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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (33 page)

BOOK: Regreso al Norte
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Por fin sonaron los cuernos para que comenzara el verdadero festín y la mitad de los invitados empezaron a caminar hacia la puerta de la sala grande, mientras la otra mitad se quedaba en el patio sin saber exactamente cómo comportarse para no parecer ofendidos por no estar entre los cien más cercanos. Sólo los Sverker, que se reunieron aparte y formaron como una mancha de sangre roja en medio del patio, mostraron un abierto malestar, puesto que entre los que iban entrando a la sala grande se veían pocos mantos rojos y todos eran de mujeres.

El más hermoso de esos mantos rojos pertenecía a Ulvhilde Emundsdotter, la más estimada amiga de las dos Cecilias, desde la época lúgubre del convento de Gudhem. La amistad entre las tres señoras era singularmente fuerte, aunque entre ellas había deudas de sangre. Arn, el futuro esposo de Cecilia Rosa, había sido quien una vez le había cortado la mano a Emund, el padre de Ulvhilde. El marido de Cecilia Blanka, Knut, era quien lo había matado después de una traicionera negociación.

Las tres entraron juntas las primeras. La reina Blanka ya sabía cómo y dónde estarían sentadas durante la noche, las tres juntas arriba, en el palco de la novia, con las seis doncellas abajo.

Los fuegos flameaban desde todos los rincones, aunque la noche era clara en esta época del año, después del solsticio. Por encima del sitial, en medio de la pared larga, habían colgado una gran tela azul con un león Folkung de los antepasados algo desteñido y, a cada lado del sitial, la servidumbre había colgado los dos blancos del tiro al arco de la noche de los mozos y lo primero que se veía al entrar eran dos negros grifos de Sverker atravesados por flechas. Alrededor de las flechas, en uno de los objetivos, colgaba una corona de oro para que todos pudiesen ver con sus propios ojos lo que los rumores ya estaban cantando. El mismísimo novio había disparado diez flechas tan cerca la una de la otra que una corona podía rodearlas a todas, y eso desde cincuenta pasos de distancia.

Ulvhilde fue la primera en darse cuenta. Al sentarse con las Cecilias arriba en el palco de la novia refunfuñó diciendo que obviamente era una suerte no haber sido invitada durante el día anterior, puesto que habría tenido que guardar su espalda de ser atravesada por las flechas. En medio de su manto rojo llevaba la cabeza de un grifo negro bordada con miles de hilos de seda, esas labores que las tres amigas habían sido las primeras en bordar tan hermosamente durante su época en Gudhem, durante la cautividad bajo la madre Rikissa.

Cecilia Blanka era de la opinión de que un insulto no tenía más importancia de la que una misma quería darle, y de que Ulvhilde debería mandar poner en su casa de Ulfshem el objetivo para las flechas de un león para la próxima fiesta de tiro. Así los graciosos catarían su propia broma.

El palco del novio estaba colocado al otro lado de la primera mesa larga y en medio de la mesa estaba el sitial. Allí se sentaron Eskil y Erika Joarsdotter, flanqueando al arzobispo. El rey había decidido sentarse al lado del novio, y la reina junto a la novia. Jamás se había visto tal honor en el reino de los Erik y los Folkung.

Pero cuando todos estuvieron sentados, Erika Joarsdotter dejó su sitio y se dirigió hacia la puerta, donde se quedó un rato, mientras los murmullos y los susurros iban en aumento, ya que los invitados comprendieron que algo raro ocurría. Sin embargo, tanto más grande fue la alegría por la sorpresa que siguió. El anciano señor Magnus entró en la sala al lado de la señora Erika, y caminó lentamente pero con gran dignidad hasta el sitial, donde se sentó junto al arzobispo y a Erika. La servidumbre trajo un cuerno de los ancestros con aplicaciones en plata y lo entregó al señor Magnus, quien se levantó firme sobre ambas piernas y alzó el cuerno. Se hizo un silencio de inmediato, lleno de emoción y sorpresa, todo el mundo creía saber que el señor Magnus llevaba años impedido, esperando que la muerte se lo llevara.

