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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (57 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Un día que me hallaba en el club empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.

—¡Hola! —dijo cuando me hubo reconocido, tendiéndome la mano—. Celebro mucho verle a usted.

Se sonreía y miraba con curiosidad mi blusa, el bote de la cola, los rollos de papel extendidos en el suelo.

Yo estaba confuso. Ella también parecía turbada.

—Perdone usted —me dijo— que le mire de esta manera. He oído hablar mucho de usted, sobre todo al doctor Blagovo, a quien le ha sorbido usted el seso. También he tenido el gusto de conocer a su hermana de usted. Es una muchacha muy simpática; pero no he conseguido persuadirla de que su situación actual de usted no tiene nada de horrible. Yo, por el contrario, creo que es usted hoy el hombre más interesante de la ciudad.

Miró de nuevo la cola y los rollos de papel y prosiguió:

—Le había rogado al doctor Blagovo que me proporcionase una ocasión de hablar con usted. Seguramente no se ha acordado o no ha tenido tiempo. El caso es que ya nos hemos conocido, y yo tendría mucho gusto en que viniese usted por casa. Soy una mujer sencilla y espero no ser para usted causa de azoramiento.

Me estrechó la mano, y añadió:

—Mi padre no está en la ciudad, está en Petersburgo.

Y entró en el salón de lectura.

Aquella noche dormí muy poco: tan turbado estaba.

Desde el punto de vista material, aquel otoño fue para mí muy malo. Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones. Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando, ya bizcochos, ya perdices asadas, ya té y azúcar. Karpovna me decía que todo aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los días y si tenía ropa de abrigo.

Cuando los fríos se hicieron más fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume delicado, apenas perceptible, de lirio silvestre. Ese perfume me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo. La hermana del doctor se pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.

En invierno tuvimos ya más trabajo, y la situación no era tan triste. Nabó resucitó de nuevo y desplegó otra vez su acostumbrada actividad. Trabajé con él en la iglesia del cementerio, donde nos encargaron el dorado de los viejos iconos y algunas reparaciones. El trabajo era agradable e interesante. Además, los obreros se conducían, por respeto al lugar sagrado, muy correctamente: no se injuriaban y ni siquiera se reían. Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano, para no profanar el lugar con destemplanza alguna.

Absortos en el trabajo, estábamos casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba el silencio profundo del cementerio. Si algún instrumento se caía al suelo, volvíamos la cabeza asustados: tan habituados nos hallábamos a tal silencio. De cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a silbar quedito y espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida. Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.

Entregado al trabajo durante el día en aquel templo silencioso, yo me permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que había invertido parte de mis ahorros.

En casa de Achoguin había ya comenzado la
saison théatrale
. Se celebraron funciones y conciertos de aficionados. Las decoraciones ahora eran pintadas por Nabó sólo, sin mi ayuda. Cuando volvía de casa de Achoguin, me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los cuadros vivos que se ponían en escena. Todo aquello me interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero no me atrevía a ir.

Una semana antes de las fiestas de Navidad llegó el doctor Blagovo.

De nuevo comenzaron nuestras discusiones. Por las noches jugábamos al billar. Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque casi no bebía vino, ponía un gran empeño en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de la taberna «Volga» un buen puñado de rublos, por más que los precios allí eran moderados.

Las visitas de mi hermana volvieron a empezar. De nuevo ella y el doctor se encontraban en casa, aparentando encontrarse por casualidad; pero por la alegría que se pintaba en sus semblantes no tardé en darme cuenta de que no había tal casualidad, y los encuentros obedecían a un previo convenio.

Hallándonos una noche jugando al billar, el doctor me dijo:

—¿Por qué no visita usted a la señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.

Le conté cómo me había acogido, la primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.

—No haga usted caso —me dijo—. María Victorovna es completamente independiente de su padre y hace lo que le da la gana… Debía usted ir a verla. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos mañana juntos.

Acabó por persuadirme.

A la noche siguiente, me puse mi traje nuevo, y muy turbado me dirigí a casa de la señorita Dolchikov.

El criado que me abrió la puerta no me pareció ya tan terrible ni el mobiliario tan lujoso como la mañana memorable que visité al señor Dolchikov para pedirle un empleo.

