Authors: Jan Guillou
Y así salieron de la casa real de Husaby, con el rey y la reina al frente, luego la novia y tras ella los tres hermanos del linaje de Pål. La guardia real acudió a ambos lados y unos jinetes se adelantaron al galope para abrir paso y apartar del camino a todos los curiosos que estaban demasiado cerca. El eco de los gritos de los capitanes retumbaba y los siervos de Husaby corearon el trino, que era su habitual saludo de felicidad.
Una comitiva nupcial tan espléndida como la que ahora bajaba por las laderas desde Husaby hacia Forshem bajo el sol veraniego no se había visto en el reino desde que el rey Knut, muchos años antes, había llegado al convento de Gudhem en busca de su novia. Pero aquella vez no habían ido tantos granjeros para ver la esplendorosa pompa. Y esta vez incluso se había acercado mucha gente de la ciudad de Skara. Las personas de la urbe eran fáciles de reconocer, dado que se vestían como mujeres, con plumas en el sombrero, y hablaban por la nariz aun siendo hombres.
Las bendiciones le llovían a la novia procedentes de todas partes, palabras de buena suerte y ramitas de abedul. A veces la cubrían tantas ramas de abedul, que Cecilia llegó a pensar de manera impía que pronto tendría el aspecto de una ninfa del bosque.
Al acercarse a Forshem fueron un poco más despacio y unos jinetes veloces se adelantaron para informarse, de manera que las dos comitivas llegasen a la iglesia al mismo tiempo.
Desde lejos, Cecilia vio que muchísima gente se había reunido delante de la iglesia, y que había más colores rojos que azules. Pero como el rey y la reina, que iban justo delante de ella, también debieron? de haber notado el color de los Sverker sin preocuparse lo más mínimo, Cecilia se santiguó rápidamente y pensó que no debía de existir ningún peligro.
Cuando se acercaron más entendió el porqué de todo el color rojo. En la puerta de la iglesia, el arzobispo los estaba esperando, y los hombres de su guardia eran casi todos del linaje de Sverker.
Desde Arnäs se iba acercando la comitiva del novio. Al frente cabalgaba el mayor de los guardias Folkung, que había llegado desde Algaras por el honor de llevar el león de los Folkung. Detrás de él iban el señor Eskil y Arn, uno al lado del otro, ambos vestidos de guerreros, lo cual le sentaba mejor a Arn que a su hermano mayor. Arn llevaba ramitas de serbal sobre él y sobre su caballo, puesto que a él también le habían llovido los deseos de buena suerte por el camino, como había pasado con Cecilia. Detrás de Arn iban sus padrinos y entre ellos un monje cisterciense con su hábito blanco y la capucha en forma de cucurucho sobre la cabeza.
Todo estaba preparado para suceder en el orden que mandaba la tradición. Delante de la iglesia, la novia bajó de su caballo con la ayuda de sus padrinos. La guardia del rey, de los Folkung y del arzobispo formaron un círculo de escudos y lanzas alrededor de la puerta de la iglesia, donde el arzobispo presidía en todo su esplendor con dos capellanes vestidos de negro a cada lado y el manto blanco le cubría el pecho y la espalda.
Llevaron a la novia y ésta inclinó brevemente la cabeza ante el arzobispo, pero tampoco lo tocó, y sus tres padrinos cayeron de rodillas y besaron el anillo arzobispal.
Arn y sus acompañantes habían permanecido un poco apartados y ahora se acercaron para saludar al arzobispo. Arn también besó el anillo del arzobispo.
Luego vino un momento muy emocionante cuando Arn y Cecilia se encontraron el uno frente a la otra delante del arzobispo y Cecilia lentamente se quitó el velo de lino y descubrió su cara. Ella lo había visto a través de la tela, él no la veía hasta aquel momento, tal y como estaba escrito.
Ahora tocaba el intercambio de los regalos. Erik se acercó a Arn y, con una profunda inclinación, honor inesperado que hizo murmurar a muchos, entregó un cinturón costoso de pesados eslabones de oro con una piedra verde en cada eslabón. Arn ató el cinturón alrededor de Cecilia con un poco de torpeza que despertó la simpatía de la gente, y luego Cecilia empezó a dar vueltas con los brazos estirados para que todo el mundo pudiese ver el oro reluciente que le colgaba de las caderas y en línea recta hacia su regazo.
Pål Jönsson llevó el regalo nupcial de Cecilia, que evidentemente era un manto azul doblado. Eskil estaba al tanto y rápidamente le quitó a su hermano el manto que llevaba, pero antes le sacó la pesada hebilla de plata que lo cerraba en el cuello. Lenta y ceremoniosamente, Cecilia desdobló su regalo. Pronto se oyeron gritos de admiración y sobrecogimiento en la muchedumbre detrás de los guardias, donde la gente estiraba los cuellos para mirar. Jamás se había visto un manto azul tan hermoso y el león de la espalda brillaba como si fuera de oro puro, al igual que las tres corrientes de plata, y en las fauces del león relucía el color rojo. Entre Eskil y Cecilia pusieron el manto sobre los hombros de Arn.
