Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (117 page)

BOOK: Relatos y cuentos
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Adiós, viejecito! —le gritó Ognev.

Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras, largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.

—¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! —dijo Iván Alekséich—. Gracias por su bondad, por sus atenciones, por su cariño… Nunca en mi vida olvidaré su hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es aquí bondadosa, alegre y atenta… Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo expresarlo en debida forma.

Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al joven y lo besó.

—Me acostumbré a esta casa como un perro —prosiguió Ognev—. Venía casi todos los días, unas diez veces pasé la noche aquí, y he tomado tanto licor que ahora da miedo recordarlo. Pero lo fundamental por lo que yo agradezco, Gavril Petróvich, es su colaboración y su ayuda. Si no fuera por usted, yo hubiera tenido que trabajar en mis estadísticas por lo menos hasta octubre. Y así lo pondré en el prefacio; considero un deber expresar mi gratitud al presidente de la Dirección Rural del distrito N., señor Kuznetsov, por su gentil colaboración. ¡La estadística tiene un brillante futuro! Trasmítale a Vera Gavrílovna mi profunda reverencia, y en cuanto a los médicos, a los jueces, a los dos jueces de instrucción y a su secretario, dígales que jamás olvidaré la ayuda que me han prestado. ¡Y ahora, amigo mío, venga el último abrazo!

El emocionado Ognev besó una vez más al anciano y comenzó a bajar la escalera. En el último peldaño se volvió y preguntó:

—¿Nos volveremos a ver algún día?

—¡Vaya uno a saberlo! —respondió el viejo—. Probablemente nunca.

—Es verdad. A usted, ni aun regalándole roscas se le podrá convencer para que vaya a Petersburgo; y en cuanto a mi, es difícil que yo venga a parar otra vez a este distrito. ¡Bueno, adiós!

—¿Por qué no deja sus libros aquí? —gritó Kuznetsov—. ¡Qué gana tiene de llevar semejante peso! ¡Mañana se los mando con un ordenanza!

Pero Ognev no escuchaba ya y se alejaba rápidamente de la casa. Su corazón, animado por el vino, estaba alegre, cálido y, al mismo tiempo, triste… Caminando, pensaba en lo frecuentes que eran los encuentros con gente buena y que era de lamentar que esos encuentros no dejaran más que unos recuerdos. Ocurre a veces que en el horizonte aparecen las grullas: una débil brisa trae su grito quejumbroso y exaltado, pero al cabo de un minuto, por más que uno escudriñe la lejanía celeste, no verá un punto ni oirá sonido alguno; asimismo las personas, con sus rostros y con sus palabras, pasan fugaces por nuestra vida y se sumergen en el pasado, sin dejar más que unas leves huellas en la memoria. Residiendo en el distrito de N. a partir del comienzo mismo de la primavera y visitando casi todos los días la hospitalaria casa de los Kuznetsov, Iván Alekséich se habituó al viejo, a su hija y a la servidumbre; llegó a conocer todos los detalles de la finca, la acogedora terraza, las curvas de las alamedas, los contornos de los árboles encima de los baños y de la cocina, pero ahora mismo atravesará la portezuela del jardín y todo ello se convertirá en un recuerdo y perderá para siempre su importancia real; Pasarán uno o dos años y todas estas queridas imágenes se tornarán opacas en la mente y quedarán igualadas con las invenciones y los frutos de la fantasía.

«¡Nada en la vida es más valioso que la gente! —pensaba Ognev, enternecido, caminando por la alameda hacia la salida—. ¡Nada!»

El jardín estaba quieto y tibio. Olía a reseda, a tabaco y a heliotropo, que florecían en los canteros. Los espacios entre los arbustos y entre los troncos de los árboles se hallaban llenos de niebla, transparente y suave, impregnada de luz lunar; y lo que quedó grabado en la memoria de Ognev eran los jirones de niebla que sigilosamente, pero de manera visible, como fantasmas, atravesaban las alamedas, uno tras otro. La luna estaba en lo alto, sobre el jardín, mientras por debajo de ella pasaban flotando hacia el este nebulosas manchas. Al parecer, todo el universo se componía de siluetas negras y errantes sombras blancas; y Ognev, que contemplaba la niebla en una noche de luna de agosto poco menos que por primera vez en su vida, pensaba que en lugar de la naturaleza estaba viendo unos decorados y que torpes pirotécnicos, ocultos tras los arbustos, intentaban iluminar el jardín con blancas luces de bengala y humo blanco.

Cuando Ognev se acercaba a la portezuela del jardín, una sombra oscura se separó de la baja empalizada y se dirigió a su encuentro.

—¡Vera Gavrilovna! —se alegro él—. ¿Usted por aquí? Yo la estuve buscando por todas partes; quería despedirme… ¡Adiós, me voy!

—¿Tan temprano? No son más que las once.