María Victorovna, prevenida por Blagovo de mi visita, me acogió como a un antiguo conocido y me estrechó cordialmente la mano.

Llevaba una bata gris de mangas perdidas, y los cabellos peinados a la moda no conocida aún en la ciudad y que se llamó luego «orejas de perro» porque los cabellos cubrían las orejas. María Victorovna era bella y elegante, pero no parecía muy joven: representaba treinta años, aunque en realidad sólo tenía veinticinco.

—¡Estoy agradecidísima a nuestro querido doctor! —me dijo, invitándome a sentarme—. Sin su intervención no habría usted venido a casa. Me aburro mortalmente. Mi padre se ha ido, dejándome sola, y no sé cómo pasar el tiempo en esta ciudad.

Luego me preguntó dónde trabajaba, dónde vivía, cuánto ganaba.

—¿No gasta usted más que lo que gana? —inquirió.

—Nada más.

—¡Qué feliz es usted! —suspiró—. Se me antoja que todo el mal proviene de la ociosidad, del aburrimiento, del vacío del alma, inevitable cuando no se hace nada y se vive a costa de los demás. La costumbre de vivir sin trabajar tiene consecuencias fatales. No se crea usted que lo digo por coquetería. Le doy mi palabra de que no es nada interesante ni grato el ser rico. Además, el origen de la riqueza es casi siempre poco honrado: es imposible hacerse rico honradamente.

Contempló con una mirada fría y grave al mobiliario, como si quisiera inventariarlo, y añadió:

—El confort, las comodidades tienen una gran fuerza de atracción: poco a poco conquistan hasta a los que poseen una voluntad firme. En otro tiempo, vivíamos mi padre y yo muy modestamente, casi pobremente, y ahora… ¡ya ve usted qué lujo! Me da vergüenza confesarlo; pero gastamos ¡hasta veinte mil rublos anuales, aquí, en este rincón provinciano!

—El confort —respondí— es un privilegio inevitable del capital y la instrucción. Pero yo creo que el confort no es incompatible ni con el trabajo más penoso. Su padre de usted, por ejemplo, a pesar de su riqueza, se entrega a veces a trabajos de maquinista, de simple obrero… Se puede ser rico y trabajar rudamente.

Ella se sonrió y sacudió irónicamente la cabeza.

—Los trabajos rudos de mi padre no pasan de ser caprichos, diversiones… También le gusta, de vez en cuando, un plato de sopa campesina o un pedazo de pan negro…

En aquel momento sonó la campanilla de la puerta y María Victorovna se levantó.

—Todo el mundo —prosiguió, dirigiéndose a la puerta— debe trabajar. El confort debe ser para todos. ¡Nada de excepciones, nada de privilegios!

Y salió.

Momentos después volvió acompañada del doctor Blagovo.

—Habíamos entablado —le dijo— un diálogo filosófico. Pero ¡basta de filosofía! Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo, de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.

Empecé a informarla; pero, en parte por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi relato fue seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida de los pueblos.

El doctor también refirió varias anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.

María Victorovna le miraba y se desternillaba de risa.

Luego el doctor se sentó al piano y empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado, le colocaba en el atril los cuadernos de música y le corregía cuando se equivocaba.

—He oído, decir que usted también canta —le dije a la señorita Dolchikov.

—¿También? —gritó horrorizado el doctor—. ¡Pero si María Victorovna es una verdadera artista! ¡Canta admirablemente!

—Hace años —dijo ella— me dediqué en serio a los estudios musicales; pero la música ya no me interesa.

Se sentó en un confidente y se puso a contarnos su vida en Petersburgo, en el medio artístico adonde la habían llevado sus aficiones filarmónicas. Imitaba a las más célebres cantantes, su voz, sus actitudes, su manera de aparecer ante el público. Luego nos retrató en su álbum al doctor y a mí. Los retratos eran bastante mediocres, pero tenían cierto parecido. Reía, se divertía como una chiquilla, y así estaba más en su papel que filosofando. Hasta me parecía que al hablar conmigo de la influencia nefasta de la riqueza y de la necesidad de que todo el mundo trabajase no hacía más que imitar a alguien.