Luego éste hizo como Cecilia, dio una vuelta entera, abriendo el manto con los brazos estirados para que todo el mundo pudiese verlo de nuevo y se oyeron voces de admiración.
El arzobispo alzó su bastón para pedir silencio y se enojó ligeramente cuando la gente no calló de inmediato, algo que no era causado por falta de devoción, sino más bien por la emoción de los comentarios sobre los costosos regalos nupciales.
—En el nombre del Padre, del Hijo y de la Santa Virgen —gritó el arzobispo, y la muchedumbre se calló—. Te bendigo a ti, Arn Magnusson, y a ti, Cecilia Algotsdotter, al entrar en el matrimonio instituido por el Señor. Que la felicidad, la paz y el bienestar os acompañen hasta que la muerte os separe, y que esta unión, instituida por Dios, contribuya a la paz y la concordia en nuestro reino. Amén.
Luego, uno de los capellanes le entregó un cuenco de plata y con el agua bendita rozó la frente, los hombros y el corazón de Cecilia y después hizo lo mismo con Arn.
El arzobispo habría querido que en ese momento Arn y Cecilia se abrazasen en señal de haber contraído matrimonio, pero a pesar de haber entendido el significado oculto de la bendición, de que ahora y no más tarde era el momento en que se convertían en esposos, ninguno de los dos tenía ganas de participar en ese juego. Ante los familiares y ante la ley no serían esposos hasta que hubiesen sido acompañados al lecho nupcial. Y si fuese necesario elegir entre el afán del arzobispo de hacer valer la autoridad de la Iglesia o la convicción de los familiares de no cambiar las viejas tradiciones y costumbres, los dos coincidieron en que no era el momento de entablar una lucha de esa índole. Sólo hizo falta una mirada entre ambos para estar de acuerdo acerca de cómo actuar.
Un poco disgustado porque los dos, al parecer, no entendieron lo que tan claramente había insinuado en su bendición, el arzobispo dio media vuelta y entró en la iglesia para empezar la misa.
Detrás de él iban el rey y la reina, los novios, sus padrinos, doncellas y familiares, tantos como cabían en la pequeña iglesia.
La intención era leer una misa breve, ya que el arzobispo sabía muy bien que la gente se mostraba más impaciente por la sed de cerveza de la fiesta que por la sed de su Dios. Sin embargo, tuvo una ayuda inesperada de los propios novios al entonar los cánticos, al igual que del monje cisterciense que había llegado con la comitiva de Arn Magnusson. En los cánticos finales, los tres se encargaron de cantar a tres voces, tan emocionados que la pareja tenía lágrimas en los ojos; la novia cantó en la tesitura de soprano, y la profunda voz del monje formó la tercera voz.
El arzobispo paseó la mirada por encima de la complacida congregación que al parecer había olvidado las prisas por dejar la casa de Dios para llegar a la cerveza y los placeres del convite. Su mirada se posó sobre Arn Magnusson, que al contrario que el resto de los hombres, todavía llevaba la espada al cinto. Primero se asustó, como si eso fuera de mal augurio. Aunque no pudo hallar ni rastro de maldad en los ojos de ese hombre que cantaba como el mejor de los cantores de iglesia y con una fervorosa devoción. El arzobispo se santiguó rápidamente con una oración por el perdón de sus malos pensamientos y de su ignorancia, cuando recordó que el novio era, en efecto, un caballero del Temple, por muy vestido de azul que fuese, y que un templario era como un hombre de la Iglesia y que la espada en la negra vaina con la cruz dorada era una espada bendecida por la Madre de Dios y la única arma que podía llevarse en una iglesia.
Y decidió tener una relación cordial con Arn Magnusson, porque un hombre de Dios comprendería más fácilmente lo que haría falta para mejorar ese reino en el que gobernaban individuos toscos como el rey Knut y Birger Brosa. Sabio sería tener a Arn Magnusson de su lado en las luchas inminentes entre el poder eclesiástico y el poder temporal. Sobre esos asuntos, seguramente ese templario sabría mucho más que cualquiera de sus ambiciosos amigos.
Las elucubraciones del arzobispo que comenzaron entre malos pensamientos y recelos se fueron convirtiendo por consiguiente en una fe esperanzada en el futuro conforme los tres cantores magistrales interpretaban los cánticos del Señor.
La comitiva nupcial sólo tardó un poco más de una hora en llegar a Arnäs, dado que la cantidad de espectadores había disminuido después de la bendición eclesiástica. Ya no existía peligro para la novia, puesto que lo peor había pasado y no se sospechaba de ninguna amenaza seria contra su vida. Todos los guerreros se habían reagrupado y mantuvieron el corto camino hasta Arnäs bajo una vigilancia férrea.
