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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (121 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¿Y ahora dónde vive?

—Donde el señor Dimitri Ivanovich, como cazador. Le llevo a su mesa aves salvajes, si no es más… por puro gusto que me mantiene.

—No es muy honorable su negocio, Yegor Vlasich… Para otros es una travesura, pero para usted eso es propiamente como una artesanía… una ocupación de verdad.

—No entiendes, tonta, —dice Yegor mirando al cielo como en sueños—. Desde que naciste no entiendes y un siglo no te bastaría para entender qué clase de hombre soy… Según tú yo soy un loco perdido, pero el que entiende, para ese yo soy una de las mejores flechas del distrito. Los señores lo sienten e incluso han escrito sobre mí en el diario. Nadie puede compararse conmigo en este asunto de la caza. Yo le tengo asco a vuestras ocupaciones del campo, no es ni por travesura, ni por orgullo. Sino que desde la infancia, sabes, no he tenido ninguna otra ocupación, salvo las armas y los perros. Me quitan el arma, pues tomo el anzuelo, me quitan el anzuelo, pues con las manos me las ingenio. Bueno, también he sido marchante de caballos y en las ferias he trajinado, cuando había dinero, pero tú misma sabes que si un hombre se ha inscrito como cazador o como marchante de caballos, entonces le dice adiós al arado. Una vez que al hombre le ha entrado el aire de libertad, pues con nada se lo sacas. Lo mismo que un señor entra de actor o a otra de las artes, él no se puede meter a oficinista, ni a terrateniente. Eres mujer, no entiendes y esto hay que entenderlo.

—Entiendo, Yegor Vlasich.

—Quiere decir que no entiendes, ya que te dispones a llorar…

—Yo… yo no lloro…, —dice Pelagueya dándose vuelta—. ¡Es un pecado, Yegor Vlasich! Aunque fuera un día solito debería vivir conmigo, pobre de mí. Ya hace más de doce años que me casé, y… ¡y entre nosotros ni una sola vez ha habido amor! Y yo… no lloro…

—Amor…, —balbucea Yegor frotándose las manos—. Ningún amor puede existir, ni es posible. Es solamente de nombre que nosotros somos marido y mujer. ¿Acaso no es cierto? Yo para ti soy un hombre salvaje y tú para mí eres una mujer simplona, que no entiende. ¿Acaso somos una pareja? Yo soy libre, consentido, vagabundo y tú eres trabajadora, chancletuda, vives en la mugre y el lomo ni se te dobla. Yo pienso de mí que soy el primero en el asunto de la caza y tú con lástima me miras… ¿Qué pareja hay aquí?

—¡Pero nos casamos, Yegor Vlasich! —se exalta Pelagueya.

—Sin quererlo nos casamos… ¿Acaso se te ha olvidado? Al Conde Serguey Pavlich dale las gracias… y a ti misma. El Conde de pura envidia de que yo tiro mejor que él, todo un mes con vino me estuvo emborrachando, y al borracho no sólo a casarse se le puede obligar, hasta cambiar de fe se le puede hacer. De pura venganza borracho me casó contigo… ¡Yegor a la porqueriza! Bien viste que yo estaba borracho, ¿para qué te casaste? No eres sierva, bien te pudiste oponer. Claro que para una porquera es pura felicidad casarse con un cazador profesional, pero es que hay que tener juicio. Y ahora tienes que sufrir, llorar. Para el Conde la risa y para ti el llanto… rájate la cabeza…

Se presenta un momento de silencio. Sobre el descampado vuelan tres patos salvajes. Yegor se les queda mirando y los acompaña con la mirada hasta que se vuelven tres puntos apenas visibles y descienden a lo lejos hacia el bosque.

—¿De qué vives? —le pregunta, pasando su mirada de los patos hacia Pelagueya.

—Ahora voy al trabajo y en invierno tomo una cría de la casa de pupilos, le doy el biberón. Rublo y medio me pagan por mes.

—Ajá…

Callan de nuevo. De una apretada huerta llega una tierna canción, que se corta apenas comienza. Mucho calor para cantar…

—Cuentan que a la Akulina le puso una nueva izba —le dice Pelagueya.

Yegor calla.

—Significa que ella sí le llega al corazón…

—¡Esa es tu felicidad, tu destino! —le dice el cazador, estirándose—. Ten paciencia, huerfanita. Bueno, ahora hay que despedirse, me he puesto a hablar demasiado… Tengo que llegar antes que anochezca a Boltovo…

Yegor se levanta, se estira y se cruza la escopeta en el pecho. Pelagueya se levanta.

—¿Cuándo va venir por la aldea? —le pregunta suavemente.

—¡No hay para qué! Sobrio nunca voy a ir y borracho no tiene ningún interés para ti. Me pongo muy malo cuando estoy borracho… Adiós.