—Es hora de que me vaya. Tengo que caminar cinco verstas y luego debo todavía hacer mi equipaje. Además, mañana hay que levantarse temprano…

Ante Ognev estaba la hija de Kuznetsov, Vera, una joven de veintiun años, habitualmente triste, vestida con cierta negligencia e interesante. Las jóvenes que sueñan mucho, que pasan días enteros recostadas perezosamente leyendo todo lo que cae en sus manos, y que se sienten aburridas y tristes, por lo general suelen vestirse con negligencia. A las que poseen el don natural del gusto y el instinto de la belleza, esa leve negligencia en el vestir les otorga un encanto especial. Por lo menos, Ognev, recordando más tarde a la bonita Vérochka, no se la podía imaginar sin su amplia chaquetilla que formaba profundos pliegues junto al talle y sin embargo no lo rozaba; sin su rizo, escapado del alto peinado y colgado sobre la frente; sin aquel chal rojo con pompones de lana en los bordes, que por las noches pendía tristemente del hombro de Vérochka, cual bandera en un día apacible, mientras que de día estaba tirado en el vestíbulo, junto con los sombreros masculinos, o bien en el comedor sobre un baúl donde dormía, sin ceremonias, la vieja gata. Este chal y los pliegues de la chaquetilla exhalaban un soplo de desperezada libertad, de buena vecindad y de bien. Quizá porque Vera agradase a Ognev, éste, en cada botón y en cada volante sabía leer algo cálido, confortable, algo bueno y poético, es decir, todo aquello de lo que carecen las mujeres insinceras, frías y desposeídas del sentido de la belleza.

Vérochka era esbelta; tenía un perfil regular y hermoso cabello ondulado. A Ognev, quien no había visto en su vida muchas mujeres, le parecía una beldad.

—¡Me voy! —decía, despidiéndose de ella junto a la portezuela—. ¡No me guarde rencor! ¡Gracias por todo!

Con la misma voz cantarina de seminarista con la cual hablaba con el anciano, parpadeando y moviendo los hombros como lo hacía antes, se puso a dar las gracias a Vera por la hospitalidad, el cariño y las atenciones recibidas.

—En cada carta escribía a mi madre acerca de usted —le decía—. Si todos fuesen como usted y su papá, la vida sería una fiesta. ¡Toda esta gente es magnífica! Son personas sencillas, cordiales, sinceras.

—¿Para dónde parte usted ahora? —preguntó Vera.

—Ahora iré a ver a mi madre, en Orel; me quedaré allí un par de semanas y luego volveré a mi trabajo, en Petersburgo.

—¿Y luego?

—¿Luego? Trabajaré todo el invierno, y en primavera viajaré de nuevo a alguna provincia para juntar datos. Bueno, le deseo muchas felicidades y que viva cien años… No me guarde rencor. No nos veremos más…

Ognev se inclinó y besó la mano de Vérochka. Luego, embargado por una silenciosa emoción, acomodó su capa, ajustó el atado de libros, calló durante un rato y dijo:

—¡Cuánta niebla!

—¿No olvidó usted nada en nuestra casa?

—¿Qué cosa podría ser? Parece que nada…

Ognev se quedó callado unos segundos más, luego se volvió torpemente hacia la puerta y salió del jardín.

—Espere, lo acompañaré hasta nuestro bosque —dijo Vera, saliendo tras él.

Marcharon por el camino. Los árboles no ocultaban ya el espacio y se podía ver el cielo y la lejanía. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza se escondía tras una bruma transparente, a través de la cual asomaba alegremente su belleza; donde la niebla era más espesa y más blanca, sus jirones se recostaban en capas irregulares entre las gavillas y los arbustos o bien atravesaban el camino, arrastrándose al ras de la tierra, como si trataran de no esconder el espacio. A través de la bruma se veía todo el camino hasta el bosque, con oscuras zanjas a sus costados y con pequeños arbustos que no dejaban a los jirones de niebla vagar libremente por el camino. A media versta de distancia se extendía la oscura franja del bosque que pertenecía a Kuznetsov.

«¿Por qué habrá venido conmigo? ¡Luego tendré que acompañarla de vuelta!» —pensó Ognev, pero, después de mirar el perfil de Vera sonrió, afable, y dijo:

—Con un tiempo tan hermoso uno no tiene ganas de partir. En verdad, la noche es romántica; hay luna, hay silencio y todo lo demás. ¿Sabe, Vera Gavrílovna? Ya van veintinueve años que yo vivo en este mundo, pero no he tenido un romance hasta ahora. En toda mi vida no hubo una sola historia romántica, de modo que las citas, las alamedas de suspiros y de besos son cosas que yo conozco sólo de nombre. ¡Eso es anormal! En la ciudad, cuando uno está encerrado en su cuarto, esta laguna no se nota tanto, pero aquí al aire libre, se hace sentir con fuerza… ¡Hasta causa cierto fastidio!

—¿Y por qué le fue así?

—No lo sé. Probablemente porque nunca he tenido tiempo o, quizá, porque no tuve oportunidad de encontrarme con mujeres que… En general, tengo pocos conocidos y no voy a ninguna parte.