—¡A pocos hombres se les ha concedido la alegría que a mí me han dado hoy! —dijo el señor Magnus en voz alta y clara—. Brindo con vosotros, amigos y parientes míos, porque me han devuelto a mi hijo de Tierra Santa y he ganado una hija para mi casa, porque se me ha concedido la gracia de volver a tener salud y la alegría de ver a parientes y amigos, juntos, en paz y concordia en mi casa. ¡Ninguno de mis ancestros jamás tuvo mejor motivo para alzar esta copa!

El señor Magnus apuró la copa sin derramar ni una sola gota, aunque los que estaban más cerca notaron que hacia el final le temblaba la mano del esfuerzo.

Hubo un breve silencio cuando Magnus se hubo sentado y entregado a su hijo Eskil el cuerno de los ancestros, a lo que siguió una gran aclamación que fue creciendo hasta convertirse en un poderoso estruendo cuando cien invitados golpeaban con sus puños contra las mesas. Poco después se oyeron flautas y tambores y unos sirvientes vestidos de blanco entraron con la comida, mientras unos simpáticos juglares los precedían tocando sus instrumentos y haciendo graciosas bufonadas.

—Gracias a la carne, los juglares y la cerveza, nos libraremos de tanto mirón —dijo la reina Blanka y alzó su copa de vino hacia Cecilia y Ulvhilde—, ¡Pues claro que hay razones para mirarnos, ya que no estamos nada mal aquí arriba, con nuestros colores verde, rojo y azul!

Bebieron sin miramientos, ya que tanto Ulvhilde y Cecilia se pusieron a reír por la manera tan ligera de su amiga de despachar la molestia de los mirones, que ya llevaban un rato susurrando y señalando.

—Pues si quieren ver un manto rojo aquí dentro, no somos tantos, ¿verdad? —dijo Ulvhilde haciéndose la ofendida al bajar la copa.

—No te hagas la interesante, querida amiga —repuso la reina Blanka—, No tienes tan mala pinta honrada aquí junto a la reina y la novia, y por suerte estás sentada encima de aquel gallo negro.

—iY tú encima de esas tres coronas! —resopló Ulvhilde continuando con el juego.

El ruido de los invitados sentados debajo de las tres amigas iba tan en aumento que estaban seguras de que lo que comentasen no lo oiría nadie más. La reina Blanka era de la opinión de que ya era hora de explicarlo todo, mientras todavía tuviesen las mentes claras, porque no tardarían en beber demasiado.

La reina continuó diciendo que lo más importante era explicar sin demora el significado de todo ese espectáculo, además de ser una alegre fiesta nupcial. Tenían mucho de que alegrarse, más de lo que jamás hubieran soñado cuando las tres vivían como prisioneras en Gudhem. Qué habría pasado si, en el momento de mayor y más terrible desesperación, pudiesen haberse visto como ahora, las tres juntas, dos bien casadas y la tercera en su propia cerveza nupcial. En verdad eso era más de lo que sus mentes podían asimilar, pero tendrían el resto de sus vidas para hablar de esa indescriptible alegría y de esa gracia inconcebible. En esos momentos, la reina debería hablar de lo imprescindible, ya que en breve no les quedaría tiempo para ello.

Por consiguiente, así estaban las cosas. Casi todos los hombres con poder en el reino se encontraban en la sala, todos excepto Birger Brosa y algunos de la panda del obispo. Al lado de Arn, a lo lejos, en la otra parte de la sala, brillaban las coronas tanto del rey como del príncipe. La reina estaba sentada con la novia, y en el sitial, el arzobispo.