—Adiós, Yegor Vlasich…

Yegor se pone la gorra en la parte trasera de su cabeza y con un chasquido llama al perro y sigue su camino. Pelagueya sigue parada en el mismo lugar y lo sigue con la mirada… Ve sus omóplatos moviéndose, su gallarda cabeza, su lenta y desganada marcha, sus ojos se llenan de tristeza y de tierno cariño. Su mirada se pasea por la enjuta y alta figura de su marido y lo acaricia, lo mima… El, como si sintiera esa mirada, se detiene y se da vuelta para mirar… Calla, pero por su rostro, por sus encogidos hombros, Pelagueya ve claramente que quiere decirle algo… Se le acerca tímidamente y lo mira con sus ojos suplicantes.

—¡Ten! le dice dándose vuelta.

Le entrega un arrugado billete de un rublo y se retira rápidamente.

—¡Adiós, Yegor Vlasich! —le dice ella aceptando maquinalmente el billete.

El se va por un camino largo y recto como un cinturón estirado… Ella, pálida inmóvil como una estatua, está parada y pesca con la mirada cada paso suyo. Pero el color rojo de su camisa se mezcla con el color oscuro de sus pantalones, ya no se ven sus pasos, el perro se confunde con las botas. Se ve únicamente la gorra, pero… de repente Yegor bruscamente toma hacia la derecha, hacia el descampado y la gorra desaparece en lo verde.

—¡Adiós, Yegor Vlasich! —murmura Pelagueya y se empina para ver aunque sea la gorra blanca.

Zínochka

El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la izba de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.

»—Bien —asintió Zínochka—. Las plantas hacen lo contrario: absorben óxido de carbono y desprenden oxígeno. El óxido de carbono es lo que hay en agua de Seltz y en el tufo que se desprende del samovar… Es un gas muy venenoso. Cerca de Nápoles se encuentra la Cueva del Perro, en la que se desprende óxido de carbono; cuando un perro entra en ella, no puede respirar y se muere.

»Esta desgraciada Cueva del Perro de cerca de Nápoles es el límite de los conocimientos de química que ninguna institutriz se atreve a traspasar. Zínochka defendía siempre con gran calor las ciencias naturales, pero de la química apenas si sabía algo más que lo de esta cueva.

»Bueno, me mandó que lo repitiera. Así lo hice. Me preguntó qué es el horizonte. Yo contesté. Y en el patio, mientras nosotros rumiábamos lo del horizonte y la cueva, mi padre se preparaba para ir de caza. Los perros ladraban, los caballos se removían impacientes y coqueteaban con los cocheros, los criados cargaban el cochecillo con toda clase de paquetes. Había también otro coche en el que tomaron asiento mi madre y mis hermanas, que iban a la hacienda de los Ivanitski, donde celebraban un cumpleaños. Sin contarme a mí en casa se quedaban Zínochka y mi hermano mayor, entonces estudiante, a quien le dolían las muelas. ¡Pueden imaginarse mi envidia!

»—Así pues, ¿qué aspiramos? —preguntó Zínochka, mirando a la ventana.

»—Oxígeno…

»—Sí, y se llama horizonte el lugar en que nos parece que la tierra se junta con el cielo…

»Pero ambos coches se pusieron en marcha… Vi cómo Zínochka sacaba del bolsillo un papelito, lo arrugaba nerviosamente y se lo apretaba contra la sien. Luego se puso roja y miró el reloj.

»—Recuerde, pues —dijo—: cerca de Nápoles está la Cueva del Perro… —miró de nuevo el reloj y prosiguió—, donde nos parece que el cielo se junta con la tierra…

»La pobrecilla, muy agitada, dio unos pasos por la habitación y miró de nuevo el reloj. Hasta el fin de la lección quedaba aún más de media hora.

»—Ahora pasemos a la aritmética —dijo, respirando fatigosamente y pasando con mano temblorosa las páginas del libro de problemas—. Resuelva el número 325, yo… volveré ahora…

