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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (119 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!

—No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.

Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Hállase agitado y se encuentra como sobre alfileres.

—¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?

—Yo, al fin del mundo… Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El destino me sonríe, y viajo… Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?

—Noto solamente que está un poquito…

—Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?

—¿Cómo? ¿Usted se ha casado?

—Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.

Todos los viajeros le felicitan y le dirigen mil preguntas.

—¡Enhorabuena! —añade Petro Petrovitch—. Por eso está usted tan elegante.

—Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí feliz.

Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:

—Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casaros, ya os acordaréis de mí. Entonces os preguntaréis: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro…

Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.

—Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que le abrace.

—Como usted guste.

Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:

—Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.

Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch vuélvese de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.

—Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!

En esto, el conductor pasa.

—Amigo mío —le dice el recién casado—, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.

—Perfectamente —contesta el conductor—. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.

—Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.

Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:

—Marido…, señora. ¿Desde cuándo?… Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes… ¡Qué idiota!… Ella, ayer, todavía era una niña…

—En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.

—¿Pero quién tiene la culpa de eso? —replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos—. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no queréis serlo; ello está en vuestras manos, sin embargo, testarudamente huís de vuestra felicidad.

—¿Y de qué manera? —exclaman en coro los demás.

—Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero vosotros no queréis obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperáis alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.

—Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.

—¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena de hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación…

—¿Adónde va usted? —interroga Petro Petrovitch—. ¿A Moscú, o más al Sur?

—¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?

—El caso es que Moscú no se halla en el Norte.

—Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo —dice Iván Alexievitch.

—No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.

—¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!

—¿Para dónde tomó usted el billete?

—Para Petersburgo.

—En tal caso le felicito. Usted se equivocó de tren.

Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.

—Sí, sí —explica Petro Petrovitch—. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.

Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.

—¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!

El recién casado, que se había puesto en pie, desplómase sobre el sofá y revuélvese cual si le hubieran pisado un callo.

—¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!…

—Nada —dicen los pasajeros para tranquilizarle—. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.

—El tren rápido —dice el recién casado—. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?

Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

La víspera de la Cuaresma

—¡Pawel Vasilevitch! —grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido—. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa, que está preparando sus lecciones y llora.

Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:

—Ahora mismo, mi alma.

El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch se calza las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una gelatina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.

—¿Quién te manda oler esto? —dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico—. Eres un cochino y no un gato.

El comedor comunica directamente con la habitación de los niños. Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.

—¿Qué? ¿Estudias? —le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre—. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es…

—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.

—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.

—La división de los quebrados.

—¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular. Coge la regla y léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.

—La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú mismo.

—¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate que tenemos que dividir siete octavos por dos quintos… ¡Oye; el té! ¿Está listo? Me parece que ya es tiempo de tomarlo… Sigamos la operación. Imaginémonos que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?

—Siete por dieciséis —contesta Stiopa.

—Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés. Ahora para corregir… ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, me equivocaba cada vez que le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema se ponía encarnado, corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas? —le preguntábamos—. Nuestra clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno que se llamaba Mamájin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el suelo. Pues esto mismo Mamájin…

Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia Ivanova. Pawel Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:

—Tu madre viene. Sigamos… De modo que lo has comprendido bien —dice alzando la voz—. Para hacer esta operación se requiere…

Pelagia Ivanova exclama:

—El té está listo.

Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el té. En el comedor se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que jamás despegaba los labios, otra tía que es sordomuda, la abuela y la comadrona. El samovar canta y despide ondas de vapor que suben hasta el techo. De la antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos y melancólicos.

—Bebe más té —dice Pelagia Ivanova a la comadrona—. Endúlzalo más; mañana es vigilia; hártate.

La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a sus labios con indecisión, lo prueba y su cara se ilumina.

—Muy bueno es este dulce. ¿Lo habéis hecho en casa?

—¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa, hijito mío, ¿no es demasiado flojo tu té?…

¿Te lo has bebido ya?… Te voy a poner, otra tacita.

Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:

—Aquel Mamájin no podía soportar al maestro de francés. «Yo soy de noble estirpe», alegaba Mamájin. «Yo no he de permitir que un francés sea mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812». A Mamájin se le propinaban palizas; pero, en general, cuando él veía que le iban a castigar, saltaba por la ventana y no se le veía más en cinco o seis días. Su madre acudía al director, suplicando que mandara a alguien en busca de su hijo y que lo reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el maestro, si hacen falta cinco auxiliares para sujetarle».

—¡Jesús, qué pillete! —murmura Pelagia Ivanova aterrorizada—. ¡Y qué madre más importuna!

Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera la figura de chino que ya vio mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el té que vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es sofocante. En la fisonomía de todos se revela la pereza de quien tiene el estómago repleto y que, sin embargo, créese dispuesto a comer todavía. El samovar está vacío; se retiran las tazas; mas la familia continúa en torno de la mesa. Pelagia Ivanova se levanta de cuando en cuando y se encamina a la cocina para entenderse con la cocinera respecto a la cena. Las dos tías permanecen inmóviles y dormitan sin cambiar de postura. La comadrona tiene hipo y a cada momento exclama:

—Diríase que apenas he comido y bebido.

Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un periódico ilustrado de 1878.

—«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la galería Víctor Manuel» —lee uno de ellos—. Vaya, parece un arco de triunfo. Un caballero y una señora. En perspectiva, hombrecitos.

—Aquel hombrecito —dice Stiopa— se parece a un colegial.

—Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al microscopio». Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una chinche vista al microscopio? ¡Qué feo es eso!

En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se prosterna a los pies de su amo:

—Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch —dice ella levantándose en seguida.

—Y tú perdóname también —responde Pawel Vasilevitch con indiferencia.

La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así transcurre otra media hora en toda calma.

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