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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (118 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Ognev se acomodó junto a ella sobre su atado de libros y continuó hablando. Ella jadeaba a causa de la caminata y no miraba a Iván Alekséich sino hacia el otro lado, de modo que él no veía su cara.

—Y, de repente, al cabo de unos diez años nos encontraremos —decía él—. ¿Cómo seremos en aquel entonces? Usted será una estimada madre de familia, y yo, autor de una estimada e inútil compilación de estadísticas, voluminosa como cuarenta mil compendios. Nos encontraremos y recordaremos el pasado… Ahora sentimos el presente, que nos impregna y nos emociona, pero entonces, cuando nos encontremos no nos acordaremos más de la fecha ni del mes ni siquiera del año en que nos vimos por última vez en este puente. Usted, quizás, cambie… Escuche, ¿cambiará usted'?

Vera se estremeció y volvió el rostro hacia él.

—¿Cómo? —preguntó.

—Le preguntaba si…

—Perdone, no sé lo que usted me decía.

Sólo en ese momento Ognev observó el cambio ocurrido en Vera.

Estaba pálida, jadeaba, y el temblor de su respiración se comunicaba a sus manos, a sus labios y a su cabeza, y de su peinado escapaba hacia la frente no un mechón, como siempre, sino dos… Por lo visto, evitaba mirar a los ojos y, tratando de ocultar su emoción, ya arreglaba el cuello, como si éste la estuviera incomodando, ya pasaba su chal rojo de un hombro al otro…

—Parece que tiene frío —dijo Ognev—. No le hace muy bien eso de estar sentada en la niebla.

Vera callaba.

—¿Qué tiene? —sonrió Iván Alekséich—. Usted calla y no contesta las preguntas. ¿No se siente bien o está enfadada? ¿Eh?

Vera apretó con fuerza la palma de la mano contra la mejilla vuelta hacia Ognev, pero en seguida la retiró bruscamente.

—Es una situación terrible… —susurró con una expresión de dolor en la cara—. ¡Terrible!

—¿Por qué terrible? —preguntó Ognev, encogiéndose de hombros y sin ocultar su sorpresa—. ¿De qué se trata?

Con la respiración entrecortada aún y estremeciéndose, Vera le volvió la espalda, miró medio minuto al cielo y dijo:

—Tengo que hablar con usted, Iván Alekséich…

—La escucho.

—A usted le parece extraño… puede ser que se sorprenda, pero me da lo mismo…

Ognev volvió a encogerse de hombros y se dispuso a escuchar.

—Es que… —comenzó diciendo Vérochka, inclinando la cabeza y sobando con los dedos el pompón del chal—. Vea, lo que yo quería decirle… A usted le parecerá extraño y tonto, pero… no puedo más.

Las palabras de Vera se convirtieron en un balbuceo poco claro, que terminó en llanto. La joven se cubrió la cara con el chal, se inclinó más y rompió a llorar con amargura. Iván Alekséich tosió, confundido y sorprendido, y, sin saber qué decir ni qué hacer, miró en su derredor con expresión de desesperanza. Como no estaba acostumbrado al llanto y a las lágrimas, él mismo sintió picazón en los ojos.

—Bueno, bueno… —balbució, desconcertado—. Vera Gavrílovna, ¿para qué sirve eso, se puede saber? Palomita, ¿está usted… enferma? ¿Alguien la ha ofendido? Dígamelo; puede ser que yo… este… a lo mejor, podré ayudarla…

Cuando, al tratar de consolarla, él se permitió separar cuidadosamente las manos de ella de la cara, Vera le sonrió a través de las lágrimas y dijo:

—Yo… ¡Yo lo amo!

Estas palabras, simples y corrientes, fueron dichas en un lenguaje sencillo y humano, pero Ognev, muy confundido, se apartó de Vera, se levantó y, tras la confusión, sintió miedo.

El triste y sentimental estado de ánimo que le habían producido la despedida y el licor, desapareció de golpe, cediendo lugar a una desagradable y aguda sensación de molestia. Como si el alma se hubiera dado vuelta en él, miraba a Vera de reojo, y ella, que después de su declaración amorosa se había despojado de la inabordabilidad que tanto adorna a la mujer, le parecía ahora más baja de estatura, más simple, más oscura.

«¿Qué es esto? —pensó con terror para sus adentros—. Y yo, pues… ¿la amo o no? ¡Qué problema!»

Vera entretanto, después de haber dicho lo principal y lo más difícil, respiraba ya libremente, sin ninguna dificultad. Ella se levantó también, mirándolo, se puso a hablar rápidamente, de manera cálida e incontenible.