Mucho había tenido que luchar para asistir a esa boda, y el rey había gruñido y protestado diciendo que por nada del mundo quería ofender a su canciller Birger Brosa. Y ahora el que estaba de mal humor era Birger Brosa, solo con Brígida en la casa de Bjälbo. No era lo mejor, pero era lo menos malo. La intención era mostrar que el reino estaba en concordia, que los Erik y los Folkung estaban codo con codo. Más que eso no se podía hacer.

—Pero, querida, dijiste que era como un sueño hermoso que las tres pudiésemos estar sentadas juntas de esta manera. ¿Quieres decir que no estás aquí por nuestra amistad sino por las exigencias del poder? —objetó Cecilia Rosa, súbitamente mortificada.

—¡Sí, sí, sí! —respondió la reina—, Pero tienes que ver las dos cosas. ¡Es la otra cara de la moneda, aparte de la amistad entre tú, Ulvhilde y yo, lo que intento explicarte! Nadie podrá decir que el rey hizo maniobras arteras para evitar esta boda, nadie podrá decir que estamos disgustados porque no estés en Riseberga con la cruz, la toca y los votos sagrados. Pero si, por el contrario, el rey hubiese impuesto su voluntad, habríamos parecido disgustados, porque entonces sólo habrían estado aquí el príncipe Erik, el arzobispo y la mitad de los invitados. Con la mitad de invitados, la sala habría estado poblada con los mantos rojos de los Sverker. Habría sido una boda con los Sverker y los Folkung, más que con los Erik y los Folkung. Pronto habrían sido divulgados por doquier rumores de discordia. El rey y Arn habrían empezado a mirarse con recelo. Y Birger Brosa habría tenido agua para su molino… ¡Habría sido estúpido, pero a menudo los hombres lo son!

—Eres la única de nosotras que servía para reina —suspiró Ulvhilde—. Todo lo que dices sobre la lucha por el poder suena tan sensato al oírlo. Lo que no entiendo es cómo lo haces para llevar a tu Knut por donde quieres. A mí me es más fácil, porque yo soy la dueña de las fincas y de todo. ¿Pero qué haces tú?

—Paciencia, por un lado —respondió la reina Blanka con mirada alegre mientras apuraba su copa de vino y la entregaba a un siervo doméstico—, Y, por el otro, la vanidad masculina, que es el ariete que quiebra su inteligencia. Lo difícil es la paciencia, lo fácil la vanidad. Cuando le expliqué a mi querido Knut que él quedaría como el pacificador de esta boda, de la que tantas cosas malvadas se rumoreaban, y que lo estimarían como un rey noble que impedía a toda mano malvada lograr su cometido, lo hubiese mandado o no, entonces fue todo oídos. Puesto que esta cerveza nupcial no podía evitarse, sería mejor no ponerse de mal humor. Mejor si el rey, altruista, mantenía sus manos protectoras sobre todos nosotros. De ese modo actúa un hombre grande y amistoso y un buen rey. Finalmente le hice comprender eso.

—Aunque lo primero que veía era un Birger Brosa malhumorado y dos Cecilias que iban en contra de sus planes —apostilló Ulvhilde, riendo y pidiendo más vino también para ella.

—Se trata de decir las mismas cosas, pero cada vez con palabras diferentes. Y ahora estamos sentadas aquí, y no solamente para nuestro regocijo, sino también por el bien del reino —dijo la reina y juntó las manos complacida al ver el plato de madera lleno de capones colocados entre plumas negras y rojas que acababan de poner delante de ella. Ya en la salutación había advertido a Erika Joarsdotter que preferiría no ver tanta carne de cerdo en el palco de la novia y que sus dos amigas de convento probablemente tuviesen el mismo gusto.

Hicieron el primer brindis por la novia y Cecilia tuvo que levantarse, ruborizada e insegura, y beber un vaso entero de vino, del que derramó las últimas gotas sobre el lino blanco.

—Tendremos que pedir un poco de agua, porque creo que habrá bastantes brindis por la novia esta noche —susurró Ulvhilde.