»Salió. Oí que bajaba la escalera, y luego vi por la ventana su vestido azul que cruzaba por el patio y desaparecía en el portillo del jardín. La rapidez de sus movimientos, el rubor de sus mejillas y la agitación de que daba muestras, me intrigaron. ¿Adónde había ido? ¿Para qué? Yo era muy precoz y no tardé en comprenderlo todo: ¡había ido al jardín para, valiéndose de la ausencia de mis severos padres, hartarse de frambuesas o cerezas! En tal caso, ¡diablos!, también yo iría a coger cerezas. Dejé el libro de problemas y corrí al jardín. Me acerqué a los cerezos, pero allí no estaba. Dejando atrás los groselleros y la choza del guarda, se dirigía hacia el estanque, pálida y temblando al más pequeño ruido. La seguí, tratando de que no me viera, y me encontré, señores, con lo siguiente. En la orilla del estanque, entre dos robustos y viejos sauces, estaba Sasha, mi hermano mayor; no daba muestras de que le doliesen las muelas. Al mirar a Zínochka que se le acercaba, todo él parecía resplandecer como un sol de felicidad. Y Zínochka, como si la llevasen a la Cueva del Perro y la obligasen a respirar óxido de carbono, iba hacia él moviendo apenas las piernas, respirando fatigosamente y con la cabeza echada hacia atrás… Todo denotaba que era la primera vez en toda su vida que acudía a una cita. Pero acabaron por juntarse… Durante unos instantes se miraron en silencio como sin dar crédito a sus ojos. Luego, cierta fuerza empujó a Zínochka por la espalda, puso las manos en los hombros de Sasha e inclinó la cabeza sobre el chaleco de mi hermano. Sasha se reía, balbuceaba algo inconexo y, con la torpeza del hombre muy enamorado, tomó con ambas manos la cara de Zínochka. El tiempo, señores, era maravilloso… El altozano tras el que se ocultaba el sol, los dos sauces, las verdes orillas, el cielo, todo esto, con Sasha y Zínochka, se reflejaba en el estanque. Pueden imaginarse la quietud que reinaba alrededor. Sobre los dorados carices volaban millones de mariposas de largas antenas, al otro lado del huerto pasaba la dula. En una palabra, como para pintar un cuadro.

»De todo aquello lo único que yo comprendí es que Sasha besaba a Zínochka. Esto era una inconveniencia. Si mamá llegara a saberlo los dos se ganarían una buena reprimenda. Con un sentimiento de vergüenza que no sabría explicarme, volví al cuarto de las lecciones, sin esperar al fin de la cita. Con el libro de problemas ante mí, pensé en todo aquello. Por mi cara se deslizaba una triunfal sonrisa. Por una parte, me era agradable ser dueño de un secreto ajeno; por otra, también era muy agradable la conciencia de que unas autoridades como Sasha y Zínochka podían ser en cualquier momento denunciadas por infracción de las conveniencias mundanas. Eso lo podía hacer yo. Ahora estaban en mis manos y su tranquilidad dependía por completo de mi generoso espíritu. ¡Ya verían lo que era bueno!

»Cuando me hube acostado, Zínochka, según su costumbre, entró en mi cuarto para comprobar si estaba bien tapado y si había hecho mis oraciones. Miré su rostro bonito y feliz con una sonrisa irónica. El secreto pugnaba por salir al exterior. Era necesario dejar escapar una reticencia y disfrutar con el efecto.

»—¡Lo sé! —dije con una risita.

»—¿Qué es lo que sabe?

»—¡Ji, ji! Vi cuando usted y Sasha se besaban junto a los sauces. La seguí y lo vi todo…

»Zínochka se estremeció toda roja y, abrumada por mis palabras, se dejó caer en la silla sobre la que estaban el vaso de agua y la palmatoria.

»—Vi cómo… se besaban… —repetí con la risita de antes y disfrutando con su turbación—. ¡Hola! Se lo diré a mamá.

»La cobarde Zínochka me miró atentamente y, convencida de que, en efecto, lo sabía todo, se apoderó desesperada de mi mano y balbuceó con un susurro tembloroso:

»—Petia, eso es una acción muy baja… Se lo suplico, por Dios… Ha de ser un hombre… no lo diga a nadie… Las personas decentes no se dedican a espiar… Es una vileza… se lo suplico…

»La pobre temía más que al fuego a mi madre, una señora virtuosa y severa. Esto, por una parte. Por otra, mi cara sonriente no podía por menos de profanar su primer amor, un amor puro y poético. Pueden, pues, imaginarse el estado de su espíritu. Por culpa mía no durmió en toda la noche y a la mañana siguiente se presentó a la hora del té con ojeras… Después del desayuno, al encontrarme con Sasha, no resistí a la tentación de presumir y reírme de él:

»—¡Lo sé! Ayer vi cómo te besabas con mademoiselle Zina.

»Sasha me miró y dijo:

»—Eres un imbécil.

»No era tan pusilánime como Zínochka, y por eso no se produjo el deseado efecto. Eso me aguijoneó todavía más. Si Sasha no se había asustado, era porque no creía que yo lo hubiera visto todo. ¡Pues ya nos veríamos las caras!

»Durante las lecciones, hasta la hora de la comida, Zínochka no me miró y no cesaba de tartamudear. En vez de meterme el resuello en el cuerpo, trataba de ganarse mis favores, poniéndome sobresalientes y sin quejarse a mi padre de mis travesuras. Dada mi precocidad, yo exploté el secreto como me venía en ganas: no estudié las lecciones, anduve por la habitación con los pies por alto y le dije cuantas insolencias quise. En una palabra, si hubiera seguido así hasta hoy, me habría convertido en un perfecto chantajista.

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