Relatos y cuentos (54 page)

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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

BOOK: Relatos y cuentos
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Sentado un instante a la orilla del camino, quería entregarme de lleno al deleite de aspirar la fresca brisa matinal, y —¡ay!— de pronto se me venía a la imaginación el olor delicioso de las patatas fritas.

Era robusto, corpulento, y tenía un apetito de lobo; pero rara vez podía satisfacerlo, y casi siempre estaba hambriento. Quizá debido a eso no ha extrañado nunca que la gente del pueblo hable de comer casi constantemente y sólo piense en el pan cotidiano. El hambre es el motor principal de la actividad humana.

En Dubechnia estaba terminándose la edificación de la estación. Ya había comenzado a alzarse el piso superior. En el inferior trabajaban los pintores.

Hacía un calor horrible. Los obreros trabajaban sin energía enervados por el ardor del sol. Algunos estaban sentados, dormitando, sobre montones de ladrillos y piedras, y el sol les quemaba la cara.

Ni un árbol en una gran distancia. El hilo del telégrafo, sobre el que reposaban algunos pajarillos, sonaba con un rumor monótono.

Empecé a vagar por entre los montones de materiales sin saber lo que debía hacer. Recordaba que el señor Dolchikov, cuando le pregunté cuál era mi obligación en Dubechnia, me había contestado: «Ya veremos». Yo no veía nada. ¿Que podía ver en aquel desierto, entre aquellos montones de materiales en desorden?

Poco a poco la fatiga y el fastidio fueron adueñándose de mí. Las piernas apenas me obedecían y sentía un deseo creciente de agazaparme en un rincón.

Después de ir y venir durante dos horas por los alrededores de la estación, paré mientras en una serie de postes telegráficos que se alejaba y desaparecía, a unas dos verstas de distancia, tras una tapia blanca. Los obreros me dijeron que allí estaban las oficinas, y caí al fin en la cuenta de que allí era adonde debía dirigirme.

A los veinte minutos me hallaba a la puerta de las oficinas.

Estaban instaladas en una vieja casa de campo abandonada hacía mucho tiempo. Las paredes estaban medio en ruinas, y el tejado, cubierto de orín y lleno de remiendos. En torno del edificio se extendía un gran patio que parecía, una pradera pues verdeaba la hierba en él por todas partes. A derecha e izquierda veíanse dos pabelloncitos parejos en tamaño y construcción. En uno de ellos, las ventanas estaban cubiertas con tablas, y diríanse unos ojos ciegos. Junto al otro, cuyas ventanas se hallaban abiertas, había ropa secándose al sol, colgada de una cuerda, y se paseaban unos ternerillos. El último poste telegráfico se alzaba dentro del patio, y el hilo penetraba, por una ventana, en uno de los pabellones.

La puerta estaba abierta, y entré. Ante una mesa sobre la que había un aparato de telegrafía estaba sentado un señor de cabello obscuro y rizoso, con una larga blusa blanca.

Levantó la cabeza y me miró severamente; pero en seguida una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Calla! ¿Eres tú, Poloznev?

Yo también le reconocí al punto. Era Iván Cheprakov, un compañero de Liceo. Le habían expulsado, cuando cursaba segundo año, porque le sorprendieron fumando.

No olvidaré nunca mis excursiones cinegéticas en su compañía. Cazábamos pájaros y luego los vendíamos en el mercado. Acechábamos horas enteras, en otoño, las bandadas que huyendo del filo emigraban a países más cálidos, y hacíamos en ellas estragos valiéndonos de pequeños cartuchos. Muchos de los pobres pájaros heridos morían entre nuestras manos; otros curaban y los vendíamos, haciéndolos pasar por machos aunque no lo fuesen.

Cheprakov era de constitución débil; tenía el pecho angosto, la espalda encorvada, las piernas largas. Vestía con un gran descuido. Llevaba la sucia y estrecha corbata mal anudada; no usaba chaleco; sus botas sobrepujaban en vejez a las mías. Sus movimientos eran bruscos, nerviosos: se estremecía a cada instante como si siempre se encontrase bajo el imperio del miedo. Hablaba de un modo incoherente y se interrumpía con frecuencia.

—Oye… ¿Qué iba yo a decirte?… No me acuerdo…

Despaciosamente me puso en autos de todo lo relativo a Dubechnia. Me contó que la finca donde me hallaba, a la sazón pertenecía a sus padres, y que el otoño anterior había sido adquirida por el ingeniero Dolchikov, el cual opinaba que era mucho más ventajoso poseer tierras que guardar el dinero en el Banco, y había ya comprado en nuestra región tres grandes fincas. La madre de Cheprakov —su padre había muerto hacía mucho tiempo— no había consentido en vender Dubechnia sino con la condición de poder habitar durante dos años después de la venta en uno de los pabellones. Además, Dolchikov le había dado una colocación a mi amigo en la oficina.