Al frente de la comitiva, después de los dos jinetes con los escudos con las armas del rey y de los Folkung, iban Arn y Cecilia, uno junto al otro hasta Arnäs. En realidad, no era ésa la tradición, pero ese día sucedieron muchas cosas que se salían de lo común. Nadie había oído hablar de un rey que recogiera a la novia; una idea igual de descabellada que unos novios cantores que incluso superaban a la gente del arzobispo. Un huésped no podía adelantarse al anfitrión de la casa, pero ¿y si el huésped era el rey y llevaba la reina a su lado? Realmente esa boda le había dado la vuelta a muchas cosas.
En el interior de los muros de Arnäs se veían multitud de colores, con un esplendor que era más de lo que el ojo humano podía soportar. Alrededor de los tenderetes de cerveza se mezclaban los mantos de color rojo sangre de los Sverker con los azules de los Erik y los Folkung. Pero también se veían muchas vestimentas extranjeras de varios colores llevadas por los huéspedes que se habían vestido así por vanidad y soberbia, cosa que a menudo ocurría en casa del rey, o las que llevaban los francos que había traído Arn Magnusson, demasiado refinados como para beber cerveza y cuyo lenguaje era totalmente incomprensible. Los tambores redoblaban y la música de los flautistas se oía por doquier, los juglares lanzaban antorchas que daban vueltas por el aire y que siempre recogían correctamente y había cantores subidos en un tablado cantando leyendas francas. El arzobispo entró en la propiedad transportado en palanquín, pero de vez en cuando alargaba la mano para repartir bendiciones a diestro y siniestro.
De nuevo Arn y Cecilia tuvieron que separarse, puesto que Cecilia debía subirse a un palco alto para la novia, adornado con ramas y hojas y colocado en el patio, y Arn, de igual modo, tenía que sentarse en una similar torre de madera con sus padrinos. Eskil lo había decidido de ese modo para que todos pudiesen ver a los novios, dado que solamente la mitad de los huéspedes cabrían más tarde en la sala grande. Si no, para todos los que tendrían que celebrar la fiesta, comer y beber en el patio, habría sido decepcionante ser relegados a un lugar inferior sin haber visto siquiera a los novios. Un sitial parecido se había elevado también para el arzobispo, el rey y el anfitrión de la casa.
El hermano Guilbert se subió con facilidad entre los andamios de madera y se sentó al lado de Arn y al mismo tiempo llamó a los músicos francos con sus laúdes y a los cantores para que se acercasen y repitiesen las últimas canciones. Animados porque había gente que entendía también el texto de las canciones y no sólo la música, obedecieron en seguida. Tanto Arn como el hermano Guilbert sonrieron mirándose al reconocer los primeros versos. El hermano Guilbert incluso parecía saber cantar algunos versos, aunque ese tipo de canciones le estaban prohibidas.
La canción trataba del caballero Roldán, quien viendo próxima la muerte intentó romper en vano su espada Durindana para que no cayese en manos del enemigo, ya que la empuñadura contenía reliquias sagradas, un diente de san Pablo, sangre de san Basilio y un hilo de la falda que la Madre de Dios había llevado. Pero la espada no se rompía por mucho que el moribundo Roldán lo intentase, y los ángeles del Señor se apiadaron del héroe y elevaron la espada hasta el cielo y Roldán pudo dejarse caer a la sombra de un pino con el olifante, el cuerno de lucha, a su lado y giró la cabeza hacia el país de los infieles para que el rey Carlomagno no encontrase a su héroe muerto como un cobarde. Y confesó sus pecados y estiró la mano derecha con el guantelete hacia Dios. Entonces san Gabriel bajó y lo recogió y llevó el alma de Roldán hasta el cielo.
Tanto Arn como el hermano Guilbert se emocionaron con la canción, ya que no les costaba imaginarse todo lo que se cantaba como si lo hubiesen vivido en carne propia. Habían oído muchas narraciones sobre caballeros cristianos que en Tierra Santa habían roto sus espadas y se habían echado al suelo para esperar la muerte mientras encomendaban sus almas a Dios.
Cuando los dos trovadores provenzales descubrieron que tenían espectadores que realmente se conmovían por el texto, se colocaron tan cerca del hermano y de Arn como pudieron y cantaron verso tras verso como si no fuesen a acabar nunca. La canción del caballero Roldán no era corta.
Arn, quien no entendió que debería pagar algo de plata para que se callaran, se extrañó de que no dejaran de cantar y les gritó en franco que se lo agradecía mucho pero que ya estaba bien. Los trovadores se fueron desilusionados en busca de un nuevo público.
—Deberías haberles pagado algo —explicó el hermano Guilbert.
—Es posible —repuso Arn—, No llevo plata encima, igual que tú, tendré que recordar eso para más tarde. Todavía queda demasiado de monje en mí y no es tan fácil desacostumbrarse.
—Pues te urge, puesto que la noche de bodas está al caer —bromeó el hermano Guilbert, pero se arrepintió en seguida al ver cómo Arn empalidecía ante esa observación tan sencilla.