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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (55 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Se fueron y de nuevo tornó el silencio en torno mío.

Recordando que Ana Blagovo no me había dirigido en toda la tarde la palabra, pensé: «¡Qué muchacha más extraña!»

Los días sucedíanse monótonos, iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente. La ociosidad, unida a la ignorancia en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba pesadamente sobre mí. Descontento de mí mismo, inerte, casi siempre con hambre, pues la alimentación que me daba la señora Cheprakov era insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para irme de allí.

Una tarde, encontrándose en nuestro pabellón el pintor Nabó, llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora, y desde la estación había venido a pie.

Mientras llegaba el coche que debía conducirle a la ciudad, pasó revista a toda la finca, dando, a grandes voces, diferentes órdenes. Después se sentó en nuestro pabellón y empezó a escribir cartas. Durante ese tiempo llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud respetuosa.

—¡Qué desorden, Dios mío, qué desorden! —dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la mesa—. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y, verdaderamente, no sé qué haré de ustedes…

—Yo procuro hacer mi servicio lo mejor posible, excelencia —contestó Cheprakov.

—No lo veo —replicó Dolchikov—. Lo único que les interesa a ustedes— añadió mirándome a mí— es recibir dinero. Ponen ustedes todas sus esperanzas en la protección y sólo piensan en hacer rápidamente carrera. Pero a mí no me gusta eso. Yo nunca me he valido de la protección. Antes de ser lo que ahora soy he sido, maquinista y trabajado rudamente en Bélgica.

Luego se volvió a Nabó y le preguntó:

—¿Y tú qué hacías aquí? ¿Bebíais juntos «vodka»?

Su acento era desdeñosísimo: despreciaba a los pobres y los calificaba de canallas, inútiles y borrachos. Con los pequeños empleados era cruel; los condenaba a multas sin piedad alguna, y los despedía por un quítame allá esas pajas. Por fin llegó el coche.

Antes de irse, el ingeniero nos amenazó con echarnos a las dos semanas, nos dirigió unas cuantas palabras severas a cada uno y, sin decir siquiera adiós, le gritó al cochero que arrease.

—Andrés Ivanovich —le dije a Nabó—, permítame trabajar con usted.

—¿Por qué no? ¡Vamos!

Y echamos a andar ambos en dirección a la ciudad.

Cuando la finca y la estación se quedaron atrás, le pregunté al pintor:

—Andrés Ivanovich, ¿a qué ha venido usted a Dubechnia?

—Negocios, muchacho. Algunos de mis obreros trabajan en el camino de hierro. Además, tenía que pagarle a la generala Cheprakov los intereses. El año pasado me prestó cincuenta rublos a condición de que le pagase un rublo cada mes.

Se detuvo, me cogió un botón de la americana, me miró fijamente y añadió con el tono solemne de un predicador:

—¿Quiere usted que le diga una cosa, querido? Un hombre sencillo o avisado que se hace pagar intereses, aunque sean muy pequeños, es un criminal. Un hombre así se encuentra a mil verstas de la verdad. ¿Tengo razón o no la tengo?

¿Cómo iba yo a negarle que la tenía? Miraba su rostro enjuto, pálido, enfermizo, y callaba.

—¡Cuánto pecado comete la gente! —exclamó, cerrando los ojos—. ¡Que Dios la perdone! Todo somos pecadores…

V

Nabó carecía en absoluto de sentido práctico, y nunca sabía poner sus propósitos de acuerdo con su posibilidad de cumplirlos. Aceptaba mucho más trabajo del que le era dable ejecutar, y pasaba ratos muy malos; con frecuencia no tenía bastante dinero para pagar a sus obreros, y muy a menudo no sólo no ganaba nada para él, sino que perdía. Se encargaba de cuantos trabajos se le proponía: pintaba paredes, ponía cristales en las ventanas, construía tejados. Para un encargo sin importancia corría días enteros a través de la ciudad, en busca de obreros.

Era un trabajador excelente, y ganaba, trabajando solo como un obrero, hasta diez rublos diarios. Pero prefería ser contratista, lo que halagaba su ambición, y con ese motivo luchaba siempre con innumerables dificultades y vivía en la miseria.

Me pagaba, como a los demás obreros, de setenta «kopecs» a un rublo por día.

Cuando el tiempo era bueno y seco, nos dedicábamos a trabajos exteriores, principalmente en los tejados. Debido a mi falta de costumbre, me parecía que el zinc de éstos me quemaba los pies. Probé a trabajar con botas; pero eso no me permitía andar bien, y no tardé en seguir trabajando descalzo. En poco tiempo me acostumbré de tal manera que no sentía molestia alguna.

En fin, yo estaba muy contento de mi nueva vida. Vivía entre gente que consideraba el trabajo obligatorio, indispensable, y trabajaba como las bestias de carga, con frecuencia sin darse cuenta de la significación moral que el trabajo posee, y hasta sin llamarle trabajo.