En fin, era una admirable actriz cómica. Mentalmente la comparaba con las otras muchachas que yo conocía y a todas las encontraba muy inferiores, incluso a la linda y seria Ana Blagovo. La diferencia era enorme, como la que existe entre una bella rosa, amorosamente cultivada, y una modesta flor del campo.

Nos invitó a cenar.

El doctor y ella bebieron vino rojo, champagne y café con coñac. Brindaron por la amistad, por el ingenio, por el progreso, por la libertad. No se emborracharon; pusiéronse tan sólo un poco más encarnados que de ordinario y muy risueños; se reían, sin ninguna razón plausible, hasta saltárseles las lágrimas. Para no parecer demasiado grave, yo también bebí unos cuantos vasos de vino rojo.

—La gente dotada de gran capacidad y un espíritu independiente —dijo ella— sabe cómo hay que vivir y elige su propio camino y lo sigue, aunque no sea el camino común. La gente vulgar —como yo, por ejemplo— no se atreve a ser independiente, no sabe ni puede nada y es feliz cuando sigue una corriente de ideas, más o menos interesante, de su época.

—¡Esas corrientes de ideas no existen, ay, entre nosotros! —objetó el doctor.

—Existen, pero no las vemos —replicó María Victorovna.

—Sólo existen en la imaginación de los escritores modernos.

Se entabló una discusión.

—Yo afirmo con plena convicción que nunca ha habido entre nosotros ninguna corriente importante de ideas —decía con calor el doctor—. Es la literatura quien las inventa de cuando en cuando, buscando un asunto interesante, algo que atraiga la atención del lector. También ha sido la literatura quien ha inventado los pretendidos propagandistas de la luz entre nuestros campesinos, que en realidad no existen. Busquémoslos en las aldeas: no los encontraremos. Sólo encontraremos tipos grotescos de Gogol, vestidos a la moda europea, de levita y hasta de frac, pero, que no poseen la menor cultura y apenas saben escribir. Ignoran aún lo que es la vida civilizada y no han salido todavía del estado bárbaro. Viven de la misma manera salvaje, sin ningún interés superior, sin ninguna aspiración noble, que se vivía hace quinientos años.

El doctor iba animándose conforme hablaba y elevando la voz.

—No, se lo aseguro a usted. Las pretendidas corrientes de ideas de que habla la literatura son una ficción, favorable a intereses mezquinos. ¿Qué corrientes de ideas verdaderas podemos registrar? ¿El vegetarianismo? ¿La zoofilia? Si encuentra usted en uno y otra algo serio, digno de atención, lo siento por usted. No, no hemos salido aún de la infancia, no somos aún bastante crecidos para ocuparnos en graves problemas. No los comprendemos porque nos falta la cultura. Necesitamos, ante todo, ir a una buena escuela, aprender, estudiar.

—¡Interesándonos por tales problemas, estudiamos! —replicó María Victorovna.

—No, no nos hallamos todavía bastante preparados. Como los niños no lo están para los estudios astronómicos. Lo repito: necesitamos estudiar, estudiar y estudiar. ¡Brindo por la ciencia!

Hubo un corto silencio. María Victorovna parecía sumida en una honda meditación.

—Lo innegable —dijo, con ojos pensativos— es que la vida que llevamos es demasiado gris y hay que cambiarla a toda costa. No podemos seguir el mismo camino, porque va a parar a un pantano…

Era ya muy tarde, y había que irse.

Cuando el doctor y yo salimos a la calle, en el reloj de la catedral daban las dos.

—Bueno, ¿está usted contento? —me preguntó el doctor—. ¿Verdad que es encantadora?

El primer día de Navidad comimos en casa de María Victorovna, y durante las fiestas la visitamos casi diariamente. Tenía razón al afirmar que no mantenía relación alguna con los habitantes de la ciudad: salvo nosotros dos, nadie la visitaba.

Casi todo el tiempo que estábamos con ella lo dedicábamos a pláticas y a discusiones de orden trascendental. Algunas veces el doctor llevaba un libro o el último número de una revista, y nos leía en alta voz.

En fin: él fue el primer hombre verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales, interesantes en extremo. Yo pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio célebre si quería.

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