—Ha hecho un magnífico negocio comprando Dubechnia —dijo Cheprakov—. Es un cuco. Sabe sacar provecho de todo.

Luego me llevó a su pabellón a almorzar.

—Vivirás conmigo en mi pabellón —decidió de pronto—. Comerás con nosotros. Aunque mi madre es avara, no te hará pagar demasiado.

Las habitaciones que habitaba su madre eran muy reducidas. Estaban atestadas de muebles que se habían transportado allí de la casa grande después de la venta de la finca. Hasta en el vestíbulo y en el pasillo había numerosas mesas, sofás y butacas. El mobiliario era viejo, de caoba.

La señora Cheprakov, una dama corpulenta y anciana, hallábase sentada en un gran sillón, junto a la ventana, y hacía calceta. Me recibió con un empaque presuntuoso.

—Te presento, mamá, a mi amigo Poloznev —le dijo su hijo—, que va a ser empleado aquí.

—¿Es usted noble? —me preguntó ella.

—Sí —repuse.

—Tenga la bondad de sentarse.

El almuerzo dejó mucho que desear. Se compuso de un pastel de queso amargo y una sopa en leche.

La señora Cheprakov guiñaba de vez en cuando, ora un ojo, ora otro. Eran movimientos involuntarios y morbosos. Había un no sé qué en toda ella que anunciaba una muerte próxima. Hasta se me antojaba que olía a cadáver. La vida estaba casi apagada en aquella mujer, en la que lo único que sobrevivía era la idea de su nobleza, de los muchos siervos que tuvo en otro tiempo, de su calidad de viuda de un general y de su derecho, por tanto, a ser tratada de excelencia. Cuando se acordaba de todo eso, su cuerpo semimuerto se animaba un poco, y le decía a su hijo:

—Juan, ¿has olvidado cómo se coge el cuchillo?

A mí me hablaba con un acento afectado de gran señora.

—Sabrá usted por Juan que hemos vendido la finca. Es sensible, pues le teníamos mucho cariño. Pero Dolchikov ha prometido nombrar a mi hijo jefe de la estación, y seguiremos viviendo aquí… El señor Dolchikov es muy bueno. Y guapo, ¿verdad?

Hasta no mucho tiempo antes, la familia Cheprakov había sido muy rica; pero después de la muerte del general había poco a poco venido a menos. La señora Cheprakov empezó a armar pleitos con sus vecinos, a querellarse por cualquier motivo ante los tribunales, a reñir con los proveedores y los obreros, a quienes no quería pagar. Siempre desconfiada, sospechando siempre que intentaban robarle, su estúpida administración dio al cabo al traste con su fortuna. A los pocos años de la muerte del general, Dubechnia se hallaba en un estado desastroso y no parecía la misma finca.

Tras la casa grande había un viejo jardín descuidado, abandonado, cubierto de una vegetación salvaje.

Subí a la terraza, todavía muy hermosa y bien conservada. A través de una puerta vidriera vi una vasta estancia —el salón, a lo que induje— en la que había un piano antiguo y grandes lienzos patinosos con marcos de caoba, restos de lujos pretéritos.

En el jardín, al otro lado de la terraza y no lejos de ella, veíanse algunos cuadros de amapolas y de claveles medio secos, y numerosos abedules y unos jóvenes, que solían crecer demasiado cerca unos de otros y se quitaban espacio mutuamente.

Más allá no había otros árboles que algunos cerezos, manzanos y perales, dispersos entre la hierba que hacían del jardín un prado, y tan altos y copudos que no era empresa fácil reconocer a primera vista su especie.

Se advertía que nadie cuidaba del parque, cuyas plantas estaban enfermas, roídas por los gusanos, mutiladas. La parte donde se hallaban los cerezos, los manzanos y los perales la tenían alquilada unos fruteros de la ciudad y la guardaba un campesino medio imbécil que habitaba allí mismo, en una barraca.

El jardín descendía por aquella parte hasta el río y lo limitaba una línea de sauces y cañas. En la ribera había un viejo molino, con tejado de paja, que producía un ruido ensordecedor como si le poseyese una gran cólera. Junto al molino, el agua era profunda e inquieta y abundaba la pesca.