Así como la persona asustada de golpe no puede más tarde recordar en qué orden sucedieron los sonidos de la catástrofe que lo había aturdido, Ognev no recuerda las palabras y las frases de Vera. Sólo recuerda el contenido de su discurso, a ella misma y la sensación que producían en él sus palabras. Recuerda su voz, como apagada, algo ronca a causa de la emoción y una extraordinaria música y el apasionamiento en las entonaciones. Llorando, riendo, dejando brillar las lágrimas en sus pestañas, le contaba que desde los primeros días él la había impresionado por su originalidad, inteligencia, con sus bondadosos ojos, con sus propósitos e ideales en la vida; que había empezado a amarlo profundamente, con pasión y con locura; que cuando, en verano, al pasar a veces del jardín a la casa, notaba en el vestíbulo su capa o, desde lejos, oía su voz, el corazón se le llenaba de un fresco y estremecedor presentimiento de dicha; sus bromas, aunque insignificantes, la hacían reír a carcajadas; en cada cifra de sus cuadernos se le aparecía algo excepcionalmente sagaz y grandioso, su bastón nudoso era para ella más hermoso que los árboles.

El bosque, los jirones de niebla y las negras zanjas a la vera del camino parecían enmudecer escuchándola, pero en el alma de Ognev ocurría algo penoso y extraño… Al declararle su amor, Vera estaba seductoramente bella; también sus palabras fluían bellas y apasionadas, pero él no experimentaba el goce ni la alegría de vivir como le hubiera gustado, sino tan sólo un sentimiento de piedad hacia Vera, el dolor y la compasión por haber hecho sufrir a una buena persona. Dios sabe si era su mente libresca la que había alzado su voz o bien se había hecho sentir su irresistible hábito de objetividad que tan a menudo impide vivir a la gente; lo cierto es que el entusiasmo y el sufrimiento de Vera le parecían exagerados y poco serios, a pesar de que el sentimiento se indignaba en él, susurrándole que todo lo que él estaba viendo y oyendo en aquel momento era, desde el punto de vista de la naturaleza y de la felicidad personal, más serio que las estadísticas, los libros y las verdades… Y, enojado, se culpaba a sí mismo, aunque sin entender en qué, precisamente, consistía su culpa.

Para colmo de su confusión, decididamente no sabía qué decir, no obstante lo cual era indispensable decir algo. No tenía fuerzas suficientes para decir directamente «no la amo», pero tampoco podía decir «sí», ya que, por más que hurgara, no encontraba en su alma ni siquiera una chispa…

Y mientras él callaba, Vera le aseguraba que no había mayor felicidad para ella que la de verlo, seguirlo a donde él quisiera ir, ser su mujer y ayudante y que se moriría de pena si se marchaba sin ella…

—¡No puedo quedarme aquí! —dijo, retorciéndose las manos—. Estoy harta de la casa, del bosque y de este aire. No soporto la continua calma y una vida sin objetivo: no soporto a nuestra gente descolorida y pálida, entre la cual todas se parecen uno al otro como dos gotas de agua. Todos son cordiales y benévolos porque están satisfechos, no sufren, no luchan… Y yo, precisamente, quiero vivir en grandes casas húmedas, donde la gente sufre agobiada por el trabajo y la miseria …

También eso le pareció a Ognev exagerado y falto de seriedad. Cuando Vera hubo terminado de hablar, él no sabía qué decir, pero resultaba imposible seguir callado y balbuceó:

—Le estoy agradecido, Vera Gavrílovna, aunque sé que no merezco un… sentimiento de esa índole… de su parte. En segundo lugar, como hombre honesto debo decir que… la felicidad se basa en el equilibrio, es decir, cuando ambas partes… se aman de la misma manera…

En seguida, empero, Ognev se sintió avergonzado de su balbuceo y se quedó callado. Sintió que la expresión de su cara en ese momento era estúpida, culpable y vulgar, y al mismo tiempo tensa y forzada…

Vera seguramente supo leer la verdad en su rostro, ya que de repente se puso seria, palideció y bajó la cabeza.

—Perdóneme —murmuró Ognev, no pudiendo soportar el silencio—. La estimo tanto que… ¡me duele!

Vera se volvió bruscamente y se dirigió de prisa hacia la finca. Ognev la siguió.

—¡No, no! —dijo Vera, haciendo un ademán—. No me acompañe, iré sola…

—Imposible… Tengo que acompañarla …

Todo lo que decía Ognev, hasta la última palabra, le parecía a él mismo repugnante y anodino. El sentimiento de culpabilidad crecía en él a cada paso. Se enfadaba, apretaba los puños y maldecía su frialdad y su torpeza para conducirse con las mujeres. Tratando de excitarse a sí mismo, miraba la bella figura de Vérochka, su trenza, y las huellas que dejaban en el polvoriento camino sus piececitos; recordaba sus palabras y sus lágrimas, pero todo ello no lograba sino enternecerlo, sin excitar su alma.

