando pueda caminar, me marcharé.
—Iremos contigo. Ya hace tiempo que debiéramos habernos ido de este lugar.
La miró, y tuvo la impresión de que sonreía.
Ella se echó a reír.
—Me preguntaba si podrías hacer eso.
Entonces, por una repentina mutación de sus sentidos, Akin se dio cuenta de que sus nuevos tentáculos sensores se habían apretado contra su cuerpo, alisándose como una segunda piel y pareciendo más pintados en ella que reales. Durante toda su vida había visto hacer esto a los oankali y a los construidos. Ahora, le parecía totalmente natural el hacerlo él mismo.