Junto a esa gente yo mismo me iba tornando poco a poco en una bestia de carga, cada día más penetrado de que el trabajo es una cosa obligatoria, inevitable. Tal convicción me hacía la vida más sencilla y fácil y me libraba, de cavilaciones.

Al principio todo era nuevo e interesante para mí como si acabase de nacer. Podía darme el gusto de acostarme en tierra y de andar descalzo, cosas con que gozaba mucho; podía mezclarme a una muchedumbre de gente sencilla sin cohibirla y sin que se apartase ante mí; cuando veía en la calle un caballo caído, podía acudir en ayuda del cochero, para que lo levantase, sin temor de ensuciarme la ropa.

Pero lo que me regocijaba sobre todo era el vivir de mi propio trabajo y no tener que vivir a expensas de otro.

La pintura de los tejados era un negocio muy ventajoso; se ganaba mucho con ese trabajo desagradable y fastidioso. Mi nuevo amo, Nabó, trabajaba él mismo con nosotros en los tejados. Con unos pantalones muy cortos que dejaban al aire sus pantorrillas sucias de pintura, flaco como una espátula, se paseaba por el tejado, brocha en mano, suspirando y repitiendo:

—¡Pobres de nosotros los pecadores!

Andaba por el tejado con la misma facilidad que por un pavimento. Cuando trabajaba en las cúpulas de las iglesias, a una gran altura, sólo se valía de cuerdas, a las que se ataba. Viéndole trabajar a tan desmesurada altura sin las precauciones necesarias, yo me atemorizaba en extremo; pero él no tenía miedo ninguno, parecía estar completamente a gusto y de cuando en cuando lanzaba, a voz en cuello, una de sus frases favoritas:

—¡Pobres de nosotros los pecadores!

O bien:

—¡La mentira devora el alma como el orín devora el hierro!

Al volver a casa por la noche tras la jornada de trabajo, y pasar por delante de las tiendas, oía con frecuencia chirigotas en boca de tenderos y dependientes:

—¡Ahí tenéis a un caballero, a un noble descalzo!

Al principio eso me turbaba, me ofendía; pero poco a poco aprendí a acoger con calma tales burlas. Y cosa extraña: quienes más encarnizadamente me hacían objeto de sus mofas eran aquellos que en otro tiempo se habían visto obligados a trabajar de un modo rudo. Muchas veces, cuando pasaba por delante del mercado me tiraban, como sin querer, agua, y un día un tenderillo llegó a tirarme un palo a los pies. Un pescadero anciano de luenga barba blanca me dijo una vez, mirándome con odio:

—¡No eres tú el digno de lástima, canalla, sino tu pobre padre!

Los amigos de casa, cuando me encontraban, no podían disimular su azoramiento. Unos me miraban como a un extraño; otros me compadecían; otros no sabían qué actitud adoptar ante mí.

Un día, en una callejuela que desembocaba en la calle de la Nobleza, me topé con Ana Blagovo. Iba a mi trabajo y llevaba un saco de pintura y dos largas brochas. Al reconocerme, la amiga de mi hermana se ruborizó:

—¡Le suplico a usted que no me salude en la calle! —me dijo con voz alterada, dura y temblorosa, sin tenderme la mano.

En sus ojos brillaban las lágrimas.

—Si cree usted obrar bien, haga lo que quiera; pero… se lo ruego: no vuelva a saludarme.

Naturalmente, no seguí viviendo en casa de mi padre; vivía en el arrabal de la ciudad llamado «Makarija» en casa de mi anciana nodriza, Karpovna, una vieja de muy buen corazón, pero de un carácter sombrío. Siempre estaba hablando de presentimientos nefastos y de malos sueños; hasta las abejas que entraban del jardín se le antojaban signo de desgracias próximas a ocurrir.

El hecho de que yo me convirtiese en un simple obrero fue también para ella un presagio siniestro.

—¡Eres un desgraciado! ¡Esto acabará mal! —repetía, balanceando tristemente la cana cabeza—. Me da el corazón…

En su reducida casucha vivía también su hijo adoptivo, Prokofy, un carnicero. Era un hombre casi gigantesco, de unos treinta años, desgalichado, rojo, con unos bigotes que parecían de alambre. Cuando me encontraba en el vestíbulo, se apartaba respetuosamente para dejarme paso, y si estaba borracho me hacía un saludo militar llevándose la mano a la gorra. Por las noches, cuando estaba cenando, yo le oía, al través del tabique que separaba mi camaranchón de su cuarto, masticar y lanzar ruidosos suspiros cada vez que bebía «vodka» como si bebiese veneno.

—¡Mamá! —le gritaba a la vieja Karpovna.

—¿Qué, hijo mío? —le preguntaba ella al carnicero, a quien quería con locura.

—Oiga usted una cosa, mamá: como es usted tan buena conmigo, la mantendré a usted mientras viva, y cuando se muera la haré enterrar a mis expensas. ¡Palabra de honor!