La reina asintió decidida con la cabeza e hizo señas al sirviente, que tenía órdenes estrictas de no dejar de mirar a la reina durante toda la noche.

En la otra parte de la sala, arriba en el palco del novio, estaba Arn con el rey a un lado y Magnus Månesköld y el príncipe Erik al otro. Eso lo había decidido el mismo rey cuando le habían dicho que Magnus había sido el mejor en los juegos de lucha después de los dos templarios que, por supuesto, luchaban en otra categoría.

El rey Knut rodeaba los hombros de Arn con el brazo y explicaba largas historias de cómo había sufrido al no tener a Arn a su lado durante los años sangrientos antes de tener la corona bien afianzada encima de su cabeza. En esta vida no tenía mejor amigo que Arn, porque Birger Brosa era más un padre sabio que un amigo, eso podía reconocerlo ahora que nadie los oía. No había dudado un instante en decidir que iría a la boda de su mejor amigo con todas las banderas y los jinetes que pudiese reunir. Como tampoco había dudado jamás de que este enlace nupcial tenía lugar porque era la voluntad de Dios y la gracia y recompensa de la Virgen por la larga fidelidad y la esperanza que jamás habían abandonado Arn y Cecilia. Entonces, ¿quién sería él, un pobre pecador, para oponerse a esa Voluntad?

Cecilia Rosa y la reina eran amigas del alma, por lo que la alegría era tanto mayor ahora que serían vecinos. Para los que vivían en Forsvik, la iglesia más cercana era la de Näs, y él y su reina honrarían Forsvik con sus visitas, al igual que albergaba la esperanza de que Arn y Cecilia Rosa fueran huéspedes asiduos en Näs por más motivos aparte de las misas.

Al principio de la noche, el rey repitió muchas de esas palabras endulzadas. Arn primero sintió alivio y alegría; había vivido tanto tiempo en un mundo donde la falsedad y la mentira estaban prohibidas que creía todo lo que le decían. Pero algo más tarde recordó la leyenda sarracena sobre el ignorante médico franco al que se le ocurrió untar con miel las profundas heridas de lanza.

Las personas tenían la idea de que la miel era lo contrario de las heridas y del dolor, como lo salado es lo contrario de lo dulce. Y puesto que la sal en las heridas era lo que más dolía, mucha gente creía en esa cura de la miel. También se decía que un chorro de miel por encima de un corte profundo al principio proporcionaba bastante alivio, pero que después de poco tiempo la herida empeoraba y se pudría fácilmente.

Todos los constructores sarracenos estaban sentados juntos a la otra mesa larga, cerca del palco del novio. Había sido decisión de Arn, porque quería que todos viesen que se los honraba por su trabajo. También le había indicado más de una vez a Erika Joarsdotter que sirviese agua en jarras de barro a esa mesa y que los sirvientes no llevasen carne de cerdo a esos forasteros. Además, quería estar muy cerca de sus constructores por si hubiese el más mínimo asomo de pelea.

Y ahora parecía que se entablaba una pelea allí abajo, aunque desde tan lejos era imposible averiguar el motivo. Con una mueca hacia Knut como si ya fuese hora de ir a aliviarse, de un brinco bajó desde el palco y se dirigió hacia la salida, fingiendo detenerse ante los sarracenos para que lo felicitasen. Eso hicieron también en cuanto estuvo delante de ellos y sus discusiones murieron de inmediato.

Vestido con la coqueta ropa franca que crujía bajo el manto, Arn se sintió ridículo ante los ojos de los sarracenos y ante los suyos propios. Aunque intentasen ocultarlo, a Arn le pareció ver una sonrisa en los labios de los constructores. De manera nórdica, más que del modo árabe, les preguntó sin rodeos el porqué de la discusión y le respondieron, vacilantes, que muchas de las dádivas de la mesa podían ser comida impura.

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