«¡Ah, al fin y al cabo, uno no puede amar a la fuerza! —trataba de convencerse a sí mismo, pero al mismo tiempo pensaba—: ¿Y cuándo amaré sin que sea a la fuerza? Tengo ya casi treinta años. Nunca he encontrado mujeres que fuesen mejores que Vera ni las voy a encontrar… ¡Oh, maldita vejez! ¡Vejez a los treinta años!»

Vera caminaba delante de él cada vez más de prisa, sin mirar hacia atrás y con la cabeza baja. A Ognev le parecía que ella se había encogido de pena y que sus hombros se habían vuelto más estrechos…

«¡Me imagino lo que acontece ahora en su alma! —pensaba, mirándole la espalda—. ¡Sentiría una vergüenza y un dolor como para morirse! ¡Dios mío, en todo ello hay tanta vida, tanto sentido, tanta poesía, que hasta una piedra se hubiera conmovido, pero yo… yo soy un estúpido, un necio!»

Juntó a la portezuela del jardín Vera le dirigió una fugaz mirada y encorvándose y cubriéndose con el chal, se fue alejando de prisa por la alameda.

Iván Alekséich se quedó solo. Regresando lentamente hacia el bosque se detenía a cada rato y se volvía para mirar la puertecilla del jardín; y toda su figura tenía una expresión de desconcierto, como si él no se creyera a sí mismo. Buscaba con los ojos las huellas de los pies de Vérochka en el camino y no podía creer que la joven que tanto le gustaba acababa de declararle su amor y que él la había «rechazado» con tanta torpeza. Por primera vez en su vida pudo convencerse, por propia experiencia, de cuán poco depende el hombre de su buena voluntad, y experimentar él mismo la situación de un hombre decente y cordial quien, sin querer, causa a su prójimo un sufrimiento inmerecido y cruel.

Le torturaba la conciencia y, además, al desaparecer Vera en el jardín le pareció haber perdido algo muy caro, intimo, que no volvería a encontrar más. Sintió que junto con Vera se le escurría una parte de su juventud y que los minutos que acababa de vivir de manera tan infructuosa no se repetirían jamás.

Al llegar hasta el puente, se detuvo pensativo. Deseaba encontrar la causa de su extraña frialdad. Le resultaba claro que aquélla no se hallaba fuera sino dentro de él. Con sinceridad se confesó a sí mismo que no era una frialdad mental de la que tan a menudo alardean las personas inteligentes, ni tampoco la frialdad de un tonto ególatra, sino simplemente la importancia del alma, la incapacidad de percibir con hondura la belleza, la vejez prematura, adquirida mediante la educación, la lucha desordenada por ganarse el pan y la hotelera vida de soltero.

Bajó del puentecillo y, lenta y desganadamente, entró en el bosque. Allí, donde en las negras y espesas tinieblas la luz de la luna formaba nítidas manchas y donde él no percibía nada, excepto sus pensamientos, sintió un apasionado deseo de recobrar lo perdido.

Iván Alekséich recuerda haber desandado el camino. Instigándose con los recuerdos y esforzándose para pintar a Vera en su imaginación, caminó de prisa hacia el jardín. La niebla había desaparecido ya del camino y del jardín, y una luna clara, como lavada, miraba desde el cielo; sólo el levante permanecía sombrío y nebuloso… Ognev recuerda sus pasos cuidadosos, las oscuras ventanas, el espeso aroma de heliotropo y de reseda. El conocido
Karo
se le acercó meneando amigablemente la cola y olfateó su mano… Era el único ser viviente que lo vio dar dos vueltas alrededor de la casa, detenerse junto a la oscura ventana de Vera y, con un ademán resignado y un hondo suspiro, salir del jardín.

Una hora después ya estaba en el pueblo y, fatigado, casi desfalleciente, apoyándose con el torso y con la cara ardorosa contra el portón del hospedaje, golpeaba con el aldabón. En alguna parte del pueblo se despertó un perro y se puso a ladrar, y, como en respuesta a sus golpes, el sereno de la iglesia hizo sonar su barra de hierro.

—No hace sino vagar por las noches… —rezongó el dueño del hospedaje que, vestido con un largo camisón de aspecto femenino, le abrió el portón—. En vez de merodear por ahí, mejor te hubieras quedado en casa rezando.

Una vez en su habitación, Ognev se sentó en la cama y se quedó mirando largamente la llamita de la bujía; luego sacudió la cabeza y comenzó a hacer su equipaje.

Un viaje de novios

Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí… ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible…; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

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