En la ribera opuesta agrupábase el caserío de la aldea de Dubechnia.

Era un lugar poético y pintoresco. A la sazón pertenecía todo aquello al ingeniero Dolchikov.

Comencé mi nuevo servicio.

Sentado ante el aparato telegráfico, descifraba numerosos despachos que transmitía a las estaciones próximas; copiaba gran cantidad de informes que se nos dirigían, redactados en un estilo terrible, por empleados que apenas sabían escribir.

Pero la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer y me paseaba a lo largo de la habitación, en espera de telegramas. A veces dejaba en mi puesto a un muchacho para vigilar el aparato y me iba a vagar por el jardín mientras que mi sustituto no me anunciaba la llegada de un despacho.

Comía en casa de la señora Cheprakov, cuya mesa era bastante mala. Sólo muy raras veces se servía carne: casi todos los componentes del «menú», se reducían a queso y sopa en leche. Los miércoles y viernes —días de ayuno— las comidas eran aún más parcas. La señora Cheprakov me miraba guiñando morbosamente los ojos, y yo no me sentía a gusto en su compañía.

Como había tan poco trabajo en la oficina, Cheprakov no hacía nada en absoluto. Empleaba el tiempo en dormir o se iba, escopeta en mano, a la orilla del río a cazar gansos. Por la noche se emborrachaba en la aldea o en la estación, donde se vendía «vodka» y volvía a casa tambaleándose, y antes de acostarse se miraba largo rato al espejo, entablando coloquios consigo mismo.

—Buenas noches, Iván Cheprakov —se decía—. ¿Qué tal?

Cuando se emborrachaba se ponía muy pálido, se frotaba las manos y lanzaba leves carcajadas. Algunas veces se quedaba en pelotas y corría por el jardín como Dios le echó al mundo. En más de una ocasión le vi cazar moscas y le oí asegurar que estaban exquisitas.

—¡Están un poco agrias —añadía—, pero no importa!

IV

Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:

—¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está ahí!

Salí corriendo.

En efecto: ante la casa grande había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagavo, y un señor con uniforme de oficial. Cuando estuve cerca le reconocí: era el hermano de Ana Blagovo, un joven médico militar.

—Hemos venido —me dijo— a merendar con usted. ¿Aprueba usted la idea?

Mi hermana y su amiga se advertía que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban sin hablarme. Yo también guardaba silencio. Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un poco colorada.

Nos dirigimos al jardín. El doctor marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:

—¡Dios mío, qué atmósfera, qué deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón…

Su aspecto era tan juvenil que se le podía tomar por un estudiante. Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva, sencilla y franca de sus ojos grises no tenía nada que envidiarle a la de un buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y exiguo. Su perilla era poco poblada y su voz no muy varonil, aunque agradable.

Estaba de médico en un regimiento, en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de profesor.

Era ya padre de familia. Tenía mujer y tres hijos. Se había casado muy joven, siendo aún estudiante de segundo año. Se decía en la ciudad que no era feliz en su matrimonio y que vivía separado de su mujer.

—¿Qué hora es? —preguntó con inquietud mi hermana—. Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en casa a las seis.

—¡Dios mío, siempre su papá! —suspiró el doctor.

Puse a hervir agua en el samovar. Tomamos el té sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza. El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.

Luego, Cheprakov fue a buscar la llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una profunda cueva.

El doctor se aproximó al piano y, sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos débiles, trementes, roncos, pero todavía melodiosos. Luego tarareó una romanza e intentó tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las teclas: algunas notas estaban paralizadas.

Mi hermana le escuchaba cantar. Ya no se preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el salón y decía de cuando en cuando:

—¡Qué contenta estoy, qué contenta!

Lo decía como con asombro, como si le pareciese inverosímil poder también ella estar alegre. En efecto, era la primera vez en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.

En puridad —sobre todo de perfil—, no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña, semejante a la de quien está soplando; pero tenía unos hermosos ojos negros; en su faz, bondadosa y triste, había una palidez delicada, exquisita; el verla hablar producía una impresión muy grata; diríase que se embellecía cuando hablaba. Ambos nos parecíamos a nuestra difunta madre: éramos fuertes, anchos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía tiempo que estaba descolorida y enfermiza tosía con frecuencia, y yo a veces sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se esfuerzan en ocultar su enfermedad.

En la alegría que manifestaba aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces lo habían sujetado. No había visto nunca así a mí hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el carruaje estuvo dispuesto para retornar con mis visitantes a la ciudad, mi hermana enmudeció de pronto y se puso muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al sentarse en el banquillo.

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