Los jóvenes caminaron en silencio unos trescientos pasos. Ognev miraba de vez en cuando la, cabeza descubierta y el chal de Vérochka, y en su mente renacían, uno tras otro, los días de primavera y de verano; era una época en la que, lejos de su grisáceo cuarto de Petersburgo y gozando con las atenciones de tan buena gente, con la naturaleza y con el trabajo predilecto, no se daba cuenta cómo los crepúsculos de la noche reemplazaban las albas matutinas y cómo uno tras otro, cesaban de cantar, profetizando el fin del verano, primero el ruiseñor, luego la codorniz y algo más tarde el rascón… El tiempo pasaba sin que él lo hubiera notado y ello significaba una vida buena y fácil… Se puso a recordar en voz alta la poca gana que tenía él —hombre de escasos recursos y poco dado a hacer viajes y tratar a la gente— de partir a fines de abril al distrito N., donde esperaba encontrar aburrimiento, soledad e indiferencia hacia la estadística, la cual, según su opinión, se colocaba en el lugar más destacado entre las ciencias. Al llegar en una mañana de abril a la pequeña ciudad del distrito N., se alojó en el hospedaje del starover
[40]
Riabugin, casa donde por veinte kopelkas diarias le dieron una habitación soleada, limpia, con la condición de que fumara afuera. Después de descansar y habiendo averiguado quién era el presidente de la Dirección Rural del distrito, se dirigió sin tardanza a la casa de Gavril Petróvich. Tuvo que caminar cuatro verstas atravesando magníficos prados y jóvenes bosquecillos. Bajo las nubes, inundando el aire de sonidos argentinos, vibraban las alondras sobre los verdes sembrados, agitando las alas en forma circunspecta y concienzuda, volaban los grajos.

—¡Dios mío! —se sorprendía entonces Ognev—. ¿Será posible que aquí siempre se respire este aire? ¿O, quizás, sólo hoy huele tan bien, en honor de mi llegada?

Esperando un recibimiento seco y oficial, entró a la casa de Kuznetsov con cierta timidez, frunciendo el ceño y sobando su barbita. Al principio el viejo arrugaba la frente sin entender para qué el joven con su estadística necesitaba de la Dirección Rural, pero cuando Ognev se hubo explayado detalladamente acerca de los materiales de estadística y de la manera de reunirlos, Gavril Petróvich se animó, comenzó a sonreír y con una curiosidad infantil se puso a hojear sus cuadernos. El mismo día, por la noche, Iván Alekséich ya estaba cenando en casa de Kuznetsov; sentíase rápidamente embriagado por el fuerte licor casero y contemplando los tranquilos rostros y los pausados ademanes de sus nuevos conocidos, sentía en todo su cuerpo una dulce languidez y ganas de dormir, de desperezarse y de sonreír. Los nuevos conocidos lo miraban, entretanto, con benévola curiosidad y le preguntaban si sus padres vivían, cuánto ganaba por mes, si iba al teatro con frecuencia o no…

Ognev recordó sus viajes por diversos departamentos de la región, los pasadías, la pesca, la excursión en sociedad, al monasterio femenino, donde la madre superiora regaló a cada uno de los visitantes un monedero de abalorios; recordó las interminables y acaloradas discusiones, puramente rusas, en las que los hombres, golpeando la mesa con los puños, no se entienden e interrumpen unos a otros, se contradicen sin darse cuenta en cada frase, a cada rato cambian el tema y, después de discutir dos o tres horas, se echan a reír:

—¡Al diablo con la discusión! ¡Comenzamos bailando y terminamos llorando!

—¿Recuerda cuando usted, el doctor y yo fuimos a caballo hasta Shestovo? —decía Iván Alekséich a Vera, acercándose junto con ella al bosque—. Encontramos entonces en el camino a un mendigo adivino. Le di una moneda de cinco kopelkas y él se santiguó tres veces y arrojó la moneda al centeno. ¡Ah, Señor, me llevo tantas impresiones que si se pudiera juntarlas en una sola masa compacta resultaría un buen lingote de oro! No comprendo, ¿por qué las personas inteligentes y sensibles se apretujan en las capitales y no vienen acá? ¿Acaso en la avenida Nevsky y en las grandes y húmedas casas hay más espacio y más verdad que aquí? Por cierto, nuestros cuartos amueblados, desde arriba hasta abajo llenos con pintores, sabios y periodistas, me parecían siempre un prejuicio.

A veinte pasos del bosque, había en el camino un estrecho puentecillo, con puntales en las esquinas que siempre servía a los Kuznetsov y a sus huéspedes como una pequeña estación durante sus paseos nocturnos. Desde allí, los que deseaban hacerlo podían burlarse del eco del bosque; desde allí se veía también el camino perderse en un oscuro atajo.

—¡Aquí está el puente! —dijo Ognev—. Debe usted volver ahora…

—Sentémonos un poco —respondió ella, sentándose en uno de los puntales—. Antes de la partida, al despedirse, generalmente todo el mundo se sienta2.

BOOK: Relatos y cuentos
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Graphic Details by Evelin Smiles
Fixin’ Tyrone by Walker, Keith Thomas
The Essence by Kimberly Derting
Night Games by Collette West
Island of Deceit by Candice Poarch
Sammy Keyes and the Cold Hard Cash by Wendelin Van Draanen
The Secrets of Tree Taylor by Dandi Daley Mackall
Ash by Herbert, James