Me levantaba todos los días antes de salir el sol y me acostaba temprano. Los pintores de brocha gorda comemos mucho y dormimos profundamente; pero, no sé por qué, padecemos, sobre todo de noche, fuertes palpitaciones de corazón.

Con mis compañeros me hallaba en buenas relaciones. Se pasaban la vida cambiando maldiciones terribles, como, por ejemplo: «¡Que se te salten los ojos!». «¡Que te dé el cólera!»; pero, a la postre, se vivía en perfecta camaradería. Los obreros me consideraban una especie de sectario religioso; de otro modo, no se explicaban que un caballero, hijo de un arquitecto, se hubiera convertido, por su propia voluntad, en un simple trabajador. Me gastaban frecuentes bromas; pero yo no me ofendía. Casi todos carecían de sentimientos religiosos, y confesaban que no iban o que iban muy poco a la iglesia.

—Nuestro traje —decían para justificarse— asustaría a los fieles…

La mayoría de ellos me tenían cierto respeto. Me estimaban porque no bebía «vodka», no fumaba y llevaba una vida sobria y tranquila. Sólo les enojaba el que no robase pintura, como se acostumbra entre los del oficio, y el que me negase a pedirles propinas a los parroquianos. Todos ellos robaban pintura: era una tradición consagrada por la práctica. Hasta el propio Nabó, aquel hombre, escrupulosamente honrado, se creía en el deber de respetar dicha tradición, y todos los días, cuando terminaba el trabajo, se llevaba un poco de pintura perteneciente al parroquiano. En cuanto a las propinas, incluso los obreros viejos y respetables que tenían casa propia en el arrabal Marakija no se avergonzaban de pedirlas. Era triste ver a todo un grupo de trabajadores descubrirse ante un parroquiano, pedirle con tono humilde una propina y expresarle su gratitud, al recibirla, con tono no más digno.

En fin: se conducían con los parroquianos como verdaderos jesuitas, y yo me acordaba, mirándolos, de Polonio, el personaje de Shakespeare.

—Creo que va a llover —decía el parroquiano, mirando al cielo.

—¡De seguro! —confirmaban los obreros—. ¡Va a llover a mares!

—Sin embargo, se va poniendo raso. Me parece que no lloverá.

—Sí, tiene razón su excelencia. No lloverá, no.

Despreciaban de todo corazón a los parroquianos, y, en su ausencia, se burlaban de ellos sin piedad. Si veían, por ejemplo, a uno leyendo un periódico en la terraza, hacían en voz baja observaciones como ésta:

—Está leyendo el periódico; pero quizá no tenga qué llevarse a la boca.

Yo no iba nunca a casa de mi padre. Muchas tardes, cuando volvía, después del trabajo, a mi posada, encontraba cartitas de mi hermana, concisas, escritas con una visible turbación. Casi siempre me hablaba en ellas de mi padre, que ora estaba triste y silencioso durante la comida, ora de un humor endiablado, ora tan taciturno y poco sociable que no salía de su cuarto.

Aquellas cartas turbaban mi alma y me quitaban el sueño. Algunas noches vagaba horas enteras por la calle de la Nobleza, por delante de nuestra casa, dirigiendo miradas escrutadoras a las ventanas oscuras y esforzándome en adivinar lo que ocurría tras ellas. Se me antojaba siempre que había ocurrido alguna desgracia.

Los domingos mi hermana venía a verme, siempre en secreto, sin que mi padre se enterase. Aparentaba venir no a verme a mí, sino a nuestra nodriza. Estaba pálida y con los ojos hinchados de llorar. En cuanto llegaba daba rienda suelta a las lágrimas.

—¡Papá no soportará esto! —me decía en tono quejumbroso—. Si le sucede una desgracia —no lo quiera Dios—, tendrás toda tu vida remordimientos de conciencia… ¡Es horrible, Misail! En nombre de nuestra pobre madre te suplico que cambies de conducta!

—No comprendo, querida —le respondía—, cómo te empeñas en que cambie de conducta cuando estoy seguro de que obro según me manda mi conciencia.

—Ya sé que llevas una vida honesta… Está muy bien; pero ¿no podrías comportarte lo mismo… de otra manera, para no hacer sufrir a los demás?

La vieja Karpovna escuchaba desde su cuarto nuestra conversación, suspiraba dolorosamente y decía de cuando en cuando:

¡Dios mío, es un desgraciado! Acabará mal, muy mal…

VI

Un domingo recibí la visita inesperada del doctor Blagovo. Llevaba una guerrera blanca, camisa de seda y botas de montar.

—¡Aquí me tiene usted! —me dijo en tono amistoso, dándome un fuerte apretón de manos como un joven estudiante—. Hace tiempo que deseaba verle. Todos los días oigo hablar de usted, y he decidido venir a verle para que hablemos un poco como buenos amigos. Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien poder charlar un rato…

Calló, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente, y continuó:

—¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me permite usted?

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